Hoy he visto a un hombre
reír. De refilón, como escondido.
Yo he pasado a su lado con
aire despistado, un poco avergonzada ante el espectáculo.
El hombre, he de decir en su
favor, ha recuperado el agrio gesto con presteza. Lanzándome una mirada
temerosa a modo de súplica, de perdón. Menos mal que se ha puesto a llover a
jarros y el frío y desapacible ambiente ha disipado cualquier pensamiento de
bienestar. La naturaleza acude a veces en ayuda cuando desfallecemos y nos
abandona la nostalgia.
He
vuelto a casa escandalizada. Me hubiera gustado seguirle, saber dónde vive.
Estamos
obligados a denunciar esas prácticas, soy consciente de ello. Sobre todo si se
realizan en público. Pero es el segundo que veo esta semana, y creo no está en
mi naturaleza aún bien instalado el concepto de “chivata” o “correveidile”, tan
extendido entre nuestra sociedad. A pesar de la recompensa (un suculento
disgusto duradero) algo en mi interior se revuelve últimamente ante el sonido
de una carcajada. Debe ser un vestigio antropológico hereditario, un gen que
espero recesivo desatando lo peor, atado como está en mi pensamiento cualquier
deriva risueña. Eso me inquieta ¿Quién me garantiza que al denunciarle, no deje
entrever también mis propias debilidades?
Al
entrar en casa, antes de colgar el abrigo, me recreo observando El grito de
Munch. Alivia mucho notar que ante la tentación, el arte ha puesto a nuestra
disposición el lógico antídoto, preservándonos del disparate. Me recreo en el
dolor del gesto, en la figura fantasmal con aire de gárgola post moderna que
desprende la pintura. Respiro.
Poco
a poco la presión de la alegría, que inunda a veces estas incipientes mañanas
primaverales, se va diluyendo.
Me
duele caer en este estado anímico, en esta astenia jocosa que asoma inclemente
como un brote psicótico, posándose sobre las comisuras de la boca. Elevándolas
contra natura.
Este
lunes, sin ir más lejos, me descubrí moviendo las caderas por el oscuro pasillo
de la casa al compás del Réquiem de Mozart. La clase de Lúgubres Músicas anda
algo oxidada, y noto como me alejo de los maestros en busca de ritmos poco
edificantes. Una risueña depresión,
ahora lo sé, se va adueñando de mi cerebro.
De
nada sirve leer las esquelas. Oír el noticiero fúnebre de las tardes, con sus
encantadoras noticas sangrientas. Deshojar con fruición la margarita del amor
perdido, que siempre llevo a mano; con los pétalos en número impar, no vaya a
ser que me dé un disgusto el declamar el no como deseo.
Esta época del año, luminosa
y caliente, no ayuda a mantener la calma. Y diluye el dolor, por más que me
esfuerce en atesorarlo con avariciosa tristeza, en espera de esos maravillosos
momentos en que al fin consigo, que todos mis pensamientos, se vuelvan
negativos. Me ha costado mucho reunirlos para contrarrestar las alegrías que
acechan inclementes en cualquier esquina, y observo preocupada como cada vez se
muestran más proclives al olvido.
Preparando
la comida un momento después, a traición, sonrío mientras corto una cebolla.
Ahora sé que estoy irremediablemente perdida. Tendré que reunir a la familia
para comunicarles mi decisión. Despedirme de ellos para evitar cualquier
contagio (ganas me dan de dejar pósits por las estancias con chistes de Lepe).
No se merecen ese trato. Siempre han estado dispuestos a entristecerme, y sería
un mal pago por mi parte actuar así, ante tantos desvelos en formato calamitoso
como me han suministrado a lo largo de la vida.
Creo
que partiré hacia ese Arco Iris que ha dibujado la lluvia en el horizonte.
Hacia ese lugar en que se recrean aquellos que ríen sin venir a cuento.