Érase una vez...
Las manos de la amama se mueven animadas por la destreza que les aporta la experiencia. Un poco de harina aquí, unos gramos de azúcar allá, un chorro de leche y, por supuesto, chocolate. Remueve los ingredientes bajo la atenta mirada de la chiquilla de apenas cuatro años que, de pronto, extiende una de sus manitas y la mira con detenimiento mientras inclina la cabeza a un lado.
–¡Qué manos tan grandes tienes, amama! –le dice con su
pequeña mano aún extendida. La mujer no ceja en sus labores, continúa
removiendo en el bol, y le contesta con una sonrisa.
–Son para amasar los pasteles y bizcochos que tanto te gustan. Si fueran unas manos pequeñitas como las tuyas no podría hacerlo...
La chiquilla levanta la ceja izquierda y, durante unos segundos, valora sus palabras y asiente suavemente. Apoya la cara entre sus manos mientras los dedos tamborilean en sus mejillas encarnadas. La mirada se centra ahora en el rostro de su amama, concentrada en la labor pastelera. Tan concentrada está que ni parpadea y permanece con los ojos muy abiertos. La chiquilla frunce el ceño.
–¡Qué ojos más grandes tienes, amama! –suelta ahora sin
pensarlo demasiado, como si fuera la primera vez que se fija en ellos. Tampoco
en esta ocasión ceja en su labor y continúa moviendo la espátula, ¡zis zas!,
con total seguridad.
–Los necesito para ver bien lo que hago y no equivocarme. Si fueran pequeños tal vez me equivocaría al medir la levadura, y entonces el bizcocho no tendría un corazón esponjoso...
La chiquilla aprieta los labios durante unos segundos y luego sus ojos se iluminan. ¡Claro!, parece pensar, no podría ser de otra manera...
La mezcla está casi a punto, exhibe un color oscuro uniforme, absolutamente apetitosa incluso sin pasar por el horno. Realiza un último movimiento envolvente, con tanto brío que el chocolate se desborda. La chiquilla chilla feliz y recoge con su dedito ese goterón que había comenzado a rodar sin permiso. Termina en su boca, claro está, donde es aderezado con un lento suspiro. La amama también ríe e, igualmente, chupetea su dedo, ese en el que ha recogido otra gota de chocolate.
–¡Vaya! –le dice la chiquilla realmente asombrada– ¡Qué boca tan grande tienes, amama!
La mujer saca el dedo de su boca, se relame sin prisas los
labios mientras las comisuras se alzan impulsadas por vete a saber qué extraños
y antiguos pensamientos, y la ensoñación se asienta en sus pupilas. Son apenas
un par de segundos, los que tarda en posar la mirada sobre el abrigo rojo que
reposa en la silla, allí donde lo ha dejado al
llegar a la casa.
– Verás, necesito una boca grande, grande... ¡para comerte! –le
dice con voz grave mientras se abalanza sobre la niña. Esta se asusta en un
primer momento, pero después se deshace en risas y chillidos e intenta
escabullirse sin éxito cuando las grandes manos de la amama le hacen cosquillas.
Los grandes ojos de esta lloran de felicidad.
Autoría: Argiñe Areitio.
Lo has hecho tan vívido y tan real que te sientes en la cocina del caserío una tarde lluviosa; sentado en un taburete viendo la escena de amama y la nieta.
ResponderEliminarDisfrutando de esa conexión entre ambas que la pequeña guardará para siempre en su recuerdo.
La grandeza de la vida cotidiana cuando ese inconmensurable amor entre nieta y abuela lo conmueve todo,... ¡Gracias, Argiñe, por leer entre líneas una escena que acontece cada día, en tantos millones de hogares, en cualquier rincón del mundo,... y que tú nos lo focalizas!
ResponderEliminarMe ha encantado esta nueva versión del antiguo cuento. Felicidades.
ResponderEliminarEskerrik asko!! ¡Gracias a todos! Ha sido un placer preparar este pastel de chocolate, me alegra que lo hayáis degustado y saboreado.
ResponderEliminarSi que lo hemos degustado Argiñe, me encanta la vida cotidiana en tus palabras.
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