El garabato

Y echaron a andar. Sin mapa ¡Quién quiere conocer el destino! Sería absurdo parar en todos los cruces -se decían sonriendo- podríamos perdernos en cada acierto, creyéndonos reyes. El camino, tan enrevesado, a veces se bifurcaba, y solían soltarse de la mano, explorando otras opciones. Con los ojos prendidos en el otro, para no perderse. Ella se habría cambiado de acera constantemente, entorpeciendo la ruta; así que consciente de ello, procuraba ir digna y erguida, como si su elección fuera la mejor de todas, a pesar de los errores.

Algunas veces el camino se cortaba o se convertía en desierto. Era entonces, ante cualquier espejismo del paisaje, cuando ella le relataba hermosas historias que hablaban de montañas y bosques donde abunda el muérdago y la belladona, llenando el momento de magia. Él la miraba extasiado ante la promesa, y ella, consciente del hechizo, se dejaba querer por ese niño, que asomaba en la mirada mecido por el relato, en espera que el horizonte creciera ante la vista.

Hacían planes frente a lo imposible. La escarpada montaña, los rápidos de un río, la lluvia menuda que cala en el alma sin poder resguardarse, o el viento acerado sobre la árida planicie del calendario. Era entonces, cuando él sacaba un lápiz de la mochila y dibujaba puentes, sobre los desafíos más inexpugnables, con escaleras firmes y robustas. Aunque no hubiera tierra bajo los pies, aprendieron a levitar sobre el garabato amoroso, sobrevolando las dificultades. Ella nunca entendió los trazos oscuros sobre los contornos que él siempre delineaba, pero acabó tirando su goma de borrar, para no desanimarle.

A veces, el camino era silencioso, cargado de esperas y renuncias. Notaban la fuerza gravitatoria que los impulsaba al alejamiento. Descubrieron que ella no sabía andar por las piedras, y que a él le quemaba la fina arena, por la que ella caminaba sin dolor alguno. Él amaba los montes y la lluvia. Olvidaron el mar. Aunque en cada cima ella suspirase, intentando oler a través de la brisa, el salitre que el viento generoso, le brindaba cuando menos lo esperaba. Recordándole el paisaje olvidado y aliviándola de lo abrupto del sendero elegido.

El tiempo servía de compás y graduaba los círculos concéntricos de algunos caminos, que parecían aprisionar los sueños, repetidos una y mil veces cada noche. Y que los hacían regresar al lecho, donde se acuna el olvido de afrentas y desacuerdos.

Pasaron los años y las sendas se volvieron tortuosas, retorcidas entre los páramos yertos. No se desanimaron, escarbando en las raíces, en busca de aquellas en las que el tiempo, no hubiera depositado el polvo del olvido. Ella cesó de peinarse cada mañana, pero él nunca dejo de acariciar su pelo, intentando no tocar los nudos que el tiempo trenzaba entre los cabellos.

Siguieron andando, hasta llegar al lugar soñado, donde el amor descansa del oficio de soldado y se dulcifica. Él entonces, sacó de entre sus ropas harapientas un mapa, oculto hasta ese día, donde se perfilaba el mágico viaje de sus vidas. Dibujado con mimo. Ella se rindió ante la nostalgia perdonándole la travesura, y una sonrisa, floreció en su boca, mientras sus manos tocaban, oculto entre sus ropas, el garabato amoroso ajado por el tiempo, en el que una lágrima peregrina había depositado un borrón sobre la tinta. Allí donde se decía:

Este garabato te encontró sin mapa y viajó contigo, dibujando el atlas de un amor profundo.

Autoría: Purificación Mínguez.

Pieza

 

Érase una vez...

Las manos de la amama se mueven animadas por la destreza que les aporta la experiencia. Un poco de harina aquí, unos gramos de azúcar allá, un chorro de leche y, por supuesto, chocolate. Remueve los ingredientes bajo la atenta mirada de la chiquilla de apenas cuatro años que, de pronto, extiende una de sus manitas y la mira con detenimiento mientras inclina la cabeza a un lado.

–¡Qué manos tan grandes tienes, amama! –le dice con su pequeña mano aún extendida. La mujer no ceja en sus labores, continúa removiendo en el bol, y le contesta con una sonrisa.

–Son para amasar los pasteles y bizcochos que tanto te gustan. Si fueran unas manos pequeñitas como las tuyas no podría hacerlo...

La chiquilla levanta la ceja izquierda y, durante unos segundos, valora sus palabras y asiente suavemente. Apoya la cara entre sus manos mientras los dedos tamborilean en sus mejillas encarnadas. La mirada se centra ahora en el rostro de su amama, concentrada en la labor pastelera. Tan concentrada está que ni parpadea y permanece con los ojos muy abiertos. La chiquilla frunce el ceño.

–¡Qué ojos más grandes tienes, amama! –suelta ahora sin pensarlo demasiado, como si fuera la primera vez que se fija en ellos. Tampoco en esta ocasión ceja en su labor y continúa moviendo la espátula, ¡zis zas!, con total seguridad.

–Los necesito para ver bien lo que hago y no equivocarme. Si fueran pequeños tal vez me equivocaría al medir la levadura, y entonces el bizcocho no tendría un corazón esponjoso...  

La chiquilla aprieta los labios durante unos segundos y luego sus ojos se iluminan. ¡Claro!, parece pensar, no podría ser de otra manera...

La mezcla está casi a punto, exhibe un color oscuro uniforme, absolutamente apetitosa incluso sin pasar por el horno. Realiza un último movimiento envolvente, con tanto brío que el chocolate se desborda. La chiquilla chilla feliz y recoge con su dedito ese goterón que había comenzado a rodar sin permiso. Termina en su boca, claro está, donde es aderezado con un lento suspiro. La amama también ríe e, igualmente, chupetea su dedo, ese en el que ha recogido otra gota de chocolate.

–¡Vaya! –le dice la chiquilla realmente asombrada– ¡Qué boca tan grande tienes, amama!

La mujer saca el dedo de su boca, se relame sin prisas los labios mientras las comisuras se alzan impulsadas por vete a saber qué extraños y antiguos pensamientos, y la ensoñación se asienta en sus pupilas. Son apenas un par de segundos, los que tarda en posar la mirada sobre el abrigo rojo que reposa en la silla, allí donde lo ha dejado al  llegar a la casa.

– Verás, necesito una boca grande, grande... ¡para comerte! –le dice con voz grave mientras se abalanza sobre la niña. Esta se asusta en un primer momento, pero después se deshace en risas y chillidos e intenta escabullirse sin éxito cuando las grandes manos de la amama le hacen cosquillas. Los grandes ojos de esta lloran de felicidad.

Autoría: Argiñe Areitio.

Aprendiendo de la tatarabuela, gracias al BBVA

Nos ha gustado ‘Todo saldrá bien’, porque es el primer título de una serie especialmente dirigida al público infantil y juvenil de Aprendemos Juntos. Escrito por Albert Espinosa y narrado por Rafael Álvarez “El Brujo”. 

Porque habla de una nieta y de cómo su abuelo le inspira confianza con su tatarabuela. Porque relata los miedos infantiles y el modo de superarlos. Porque cuenta del 2020, un año que nunca se nos olvidará. 

Sus historias, sin ninguna duda, viajarán a través de distintas generaciones. Ambientado en el año 2115, este cuento de animación comienza en un crucero espacial. Allí, un abuelo comparte con su nieta un recuerdo del año 2020 que será muy importante para ella. "Es un cuento que nace de todo lo aprendido en este año tan complicado. Necesitaba escribir un cuento sobre esas ganancias que hay dentro de las pérdidas, y a través de los ojos de los niños y de las personas sabias que llevan años dentro de este mundo, encontrar la fuerza y la ilusión. Ojalá sea un cuento de esos que curan el alma y devuelven la sonrisa” destaca Albert Espinosa

Para Rafael Álvarez ‘El Brujo’, es un cuento para niños que tiene una gran enseñanza también para los mayores: “Cuando uno dice ´todo saldrá bien´ hay un acto de afirmación tan poderoso de la voluntad y de la mente humana frente a la adversidad que nos devuelve al contacto con nuestro ser interior”.

AutoríaMikel Agirregabiria.

La niña del pelo rojo, o Lo que está mal en el mundo

La niña del pelo rojo, una revolución pendiente que Chesterton propuso en 1910
Con el pelo rojo de una golfilla del arroyo prenderé fuego a toda la civilización moderna. Porque una niña debe tener el pelo largo, debe tener el pelo limpio; porque debe tener el pelo limpio, no debe tener un hogar sucio; porque no debe tener un hogar sucio, debe tener una madre libre y disponible; porque debe tener una madre libre, no debe tener un terrateniente usurero; porque no debe haber un terrateniente usurero, debe haber una redistribución de la propiedad; porque debe haber una redistribución de la propiedad, debe haber una revolución. La pequeña golfilla de pelo rojo dorado, a la que acabo de ver pasar junto a mi casa, no debe ser afeitada, ni lisiada, ni alterada; su pelo no debe ser cortado como el de un convicto; todos los reinos de la tierra deben ser destrozados y mutilados para servirla a ella. Ella es la imagen humana y sagrada; a su alrededor, la trama social debe oscilar, romperse y caer; los pilares de la sociedad vacilarán y los tejados más antiguos se desplomarán, pero no habrá de dañarse ni un pelo de su cabeza.” 

Leedlo despacio, palabra a palabra, aprender de memoria este párrafo sublime final de "Lo que está mal en el mundo" (texto íntegro en este PDF o en Proyecto Gutenberg). Es una admirable parábola del gran escritor, periodista, polemista, e intelectual católico Gilbert Keith Chesterton.

Aunque basta lo anterior para sublevarse cada año nuevo por las injusticias vigentes, contextualizamos esta obra de hace 110 años que conduce hasta esta potente metáfora última: Todo niña debe tener el pelo limpio y vivir feliz, y debe ser removido todo lo que lo impida

Se alude a una ley promulgada en aquel periodo en el Reino Unido según la cual, para evitar las epidemias de piojos en los barrios pobres, los niños de la clase obrera deberían llevar las cabezas rapadas. Los pobres, escribe Chesterton, se encuentran tan presionados desde arriba, en submundos de miseria tan apestosos y sofocantes, que no se les debe permitir tener pelo, pues en su caso eso significa tener piojos. En consecuencia, los médicos sugieren suprimir el pelo. No parece habérseles ocurrido suprimir los piojos. Y es que sería largo y laborioso cortar las cabezas de los tiranos; es más fácil cortar el pelo de los esclavos. 

La mejor navidad es la de cada año, aunque sea 2020

Viendo con mis nietos los fuegos artificiales del nuevo año en la Navidad 16-17
La navidad evoca y exhibe muchas sensaciones e ideas. Los sentimientos son de amor, de paz, de familia, de solidaridad,... El espíritu navideño reconstruye esa conspiración de amor que se va diluyendo según las fiestas concluyen. Habría que envasar toda esa constelación de felicidad para irla disfrutando en los momentos más aciagos del resto del año.

Se suscitan reflexiones positivas y optimistas, que se propagan por la sociedad, a fuer de su repetición. Pesa la transición de año, el cambio que podemos generar en nuestro interior y en nuestro entorno, de personas, de amistades, de conciudadanía,... Tradición y esperanza se fusionan en una mágica pócima que consagra que nuestros anhelos e ilusiones son factibles.

Regresemos a nuestra fe infantil, a esa natural alegría de vivir, a la certidumbre de que juntos somos invencibles, generosos y capaces. Se enciende el fuego de la hospitalidad en los hogares y sentimos que estamos conectados, acogidos y reunidos. 

Hasta la funesta soledad, agudizada por la pandemia, se resquebraja en navidad. El espejo sonriente de los demás, en las calles, en las tiendas, nos ofrecen una versión amable y humana del mundo.  Nos inundan las mejores recuerdos de antaño, de los seres queridos que tuvimos la suerte de conocer y amar. 

Entonces se produce la magia, acaso el milagro, de la gratitud. Tan reconfortante, tan placentera, tan estimulante porque nos transporta al compromiso de devolución, de corresponder con nuestra vida, a mejorar el mundo en lo que podamos, con un gesto, con una palabra o, simplemente, con una sonrisa.

SOUS LE CIEL DE PARIS, Canción de Juliette Greco

París, Cinco de Octubre de dos mil veinte.

Gilles Bensimon no abrió su comercio de compraventa de oro esa mañana. Nunca le gustó, se sentía un usurero con la sencilla gente que desesperada llegaba allí, pero no fue capaz de enfrentarse a su padre cuando poco antes de fallecer le dijo que se hiciera cargo.

Llenó sus bolsillos con monedas del preciado metal de su colección, y salió a la calle.

Le acompañaría a Juliette en su último viaje.

Era cuestión de tiempo, hacía ya meses que lo esperaba; aun así, cuando recibió la noticia el fatídico día veintitrés del mes pasado, comenzó a morir con ella.

Bajo El Cielo de París camina hacia Saint Germain des Prés, lugar de las exequias.

El cielo no sonríe, tampoco la isla de Saint Louis, la pareja de enamorados está de luto,  como él.

Camina junto al Sena, sus vagabundos moradores observan como Gilles se acerca a ellos, y jubilosos recogen sus monedas.

Ha entrado al templo, sólo una vez fue su amante. Jóvenes locos que nunca más volvieron a encontrarse.

Ella le sonríe a la salida, mientras en el Arco Iris le escribe: “Je t’attendrai toujours”.

 Autoría: Alberto Ereña

El cuento de la criada: Lectura de fragmentos y coloquio

El cuento de la criada: Lectura de fragmentos y coloquio
Publicamos esta interesante Convocatoria de un Club de Lectura en Erandio.
Dirigido por Carmen Pardo de Lectura Expresiva.
El cuento de la criada: Lectura de fragmentos y coloquio.
El cuento de la criada (titulado en inglés The Handmaid's Tale), publicada en 1985, es una novela distópica y una de las obras más importantes de la escritora canadiense Margaret Atwood. En ella destaca la crítica social y el trato a la mujer, temas frecuentes en sus obras.

A tu lado

¡Muerte! te llamo y no vienes

te busco y no te encuentro

sigo caminando

muriendo

a cada paso.

 

¡Muerte! ¿dónde estás, pérfida?

no te escondas más

muero por morir

sin vivir

cada minuto.

 

¡Muerte! cómo ansío una salida

un final que no se anuncia

espero tu caricia

con malicia

cada segundo.

 

¡Muere! susurras a mi oído

estoy donde siempre estuve

a tu lado caminando

matando

cada instante.


Autoría: Argiñe Areitio.

Tradición

 

Sentado junto a la mesa del salón, observaba por el ventanal como el día gris peleaba sin éxito para salir adelante entre las nubes oscuras, que colonizaron el cielo hacía ya varios días.

La nieve caía despacio en grandes copos poblando la barandilla del balcón, haciendo equilibrios imposibles por quedarse asidos a ella en vez de precipitarse hasta el suelo, en donde serían mancillados con las pisadas de los transeúntes que en buen número dirigían sus pasos hacia los comercios cercanos. El Olentzero y los Reyes Magos ya habían anunciado en una entrevista conjunta en ETB que no había problemas para su llegada; se habían realizado ya las pruebas sanitarias pertinentes y todos eran negativos. Por supuesto, Mari Domingi y los pajes reales también se sometieron a ellas con el mismo resultado, e incluso dudaron si hacérselas a los animales. Puestos al habla con Osakidetza, les informaron que no era necesario, ya que el estado de alarma no afectaba a los animales, y menos a los suyos, que vivían aislados en la montaña y en cuadras reales en donde el virus no tenía acceso.

 Desde niño sentía estos días como algo especial. Su madre se afanaba para que la cena de Nochebuena estuviese a punto para las nueve, y para que en la misma no faltasen unas gambas custodiadas por unas quisquillas que a su padre le encantaban. Indispensables en la mesa, las finas rodajas de pan con foie gras, el paté o no existía o no llegaba a casa, con un par de anchoillas en la cumbre; delicioso. Varios entremeses más dejaban paso al cordero y la merluza en salsa; lo que sobraba para mañana. Y lo imprescindible, la compota; sin ella no había Fiestas. Bien cargada de peras acompañadas con orejones e higos pasos, con canela y uvas que nadaban en vino calentito, facilitando una digestión nocturna que se anunciaba dura después de la ingesta sin conocimiento de turrón.

 Meditaba cómo, tantos años después, el arraigo de las tradiciones seguía aferrado en su interior cual alma paralela e indisoluble con la original; lo más probable es que una haya modelado a la otra sin darnos siquiera cuenta del proceso y convivan en el mismo hueco que el corazón reserva para ellas.

No sabía si él lo habría logrado con los suyos; inculcarlas como con él hicieron poco a poco. Por otra parte dudaba si era bueno o no condicionar en cierta forma otra vida, pero ya no había remedio, su hijo y su hija eran ya mayores y no existía la posibilidad de resetearles. 

Se levantó despacio maldiciendo a su pierna dolorida hacia la puerta; el timbre sonaba con insistencia.

- “¿Qué tal aita? Me ha dicho ama que andabas cojo; seguro que es la humedad. Como no podrás poner el Belén éste año hemos venido Iker y yo a montarlo, dice que quiere ayudar a aitite”

- “Sí aitite, el nuestro ya le hemos hecho. Y los Reyes lejos del portal, como tú dices, porque todavía faltan días para que lleguen; cuando voy a dormir les muevo un poquito hacia adelante”.

 Autoría: Alberto Ereña

Un día como tantos otros

Me he levantado pronto, cuando el sol aún dormía. No he sido la única. Los pájaros se desperezaban tras la noche fría. Un revoloteo allí, unas cabriolas acá... Cantaban a pleno pulmón, gorjeos de felicidad que clamaban la llegada del sol. Había nubes remolonas en el cielo, enganchadas en las corrientes frías, como chimeneas naturales, que esperaban ansiosas la llegada de la luz. La atmósfera, recién duchada, estaba impoluta, cristalina, con una limpieza que solo los días previos de lluvia pueden imprimir. Era un escenario ideal, construido con la sabiduría que dan los milenios, la perfección de la sencillez repetida una y mil veces.

El sol sigue con profesionalidad el guión. Nada fuera de lo establecido. Unos rayos naranjas se desparraman sin mesura, como si nada estuviera calculado y fuera fortuito. Y son esos hilos de luz los que, convertidos en magos dispuestos a regalarnos todo un espectáculo, hacen brillar las gotas de rocío que permanecían escondidas en las sombras, bajo las hojas, entre los tallos, millones de lucecitas sin filamentos que lanzan guiños al nuevo día. Inspirador, sin duda, tanto que sin darme cuenta guardo la respiración pues temo romper la magia del momento. Un poema comienza a tomar forma en mi interior. 

...fue un brillo breve

un aleteo de luz

un quiebro sutil

inesperado

 

una gota perfecta

húmeda y lujuriosa

pura e inocente

temblorosa

 

se lamenta el verde

clama el añil

solloza el rocío

el alba suspira...

La hierba, los arbustos, los árboles... se convierten en un caleidoscopio muy vivo. Los brillos y tintineos de la luz reflejada en las diminutas gotas de humedad bailan, giran, enloquecen, estallan... También las sombras corren, huyen, más bien, a refugiarse en las esquinas olvidadas, en los rincones desechados, a cubierto de la fuerza castigadora del sol. Este ríe abiertamente, a carcajadas, mientras se eleva poderoso. Lo sé, es un nuevo día como tantos otros, pero, ¿acaso importa? Lo disfruto como si nunca hubiera sucedido.

¿cómo la noche

esboza esta luz

poblada de sombras,

y fulgores quebrados?

 

¿cómo el silencio

perfila sonidos?

¿cómo el negro

se inflama de luz ?

 

bien de mañana

la vida retorna,

huye la noche,

que muere acosada...

  Y son esos versos los que despiertan mi alma adormecida. Me doy cuenta de que, en realidad, estoy contemplando un campo de batalla, una lucha diaria, silenciosa y funesta en la que luces y sombras guerrean cuerpo a cuerpo. Aunque conviven, nunca comparten en igualdad de condiciones. La noche es el imperio de la oscuridad y la luz solo aparece como brillo celestial, tenue y etérea, casi artificial. Y el día, su contrario, es el reino de la luz, mientras la negrura, relegada, permanece escondida, diezmada y derrotada. Pero no son enemigos, sino complementos. No podríamos entender la una sin la otra. Cambia mi mirada y suspiro. No, no es un día como tantos otros. Este día que nace es el único vivo. El ayer murió y fue distinto, el mañana está por venir y no será lo mismo.

  Autoría: Argiñe Areitio.

En su casa le esperaban

Microcuento del día: En su casa le esperaban
Era el vecino que más madrugaba.
No sabíamos en qué trabajaba.
Muy pobre para nuestra barriada.

Levantaba nuestra desconfianza.
Pero algo había que no concordaba.
Cada tarde, sus hijos le esperaban.

Mirando la calle, horas pasaban.
Sus caras pegadas a las ventanas.
No es malo alguien,... a quien tanto amaban.

AutoríaMikel Agirregabiria.

Canción de cuna


He vuelto a la habitación del antes.
Antes que la cómoda cambiase sus hechuras,
antes que la silla se despojara del asiento
dejando invertebrada su anatomía.
He vuelto para reconocer sus líneas.
En la penuria del recuerdo, un juguete roto, me mira.
Ya es solo un objeto más, sin la ilusión que prendía,
en el suave aliento que le daba vida.
Inerte muestra una desbrida palidez,
apoyándose en el lánguido adiós que es el olvido.
Ya no recuerdo la emoción que me unía
a esta habitación y sus objetos.
Como una turbia y marchita lucidez ya despojada
de todo lo que fue mío y ahora desdeño,
va formándose un nuevo recuerdo.
El recuerdo del tiempo que nunca cicatriza;
mientras una canción de cuna flota entre las paredes,
meciendo el ansia de mi niñez adulta.

El lenguaje de los ojos

La cola para entrar en la pastelería daba la vuelta a la esquina. Había un metro y medio entre cada persona, el rostro casi oculto tras la mascarilla, las miradas atrapadas en la pantalla del teléfono. Era toda una declaración de intenciones en estos tiempos en los que el individualismo copaba protagonismo y ganaba puntos. El maldito virus no hacía sino potenciarlo.

Ander no pudo evitar un suspiro largo y profundo. Delante de él una chica joven y muy menuda se afanaba en escribir a toda velocidad en la pantalla del móvil. Él no acababa de entender aquellas relaciones sin voces ni miradas, solo textos, palabras nunca dichas que escapaban por las yemas de los dedos como el agua de un manantial corre sin pararse a mirar las rocas que pule o las plantas que ahoga. 

Aquel virus maldito había agudizado los males de la sociedad. Iba más allá de la fiebre y los dolores musculares. El dichoso virus había infectado las relaciones había desterrado las sonrisas, las facciones, la cercanía de los abrazos, el calor de los besos.

Solo quedaban los ojos, las ventanas del alma.  Él había aprendido a deletrear lo que las pupilas le decían, las formas de mirar, las maneras de reír, como las cejas le contaban lo que la voz, mutilada en matices por la mascarilla, escondía entre las comas, vocales y consonantes.

Con su trozo de turrón entre manos y las compras del súper, Ander caminaba cabizbajo hacia su casa. Había estado tentado de olvidar que era 24 de diciembre, a punto de dejar que pasara de largo la Navidad de aquel 2020. Iba a estar solo. Había enviudado hacía un par de años y sus hijos, Maider y Xabier, habían construido sus vidas lejos del nido. No podrían estar con él. El terrible virus se había empeñado en destrozar las pocas cosas que aún le aportaban la ilusión suficiente para seguir adelante. La Navidad era el momento de los reencuentros, de ver a sus hijos y a sus nietos.

Habían quedado, sí, vía Skype, claro, nos veremos las caras, aita, le habían dicho, brindaremos juntos y pronto podremos volver a los abrazos, ya verás... Sí, había dicho él, claro, no importa, otro año será, se atrevió a decir con una sonrisa melancólica instalada en su rostro...

La cita era a las 21:00 h, antes de sentarse a cenar, como si estuviéramos todos juntos, le habían dicho.  Al  menos se verían la cara sin mascarillas, con sonrisas y besos catódicos. Preparó la mesa, colocó la cena frugal, más por mostrar a sus hijos que todo iba bien que por otra cosa. Lo más probable fuese que no cenará. Y se sintió ridículo sentado allí frente al plato con langostinos mientras esperaba que el ordenador, su único acompañante, se dignara a abrir una pequeña ventana en la que disfrutar de su familia. Pero a pesar de que era la hora estipulada no apareció ninguna invitación a unirse a la llamada.

Curiosamente, en ese momento sonó el timbre de la puerta. Durante unos segundos, desconcertado, permaneció sentado, se negó a abandonar su ventana. El timbre sonó de nuevo y el ordenador permaneció mudo, como si le diera permiso para ocuparse de aquella inesperada intromisión.

Se puso la maldita mascarilla y fue rápido hasta la puerta y de manera brusca, casi enfadado, abrió la puerta, a punto de mandar al carajo a quien quiera que estuviera en el rellano. Las cejas no pudieron evitar expresarse, los ojos se empeñaron en empañarse y, por una vez, aquel trapo sobre la boca hizo algo bueno: tapó su gesto de desconcierto y retuvo las palabras balbuceantes que, de lo contrario, se hubieran caído sin remedio.

Allí estaban todos. Maider y Kepa, Xabier y Mirentxu, los chiquillos, Lier, Naiara, Unax y Ohian. Todos con su mascarilla puesta.

- Gabon, aita. ¡Al final hemos podido venir! He conseguido que... –comenzó a parlotear Xabier, a explicar sin necesidad. No escuchó nada más, no le importaba qué era lo que habían tenido que hacer para estar allí. Lo único que le importaba era que, a pesar de que no veía sus rostros, podía ver sus sonrisas enormes, anchas y francas. Estaban dibujadas en las arrugas de la frente, alrededor de los ojos, en el entrecejo, en las cejas, y en las pupilas alegres y saltarinas. Menos mal, se dijo, que he aprendido el lenguaje de los ojos. No quiso perderse ni una sola palabra de lo que le decían.

  Autoría: Argiñe Areitio.

Tarde

Querido amigo. Te escribo tarde. Quise enviar esta carta tantas veces. Parece hoy distinto el acto de coger la pluma, que pienso yo que así la llaman porque hace volar las letras, aunque nos engañen con la prosaica historia de gansos y patos.

Te escribo tarde por abandono, tan fácil es ponerte algún mensaje corto, con cualquier emoticono que para nada expresa un pensamiento único, como estas líneas lo expresan, aunque te escriba tarde.

Te he seguido, durante estos años. Agazapada en la red que construimos para aislarnos, sin saber que el destino nos deparaba la ausencia de encuentros; tanto ahora deseados, como ayer resueltos en un solo clic, camino hacia el éter. ¿Nos alejamos por eso? Simplificamos el mensaje y yo no pude decirte que ese día los zapatos me apretaban tanto, que tuve que parar en el banco. Aquel donde gastábamos nuestra bolsa de pipas. Discutiendo si de vaqueros o de romanos, porque las películas de amor no nos gustaban. Y que a pesar del dolor de mis pasos, encontré consuelo recordando ¡Cómo voy a decirte eso y que lo lea un tal Ramón! o Luis, o Genoveva que me has dicho que te sigue. Aún me asombra que eso no te asuste. Cientos de amigos. No se puede competir con eso. Así que te envío de vez en cuando un “me gusta”. Pero no. No soy sincera. Yo no hubiera elegido ese día las compras por Harrods o Liberty que supongo a estas alturas filiales de Amazon. Yo hubiera vuelto contigo al museo, un lunes cualquiera, a copiar ese azul de Zubiaurre en la retina y salir después con los ojos teñidos de añil hacia el sendero del parque que lleva al estanque ¿Te acuerdas? Hoy el museo está cerrado; aunque ya dijiste por la red, que lo habían solucionado creando una visita guiada, haciendo así más cómodo y accesible el arte. Cientos de me gusta lo corroboraron. Y me hice más pequeña y no quise replicaros. ¡Sois tantos! Pero como explicar lo inabarcable a quien cree que puede contenerse todo en unas pocas pulgadas. Ahora ya, obligados, añoramos los espacios que aprendimos a rehuir. Y nos parece todo una aventura. La esquina de aquella terraza. La acera menos concurrida, el sendero más alejado. La cola del estanco como yonkis legales, la del ambulatorio como ilegales, mendigando salud a gente de mirada huidiza, que ya nos da por perdidos.

Pero todo esto te lo escribo tarde, cuando ya nada importa que coche nuevo estrenes, ni importen los anuncios, los carteles, las leyes, los discursos, los métodos, los modos, los abusos. He subido hasta la iglesia en honor a ti y las velas temblaban presas del metacrilato, junto a otras; en espera del aviso que a través de una ranura, las despierte del letargo. Ni una sola oración en los carteles, solo un mensaje “no se admiten monedas menores de un euro” y una dirección de correo para cualquier gestión.

No pude poner nombre a la ofrenda. Todos somos ahora anónimos, quizás porque nos escribimos tarde y olvidamos quien éramos. Olvidamos reconocernos en el otro, ávidos de ser nosotros mismos por encima de cualquiera.

Sigo escribiendo. Tal vez un poco tarde. Me acostumbré a ser breve. La poesía breve, apenas unas líneas que contengan palabras convulsas, cóncavas, cónicas, desconocidas. El relato breve, para no cansar a los lectores ansiosos de saltar a otra cosa. Los cuentos breves. Con moralejas simples, de Perogrullo, no vaya a ser que crees polémica. La canción como un slogan “solo el estribillo, por favor, que lo demás no se me queda “

Ahora tenemos tiempo, aunque aún no nos hemos hecho a la idea y lo malgastamos intentando que nos devuelvan a la vorágine, rogando que nos permitan perderlo en prisas y urgencias impostadas, para seguir sintiendo que pertenecemos al grupo.

Hay quien rencoroso, culpa. ¿A quién? Ni él lo sabe, pero alguien ha de ser culpable. Y se retuerce en la red, envenenando el mensaje.  Esa red que construimos y ha logrado, amado y perdido amigo, que hoy te escriba tan tarde.

Autoría: Purificación Mínguez.

Querido 2020

 Mi querido Dos mil veinte:

  Me veo en la necesidad de escribirte esta carta, estás cabizbajo y deprimido; te entiendo muy bien, no es para menos. Sabes que tu destino es el  “Cementerio de los años malditos”, y por muy buen abogado que encuentres no conseguirá sacarte de ahí. Y si lo hiciera, habrá pasado ya tanto tiempo que tu redención de pena no interesará a nadie.

  Yo, sin embargo, quiero darte las gracias. Sí, ya se que me estoy exponiendo demasiado y que habrá mucha gente que no entenderá mi postura, porque méritos has hecho más que suficientes para ganarte el rencor eterno. Tienes razón cuando me dices que ha habido años muchísimo peores que tú, pero el ser humano olvida muy pronto; tiene esa combinación suerte y desgracia a la vez. Ahora descarga su odio sobre ti, y lo pasado se perdió en las brumas de la historia; somos así.

   Sentí tu comienzo como el joven alocado y errático. Quién no lo estaría con ese nombre redondo, final de década, tantas ilusiones que se crearon contigo. Quizás por ello te sintieras superior y cómodo en tu Olimpo, sin nadie que te avisara del desastre en ciernes.

    Lo esperable es que habrías acabado hundido en una depresión sin retorno, cuando la realidad te hizo consciente de lo que irremisiblemente sería ya tu vida, pero no fue así. Cual Zeus, decidiste enfrentarte a los nubarrones, hacerlos jirones y dejar paso a rayos de luz. Y vaya si lo lograste.

   Has conseguido que la humanidad se mire en el espejo para recordarle su fragilidad; que vea como un  microscópico bicho ha sido capaz de amedrentarla y paralizarla por completo. El hombre es vulnerable y efímero; esta lección se nos repite periódicamente pero hacía décadas que no la habíamos repasado.

    En esta sociedad repleta de personajes vacíos, hemos encontrado a los héroes de verdad. A todos los médicos y enfermeros, a todas las responsables de atendernos poniendo en riesgo su vida y entregándola en ocasiones. Aquellos que dejaron a sus familias a un lado por miedo, y se enfrentaron  solos a un enemigo desconocido; a ellas, sin equipos de protección sustrayendo las gafas de buceo a su atónito hijo. A esa gente, que con mucho miedo y más valor se pusieron de cara e hicieron que supermercados, bancos, administración… dieran una imagen de casi normalidad para cubrir nuestras necesidades; sintiéndose como apestados en muchas ocasiones al entrar en el portal de su vivienda.

   Nos has enfrentado a la realidad, nos has tapado el ombligo a los que presumíamos de una sanidad modélica; desbordada, ha exhibido pudorosa sus muchas carencias en cuanto se ha sentido tensionada. La oportunidad de mejora que se presenta es inmensa.

   El dolor por lo ocurrido en las residencias de mayores ha sido el mayor sopapo; nos lo has arrojado a la cara para nuestra vergüenza, nos recuerdas que esa senda que ellos recorrieron y nosotros diseñamos no ha variado, y espera ansiosa más caminantes.

   Descubrimos que las relaciones con los demás, ahora que casi no existen, son parte de nosotros y las necesitamos como el aire. Hace poco no las valorábamos y ahora suspiramos por ellas.

    Nuestros dirigentes políticos mundiales, la mayoría un desastre; lo intuíamos y está confirmado. Sólo palabra hueca y postureo; como único objetivo una reelección que asegure su porvenir. Nos hablan como a niños y nos tratan como tal. A las ocho salimos a aplaudir, que no haya imágenes duras por la tele, no vaya a ser que les de por pensar cómo hemos llegado a ésta situación. Antaño, toros y fútbol.

    Tecnológicamente ha sido increíble lo que hemos conseguido. Los avances científicos y médicos, han dado en unos meses pasos que no se hubieran andado en una década. ¡Ojalá sirvan para reconciliarnos con nosotros mismos!.

    Mucho más podría añadir, es cierto, pero me extendería demasiado. Quizá más adelante, cuando ya te hayas ido, te escriba otra vez.

 De nuevo darte las gracias dos mil veinte, te deseo un final tranquilo por el bien de todos. Esperamos que las buenas expectativas que trae tu hermano se cumplan.

   Descansa en paz y con la cabeza alta.

Autoría: Alberto Ereña

Amanecer en Getxo

 

Getxo, 08:15 h

La silueta de los montes se dibuja con absoluta nitidez. Las sombras de la noche se pasean aún a sus pies, negras herederas de lo que fue, moribundas ante la acuciante llegada del sol. Este, perezoso, se resiste a asomar sobre las cimas pero desparrama su luz por el cielo.

Las nubes, cargadas de curiosidad, esperan impacientes el nacimiento del nuevo día y sirven de pantalla a los rayos solares. Así, atrapan los primeros amarillos, suaves y delicados que pronto adquieren un dorado meloso. No queda ahí la cosa.

Ahora gana en intensidad para dar paso, en apenas dos segundos, a un naranja amelocotonado que, sin dar tregua, sube el órdago hasta travestirse en un naranja tan intenso que duele. Las nubes no saben cómo gestionar tanto derroche. Acaloradas, o tal vez rojas de ira, inician una retirada tenue, un mutis por el foro con estilo. Es el momento.

El sol emerge, ahora sí, raudo y vigoroso. La luz corre sin aliento y las sombras huyen a los confines.

Luces y tinieblas

principio y fin

nacimiento y muerte.

  Autoría: Argiñe Areitio.

Naturaleza y humanidad

Contrastes en Dubai. Foto de Aitor Agirregabiria
Imagen de Dubái (Emiratos Árabes Unidos) por Aitor Agirregabiria.

La imagen contiene esa belleza de claroscuro entre naturaleza y humanidad. Gigantesca obra humana difuminada al fondo, entre nubes de arena y polvo. Cuidado camello de carreras de la tradición beduina al frente, observando impávido el horizonte que se supone a su frente.

Contraste de vida natural, simplificada en un entorno desértico, y de vida futurística en el skyline diurno de rascacielos en la ciudad con mayor crecimiento del mundo. Todo un exponente compendiado del alcance de la vida en sus formas naturales y en sus modos de arquitectura desarrollista.  

Transmite una inquietante paz de aparente sosiego, al tiempo que una velada sospecha de que algo no resistirá el paso del tiempo, implacable con todo aquello que no sea intrínsecamente sostenible.

Autoría: Mikel Agirregabiria.

Belinda

Rafael se despertó cuando una suave brisa le acarició los parpados. Se deslizó de entre los barrotes que delimitaban su sueño para contemplar nuevamente la mañana. Le gustaba ese juego de luz que avanzaba persiguiéndole hasta inundar la habitación. En ocasiones esperaba despierto calculando su llegada, a veces desesperantemente lenta. Y otras como repentina, en forma de explosión que desvanecía las sombras, esas que le hacían temblar de miedo por la noche. Había dejado hace tiempo de buscar ese exterior  interruptor. Estaba seguro que existía, o quizás fuera un mando a distancia que le estaba vedado, como el del televisor del salón. Era muy posible que Belinda lo guardara en el mandil que siempre llevaba puesto y del que salían los más raros artilugios que imaginarse pueda un niño de apenas dos años. Volvió la vista hacia el ventanal admirándose de la quietud del día. Hoy las hojas de los arboles apenas se mueven- pensó- lo que le hizo recordar, la imagen que su padre tenía en esa especie de caja mágica, que desprendía una dura luz azul sobre las caras cuando se apoyaba en sus rodillas por las noches. Rafael, meditaba en cómo decirle que él veía esa misma imagen mucho más grande a través de la ventana, llegando incluso a percibir el movimiento de las hojas y el ruido que hacían al frotarse entre ellas, llamándose para jugar y reír, en ese idioma que tienen los árboles, y que a él le parecía, tan difícil como el que Belinda le estaba enseñando desde hacía ya un tiempo.

Sopesó reflexivo el peso del pañal, calculando si podría moverse en equilibrio sobre los dos pies, o si sería menos fatigoso arrastrar el mojado accesorio adherido al final de su espalda. Optó por  la antigua técnica, más cómoda, de apoyar las manos en el suelo. Nunca le había fallado a la hora de atravesar grandes distancias, aunque también era cierto que esta técnica empezaba a estar en desuso, por ser poco productiva. Le vino a la mente, con gran pesar, la imagen de una Belinda obligándole a miles de equilibrios, explicándole muy despacio, que si alguna vez pudiera sujetarse sobre las dos piernas, lograría con las manos alcanzar la galleta que ella sostenía, por cierto, cada vez más lejos. Y que le obligaba a dar unos vacilantes pasos, con el consiguiente peligro. No pocas veces había dado ya con los huesos en el suelo, sin que Belinda ni siquiera pestañease, quitándole importancia al trompazo y posterior llorera.

Por el pasillo, en su avance, se asomó por la puerta entreabierta al oír la voz de su madre. Hablaba al aire, como siempre. Rafael ya estaba cansado de buscar por toda la habitación a esa amiga de mamá. Al final había llegado a la conclusión que hay personas que no existen y que simplemente su madre imagina, hasta el punto de hablar con ellas horas y horas. A él siempre le dicen que es muy tonto por jugar con su peluche ¡Lo que hay que oír! ¡Ellos le hablan a un trozo de plástico y se creen muy listos!

-¡Rafael! ¿Cómo has bajado de la cuna?

La voz de su madre saltó de la alarma a la queja, volviendo al dialogo con la interlocutora de turno.

-¡Qué te voy a contar de nuevo que no sepas, chica! Su padre está harto. Este chiquillo no para con los enchufes. No soporta nada encendido. El otro día le reseteó a  Marta  el Iphone XI y la semana pasada le formateó el disco del portátil de bolsillo. Viene una generación preparadísima

- No te enredes en mis pies, Rafa, me harás caer. ¡Este niño!- continuó-  No hacemos carrera con él.

Un peluche voló por los aires y el niño lo recogió con algo de desgana. Sospechaba hacía tiempo que simplemente era un espía traidor. Algo en el  interior del afelpado animal avisaba a Belinda de su localización, cuando salía a explorar, los dominios duramente conquistados de la casa. También era cierto- recordó Rafael- que en ocasiones había evitado la tragedia, cuando La Diligente Celadora aparecía justo un momento antes de la caída, del tropiezo. O simplemente le alejaba de los rincones oscuros, que aún no había colonizado. Altamente peligrosos, dada la ligereza de Belinda en aparecer, para acogerle entre sus brazos.

Ya casi podía ver la rendija semi abierta de la cocina. Un dulce olor a galletas, inconfundible, le animó a atravesar la peligrosa distancia que implicaba aventurarse a pasar por delante de la puerta de Marta La que oficialmente, si había un público receptivo, se presentaba como su amantísima hermana, no era otra cosa que un invento infernal, carente – se lamentó Rafael- de interruptor. Intentaban evitarse por todos los medios, con escaso éxito por ambas partes (Rafael a esas alturas sospechaba  que la antipatía era mutua) Hoy todo parecía tranquilo en los aledaños al Reino de la Santísima Queja como había decidido llamar a ese tramo de la casa. Resultó un espejismo.

-¡Mamá!- clamó Marta- El pigmeo se ha salido otra vez de la cama. ¡Yo no puedo hacerme cargo siempre de él!

Cómo si eso alguna vez hubiera ocurrido- pensó el niño-

-No encuentro desde ayer el mando de la Play- continúo Marta con adolescente furia-¡Seguro que lo ha escondido vete a saber dónde! Qué ganas tengo que se haga mayor, se vaya a la universidad y nos deje tranquilos- repitió en rabiosa letanía - dando vueltas al colchón en busca del aparato

Rafael no se achicó ante la profecía, que en cierto modo también deseaba. Con toda la capacidad de un mimo entrenado la hizo ver, con el anular levantado, lo mucho que apreciaba su comentario, Ella pareció no entender el mensaje. O quizás sí, porque depositó una rosquilla, con gran puntería y una inquietante sonrisa de esfinge, en la base del pequeño dedo infantil. Acompañada de un susurrante  Ya nos veremos las caras, monstruito que no auguraba nada bueno.

Salió a toda prisa de la zona de peligro, rumiando rosquilla y ofensa a partes iguales. En su mente se empezó a fraguar una venganza que incluía las palabras Play, Iphone, Portátil y horarios de recogida de basura. Agrupadas todas en un único pensamiento.

Cuando llegó al soñado destino Belinda (que parecía tener ojos en la nuca) se giró Se había pintado la cara con figuras de chocolate, que incluían un reno y un gnomo con el gorro de color de las fresas que tanto le gustaban Ella era además la única capaz de sujetar con el labio superior a modo de bigote azucarado ese churro rubio y crujiente. Tan caliente, que se podía aún ver una pequeña voluta de humo, debajo de la nariz.

Hizo un puchero Era la manera habitual - ella lo sabía- de darle los buenos días. Belinda contestó a su vez como siempre. Cantando, con la más dulce voz, su canción preferida, mientras le hacía girar en el aire, tan alto como el columpio del jardín.

No lo muevas tanto Belinda- dijo la madre, asomada a la puerta con ojos temerosos-Se mareará.

Con tanta risa le saldrá hipo – replicó el padre, a punto de salir por la puerta al trabajo-

Marta, callada por primera vez en su vida, solo mostraba una pequeña humedad en la mirada, quizás recordando su infancia, no tan lejana, con la misma melodía.

Sonaron los móviles.

-¿Es el tuyo?- preguntó el padre-

- No, tonto, es el tuyo- aclaró la madre

- Quizás sea el mío- concluyó marta- saliendo escopetada hacia su cuarto

Un segundo después Belinda, con un gesto, apagó el dispositivo multillamada que ocultaba hábilmente en el mandil

-Por fin solos Rafael- dijo Belinda-

Dos burbujitas en forma de si se dibujaron en la boca del niño, que admirado, creyó entrever un pequeño parpadeo imposible en la cara de su cuidadora. Rafael, sintiendo el habitual escalofrío que siempre le  recorría la espalda, la estampo un beso húmedo en la acerada mejilla; lamentándose de nuevo para sí.

“Qué lástima que Belinda  sea enteramente de metal”

Autoría: Purificación Mínguez.

El pétalo soñado


 Ella solo fue en un mundo deshojado,

ese pétalo de rosa, que perfecto,

por negarse a ser raíz voló hasta el tallo,

equivocando con la tierra el cielo.

Prisionera que fue flor, por el aire detenida,

sobrevolando el jardín de los pecados,

decidió no rendirse al brote amargo,

a la espina feroz de una condena.

Dibujando en el aire mariposas;

puro y virgen pétalo levitando

sobre el manto inocente de la hierba.

Sucumbiendo al calor de un triste mayo,

lejos, de la cruel flor, que la hizo ajena.

Fue expulsada del paraíso perfumado,

por negarse, ante la fría losa de la piedra,

a mezclar su color, con el color de la tierra.

Pobre pétalo de rosa perfumado.

Para mí siempre serás la flor etérea,

que se posa en el tallo de mi vida,

y se queda, prendida por la espina,

doliente y eterna.


Autoría: Purificación Mínguez.