El árbol de los vientos

El viento corría furioso, como su propia naturaleza le obliga a hacer. Bramaba, silbaba, alborotaba, alteraba, empujaba, soplaba con la bravura que solo las corrientes calientes son capaces de moldear al conjugarse con las frías. Era como si el aire se encontrase en un estado de agitación, de euforia sin un ápice de contención.

Era por ello, a lo mejor, que el cielo se había vestido de un rojo vivo, falso y artificial. Las nubes, impelidas por aquel viento de fuerza desmedida, se empeñaban en ganar reflejos, acaparar rayos de sol y colores encendidos. Se reflejaban en el mar, oscuro y casi tenebroso, rizado con millones de caracoles de salitre que salían despedidos hacia las alturas en cada ola, imponentes, pausadas pero al mismo tiempo terribles.

La hierba que tapizaba el borde del acantilado se agitaba sacudida sin misericordia. Aquel aire terrible parecía dispuesto a arrancar cada brizna, pero el verde se resistía y bailaba alocado, conmocionado ante los embates. Volaban las hojas de los arbustos, las florecillas indefensas, las ramas arrancadas sin miramientos...

Rugía el viento, siseaba el mar embravecido, susurraba en voz alta la hierba. Mas aquel árbol, un tamarindo solitario, permanecía inalterado. Asistía al espectáculo impertérrito, como si el escenario fuera otro, como si la furia de Eolo no fuese con él. Hacía años, décadas, que había aprendido a capear el temporal. Desde que era apenas un brote decidió que lo mejor sería no luchar, decirle al viento que, de acuerdo, se doblegaría ante su poder. Y así, su tronco había perdido la verticalidad, se había inclinado y hecho gala de una flexibilidad extrema. Tanto era así, que su cabellera verde y rizada casi se apoyaba en el suelo, sus ramas parecían tallos rastreros a punto de enraizar, su figura desmadejada parecía envalentonar al viento.

Pero, en contra de lo que pudiera parecer, lejos de lo que el forzudo aire quisiera pensar, aquel árbol no se había doblegado. Nada más lejos de la realidad. Supo desde un principio que la única forma de resistir era aquella, que tenía que amoldarse al lugar elegido por su semilla, que el único camino hacia la supervivencia pasaba por la acomodación. Y así lo había hecho.

Ahora, inamovible y bien plantado, amaba los días ventosos que daban sentido a su figura retorcida y torturada, disfrutaba de aquellos días porque el viento nada podía contra él, porque sabía que había triunfado. 

Autoría: Argiñe Areitio.

Estudio Escarlata (Entrevista)

 

La cita era en el Old Wind, el único alojamiento en la ciudad que no tenía nombre de cadena hostelera.

El día, diáfano y tórrido no animaba al paseo. Preferí acudir a la entrevista en taxi. Quería comenzar por todo lo alto, tal y como el personaje merecía.

Varios mensajes-advertí al coger el móvil- parpadeaban con urgencia. Todos de Juan.

“Lucía, pasaré a recoger mis cosas esta tarde.

Desearía no coincidir contigo.

Espero no te moleste.

Envíame un mensaje con la hora que mejor te convenga”

Ya no tenía lágrimas. Recogí temblando de ira mis apuntes con las preguntas preparadas. Hoy tendría que hacer más especial aún la jornada. Solamente eso me salvaría del torbellino que empezaba a formarse en mi cabeza.

El lugar elegido para el encuentro, impregnado de historia, era coqueto y con cierta estructura colonial. En la entrada esperaba el equipo técnico, introduciendo en la escena de tintes virreinales un contraste imprevisto. Esperaba que tanto cúmulo de trastos no interfirieran en el ánimo de mi entrevistada, mujer que yo imaginaba de mundo, gracias a las referencias que me habían llegado a través de un amplio dosier.

Me adentré por el pasillo hasta el salón corrido de gigantescos ventanales, que retrataban un idílico paisaje. Las ciudades -pensé- tienen estos pequeños tesoros guardados en su interior. Aspiré el perfume del magnífico jardín mientras avanzaba al encuentro.

Ella estaba sentada en el único diván orientado al sur, poniendo una fuerte nota de color sobre la blanca y acristalada galería. Hojeaba lánguidamente lo que me pareció el último ejemplar del Vanity Fair, con cierto mohín de desdén dibujado en la boca. Las largas pestañas, en forma de espeso abanico, sombreaban el rostro. Yo estaba advertida del efecto que su mirada provocaba, pero aún así el impacto fue brutal cuando levantó la mirada. 

— ¿Scarlett O’Hara?

La pregunta flotó en el aire, cargándolo de sin sentidos.

— Sí-contestó con aterciopelada voz- Una burlona sonrisa acompañó el gesto de cabeza, girándose en ambas direcciones. Buscando, con cierta irónica intriga, otra imaginaria Scarlett en la desierta sala.

— Empezamos mal-pensé-

—Soy Lucía Puntadora, del  Magazine El Eco Rumoroso. Siento el retaso.

— Encantada  ¡Pero no se disculpe querida! -dijo con marcado acento sureño-

—Me he permitido mientras la esperaba pedir unas bebidas- continuó- Hoy el día parece un poco asfixiante

— Estupendo – Acerté a decir, mientras colocaba en el filo de mesa mis enseres de escritura.

 

El camarero llegó, depositando en la mesa una jarra blanca, que parecía inmaculada; excepto por el pequeño desconchado que mostraba en el asa.

Scarlett tocó la mácula con sus pequeños dedos, y en su mirada creí intuir algo de nostalgia mientras vertía la helada limonada sobre los vasos nacarados.

—Ya estamos listas querida- dijo- Podemos comenzar cuando desee.

 Lucía

 — ¿Qué cree que aporta el retrato de una mujer como usted a la literatura?

 Scarlett

 — No quisiera ser desconsiderada, querida, pero creo haber dejado claro a lo largo de la novela, por cierto suficientemente extensa, todos los avatares de mi vida. Me resulta muy pesado volver una y otra vez sobre lo obvio. Es agotador.

 Cuarenta folios de preguntas se desprendieron de sus alfileres, dejándome totalmente fuera de juego.

 Lucía

 — Entiendo que este harta- medié- pero nuestras lectoras están deseosas de conocer como su personaje ha conseguido sobrevivir a tantos cambios desde que fue creado.

 Scarlett

 —Le propongo entonces comenzar de nuevo, querida Tejedora…..

 Lucía

 —Puntadora – acoté-

 Scarlett

 —Si, apunte….apunte.

  ¡Vamos allá!- pensé resignada- comenzaremos de nuevo.

 Lucía

  —Diré como introducción que es usted uno de los referentes literarios más famosos de la literatura del siglo pasado. Si lo desea, puede explicar  más detenidamente a nuestras lectoras como la historia recorre, a través de su personaje, toda una época. Después podríamos entrar en cuanto ha variado en el transcurrir del tiempo.

 Scarlett

 —Los personajes fuertes, como lo es el mío, apenas suelen variar. Varían las circunstancias, qué duda cabe, los escenarios, los usos, modos y costumbres; pero mantienen siempre el mismo “tempo”, el mismo pulso vital y eterno. Mucho más, me atrevo a añadir, si el personaje es femenino y está perfilado con un carácter tan definido como el mío.

 Lucía

 —Se atribuye usted entonces cierta fama de mito.

 Scarlett

 — Como no, querida Contadora

 Lucía

 — Puntadora -rectifiqué de nuevo- Aunque puede usted llamarme Lucía de ahora en adelante. Será más fácil.

 Suena a ruego -pensé- ¡Siempre suena a ruego!

 Scarlett

 —Discúlpame Lucía. También tú puedes tutearme. Si lo prefieres continuaré -prosiguió ajena a mis cuitas-. Dibujaré algunos pequeños retazos de mi historia, con idea de poner en contexto a quien no la haya leído, como fue mi vida durante esa etapa.

 Lucía

 —Me parece un buen inicio. Será muy interesante para mis lectoras.

 Scarlett

 —Fui escrita para retratar una época, como bien has dicho. Con todos los estereotipos girando a mí alrededor, supe esquivar con esas mismas armas, mi destino. Pero mi creadora esperaba más de mí, y me impuso duras cargas.

Me hizo soberbia y desobediente ante el futuro que me esperaba, que no era otro que el  mostrarnos a todas las mujeres en un escaparate, no dudes hermoso en su trampa, pero también repugnante. Te recordaré que se nos presentaba en sociedad como ganado de buena estirpe, lustrado y cebado para casarnos, y así perpetuar, una clase social que ya apuntaba al declive.

Conocí los celos, el desamor, la viudedad temprana que aísla a la mujer y la relega al olvido. Conocí también el afecto y la fidelidad de aquellos a los que me enseñaron a despreciar por el color de la piel, la piedad y amistad desinteresada de mi rival, por la que aún lloro la pérdida. Vi arder la ciudad que amaba mientras huía de la cólera y el odio entre hermanos.

Sufrí el hambre, que me arrancó una promesa eterna, de sobra conocida. Maté a un hombre despreciable, enterrándolo  para salvar a los míos de la destrucción. Despojé de futuro a mi propia hermana para seguir avanzando en la supervivencia, en ese punto ya tan egoísta, que aún hoy me pregunto si era yo misma, o solo un sordo terror ante la pobreza y la de mi estirpe me llevo a cometer tamaña injusticia.

Me uní a un hombre miserable y cínico, aun sabiendo que traicionaba a los suyos solo por enriquecerse; dejando atrás los únicos valores que me habían trasmitido, que no eran otros más que el del honor y la valentía. Sufrí de su mano la violación en el lecho conyugal, que tuve que aceptar porque ninguna ley lo condenaba. Concebí una hija, que también me arrebató el destino, con la ayuda del capricho de mi esposo.

Mi carácter, una vez más, jugó otra mala partida enamorándome, como en un síndrome de Estocolmo, de mi propio verdugo.

Solo la huida a mis orígenes me devolvió la paz durante un tiempo. El ser femenino tiende a la tierra, a la raíz, principio y fin de su esencia. Y yo no iba a ser menos en mi eterno regreso a casa. A Tara.

 A esas alturas, los ojos de Scarlett habían alcanzado dos grados más en un Pantone esmeralda imaginario. Poco quedaba por  preguntar sobre el pasado.

 Transcurrió la siguiente hora hablando de cosas triviales. Modas, corrientes culturales, políticas y sociales se pasearon por nuestra conversación. Descubrí una mujer valerosa, culta, preocupada por el devenir del tiempo.

La tarde se agotaba y nos despedimos. Yo con cierta tristeza. Ella con la nostalgia por volver a aquel lugar vedado para mí, donde  procura ocultar toda mujer sus heridas. Caí en la cuenta que yo no tenía un refugio. Sin duda – me prometí- buscarlo sería mi siguiente paso.

Al retroceder por la galería, noté que el clima se había transformado durante ese tiempo de charla. Un sabor emboscado de polvo y hojas tardías se posaba en mi mente y en mi boca, como un sortilegio mal consumado.

Ya en el exterior, al alcanzar la esquina del edificio, una violenta corriente de aire hizo volar mis folios. Inundando el cielo de la ciudad, quizás en un vano intento por difundir un mensaje de esperanza para todas las mujeres de este mundo.

Cuando cesé de reír ante la broma que la naturaleza, una vez más, gastaba a mi entrevistada, busqué mi móvil y envié a Juan mi respuesta

 “Sinceramente querido, me importa un bledo”

Autoría: Purificación Mínguez.

El dandi vapuleado

  
     Hoy ya he cumplido con mi rutina en el gimnasio, o el gym como le llaman mis compañeros, tendré que ir acostumbrándome para decirlo yo también así, es más moderno. Desde que me jubilé, hace ya casi un año, no he dejado de venir ni un día; me gusta, me sienta estupendamente. También es verdad que lo llevo muy bien porque me he cuidado a lo largo de mi vida, no como otros y otras que conozco. He andado mucho, las comidas lo justo para ir tirando sin ningún exceso, los bares no los piso y tampoco tengo una cuadrilla con la cual estaría obligado a hacerlo en ocasiones.

 A veces echo un poco en falta tener a alguien para charlar o para no ir solo al monte, pero no encuentro a nadie capaz de seguir mi ritmo. Es lo que pasa cuando tú mantienes un orden vital y una disciplina, llegas a la jubilación y estás como yo, casi perfecto; los demás, incapaces de emularme,  dicen que vaya yo solo, y eso es lo que hago. Un día subí hasta el Pagasarri con dos vecinos, mucho más jóvenes que yo por cierto, y se empeñaron en comer unos pinchos de tortilla y unos vasos de txakolí. A quién se le ocurre, todo lo que has desgastado en la ascensión lo vas a recuperar allí arriba; calorías absurdas. Decían que estaba una mañana preciosa y había que aprovecharla; pues vaya forma de hacerlo, les dije yo; no entiendo la relación entre clima y gula.  Les dejé allí y me fui yo solo de vuelta; no me van a fastidiar a mí si ellos quieren hacerlo. No hemos repetido, aunque tampoco me lo han propuesto, pero yo así no voy; hay que ser metódico si quieres estar bien y yo lo soy.

Antes de salir de casa para ir al gym me preparo acorde al lugar que voy. He comprado cuatro juegos de sudadera y pantalón de diferentes colores; de esta forma cambio todos los días. Vulgarmente hay quien llama chándal a estas prendas, pero las mías son de marca, of course, jamás voy de mercadillo. Bueno, y tres pares de deportivas bien llamativas de las más caras; ciento cincuenta euros me costaron cada una pero no importa, ya veo cómo se fijan en ellas los del gym. La ropa da estatus, hay quien no lo ve o no le importa; a mi sí, y mucho. Si por dentro eres una máquina casi perfecta, como es mi caso, debes cuidar mucho el exterior; lo que se ve es la clave para tu reconocimiento social. Me observo todos los días en el espejo y comparo con los otros que andan por ahí: mucho más calvos que yo, caras arrugadas, gordos, ojeras… estoy seguro de que la envidia les carcome mientras piensan: “Cómo se conserva Abdón” .

 Y perfume siempre, a cualquier hora, dejando un rastro que hace volverse incluso a las jovencitas; no en vano utilizo a diario fragancias de Loewe o Dior. Para ocasiones “más especiales”, reservo la de Hermés, me aporta una sensación de vitalidad acorde a mi forma de ser; y transmito mucho, lo se. El don de gentes es innato en mi y les noto celosos por mi elocuencia, lo veo a diario aunque finjo no enterarme, no está bien sobresalir tanto. Hay que ser realista, tengo un aura que me acompaña allá a donde voy; soy así.

Llegando ya a mi casa he reconocido a un antiguo compañero de clase al cual hacía años que no veía, fuimos juntos a Salesianos e hicimos allí el bachillerato en régimen de internado. Su nombre,  Antonio Jesús Ferrer, alias “comemocos”. Le colgaban de seguido dos velas por los agujeros de la nariz, las cuales  limpiaba hábilmente con un rápido juego de su lengua de izquierda a derecha; en ocasiones lo repetía según el caudal que fluyera por sus amplias fosas nasales.

 Se apoyaba indolente en una marquesina revisando su móvil. Vestía buenas prendas pero un poco hortera para mi gusto, chaqueta ajustada beige con camisa de colores y un pantalón rojo de talle alto; no creo que son años para vestir así. Me fijé bien, no había fluidos que corrieran hacia su boca, así que me acerqué a saludarle con mi mejor sonrisa. 

 -¡Antonio Jesús! ¡Qué casualidad, hacía años que no coincidíamos! ¿Cómo te va? A mí ya me ves, en plena forma, vengo del gym, voy todos los días. -Y me estiré un poco más para que pudiera comprobar mi estilizada figura -.

 Se me quedó mirando pero no decía nada. Entrecerró un poco sus ojos como si llevara lentillas, o quizás solo era que estaba tratando de recordar, pero únicamente manifestó:

 -¡Ah! Muy bien, encantado.- Y siguió con su teléfono-.

 Me quedé cortado, no sabía qué decirle; le hablaría de la clase de Física en la que coincidimos ambos en la pizarra, y nos ganamos unas collejas del cura por no ser capaces de completar el problema que solo unos minutos antes nos había explicado. Eso le haría recordar.

 - ¡“Tono”, mi amooor! ¡Ya he terminado! Acabo de reservar el viaje a las Fidji; salimos el próximo lunes. ¿A que es fantástico? - Una belleza morena, veintitantos años, pelo largo, vestido sin mangas ajustadísimo, del que continuamente tiraba hacia abajo para no enseñar lo que se supone que tapaba, se acercó y le dio un larguísimo beso de tornillo; además de los de rosca dura.-  

 No sabía ni qué hacer ni qué decir, de hecho no sabía ni si estaba. No me hacían ni caso, dudo que supieran que me encontraba allí, como si me hubiera convertido en humo, me sentí desaparecer. “¿Tono?” sonaba insistente en mis oídos, ¿Qué es “Tono”? Si tiene sesenta y seis años, no seas ridícula. Pero yo me seguía volatilizando, nunca he sentido una sensación así, inerme, acomplejado. De pronto me sentí pequeño y mayor, o por qué no decirlo, viejo. El espectáculo que se ofrecía a mis ojos me abofeteó, como diciéndome: “Gilipollas”. Pero ahí no acabó todo.

 - Fíjate Marieta, ha venido este abuelete a saludarme porque dice que estudiamos juntos. ¿Te lo puedes creer? No tengo ni idea de quién es, yo creo que está un poco delicado. -el asqueroso de “Tono” bajó la voz en ésta última frase - . Quizá alcohol o algo de demencia, vete a saber.

 -¿En serio, “Tono”? ¿Este viejo te ha dicho eso? ¡Podría ser tu padre! Ja,ja,ja,ja..

 Y seguía mofándose la muy zorra, a la vez que me miraba de arriba a abajo. Le enganchó a Antonio Jesús Ferrer por el hombro y se marcharon riéndose los dos, ella bajando su vestido y el subiéndose bien arriba el pantalón rojo.

 - “Comemocos” ¡hijoputa! - Fué lo único que acerté a decir muy bajito mientras les veía alejarse cogidos de la mano, saltando como dos colegiales.

 Autoría: Alberto Ereña

El joven bandolero y el viejo monje

 Una tarde, un desarrapado salteador de caminos esperaba al acecho cuando vio aparecer a un anciano monje tibetano. Sin esperar ningún tesoro, con hambre y sin nada para cenar, decidió abordarle para quitarle lo único que tal vez portaría: Algún fruto seco para el viaje.

Saltó frente al sabio, blandiendo un cuchillo en la mano. Amenazante, gritó:

  •  Dame todo lo que lleves.
  • Toma esta gema, que encontré anoche junto a un pozo, respondió el caminante, que amablemente le dio tras rebuscar en su túnica.

Sorprendido el bandido, tomó la joya, la admiró por un instante e, inmediatamente, se fue corriendo para huir del lugar. Cuando al cabo de muchos minutos se detuvo a gran distancia, escondido tras unos arbustos. ¡Qué inesperado botín que le había brindado tan singular personaje!

Las sombras de la noche cayeron, las estrellas celestiales florecieron, pero el huérfano jovenzuelo no conseguía dormir. Junto a la alegría por la valiosa alhaja, le inquietaba algo que no acababa de entender. Algo rondaba por su cabeza hasta que el alba le dio la clave,…

Corrió en busca del anciano, mirando a ambos lados del sendero por si aún dormía el monje. No lograba verle, por lo que -nervioso- prosiguió la ruta. Al final pudo verle. Corrió a su encuentro, se puso delante, se arrodilló ante aquel maestro y le ofreció el rubí, diciendo:

  • No quiero la joya que ayer te robé, sabio lama.
  • Es para ti, joven amigo, te la concedí al igual que fue un regalo para mí su hallazgo.
  • No, maestro, yo quiero algo más admirable que tú posees.
  • Todo lo mío es tuyo, lo compartiré con alegría, aunque nada tenga.
  • Quiero tu sentido de la vida, esa actitud de bondad que todo lo concede.

Así fue. Cuando llegó al monasterio, el monje venía acompañado de un nuevo discípulo que quería aprender qué es lo trascendente de la vida. Un día después, una caravana encontró en la vereda dos extraños objetos juntos y abandonados: Un cuchillo oxidado y un brillante rubí.

Autoría: Mikel Agirregabiria.

El gesto en la orilla


Estoy mirando el paisaje templado del mediodía,

tú a mi lado silencioso. La luz es pura.

Y hay un momento vital y generoso

en el gesto de acercarnos a esta orilla.

Nada sobra y nada falta en este instante.

No hay urgencia en el mensaje escrito.

No hay dolor porque el teléfono no suene,

ni vértigo ante el tumulto entre la gente,

ni prisa en elegir ningún vestido.

Alejados del discurso miserable

que fiero ataca al que está desnudo.

Solo tú y yo frente al tibio paisaje.

Yo en mis cosas que adolecen de importancia,

tú en las tuyas que no crees imprescindibles.

Y al fondo el día transcurriendo generoso

en la tregua hasta hacernos invisibles.


Autoría: Purificación Mínguez.

SAN ANTONIO, EN URKIOLA

   
   He llegado pronto, como siempre. Las ocho y media de la mañana es una hora fantástica; de esta forma evito la aglomeración de tráfico y aparco junto a la carretera para salir sin problemas cuando este lugar se vuelva intransitable. 

Me sumo a la pequeña corriente humana que camina hacia el alto; la mayoría se acerca primero al “pedrusco”, antes de que se forme cola y se haga incómodo cumplir con la tradición. Hay quien da tres vueltas a su alrededor, otros siete, y los despistados solo una; con mimo, con devoción o por costumbre la piedra es acariciada por todos.

Aprovecho para entrar al Santuario, el primer oficio es a las 10 y aunque todavía faltan 15 minutos está ya a rebosar de fieles; no hay ni un sitio libre. La misa es concelebrada por seis sacerdotes; juntos levantan la hostia y beben del cáliz sagrado. También es compartida la comunión para agilizar el trasiego de personas hasta el altar. Cuando la eucaristía finaliza, el público se persigna en las pilas bautismales anexas a las puertas laterales, y abandona el recinto sagrado.

A poca distancia, un prado muy grande cubierto en parte por hayas y eucaliptos, es el lugar en el que se encuentran los animales. Los hay de todo tipo: ovejas, cabritillas, emús, ocas y gansos se alojan en pequeños corrales. Las reses mayores se asientan junto a hileras de postes verticales, a los cuales están atados con su ronzal; vacas y toros son los más numerosos. Junto a ellos, preciosos caballos marrones y algunos negros relinchan intranquilos. Los ganaderos y los posibles compradores se saludan efusivos, hace mucho tiempo que no se veían y los abrazos y apretones de manos son la tónica general.

Productos del caserío: legumbres, pimientos, tomates, fruta, calabazas… con un brillo como si hubieran sido barnizados, se agolpan en infinidad de puestos junto al pan y al queso. Transeúntes de un lado a otro miran y compran, a sabiendas que la calidad que se ofrece ante ellos es insuperable; el dinero corre alegre 

Aprovecho un tronco para sentarme junto a una de las txoznas para devorar el talo con bacon calentito y el txakolí que acabo de comprar; sin duda es el mejor momento del día. El olor que emana de estos lugares es tan adictivo que resulta imposible abstraerse a él.

- “¡Iñaki! ¡Cuánto tiempo!” - No la había visto. Una amiga de la Uni; acabó medicina con matrícula, un portento -.

- “¡Nerea! ¡Qué alegría verte!” - Y me planta cuatro besos; así, con ruido, de los de verdad- 

Me mira como si quisiera asegurarse de que estoy allí, que soy yo. Una vez comprobado que no soy un fantasma, me abraza fuerte y repite los besos casi con más intensidad aún que los anteriores.  

- “Hacía ya tres años que no venía por aquí, Iñaki; lo necesitaba, creo que como todos. Vamos a comer el talo y a disfrutar; me siento aquí a tu lado” - Me achucha y se me arrima cariñosamente 

- “He sufrido mucho Iñaki, demasiado… familia, amigos. Mi trabajo en Cruces fue terrible; gente moribunda y sola, sin una mano que les acompañase más que la mía... todos los días, durante mucho, mucho tiempo. Noches eternas de vigilia en mi casa, sin posibilidad de desconectar ni un segundo de lo que te rodea; y mañana otra vez...”.

Le observo mientras ella pierde un momento su mirada en la montaña. Sus ojos ligeramente humedecidos, brillan reflejando la luz del Sol.

- “Las vacunas dieron resultado Nerea; ya pasó todo, y ahora no recuperaremos lo perdido porque es imposible; pero sí podemos administrar nuestro presente y futuro. Hemos aprendido mucho en estos tres años.”

- “Sí, eso dice mi psicólogo, te pareces a él.  Espero que en un par de meses ya me de el alta.

 ¡Que se enfría! On egin, Iñaki!” - Y otro par de besos, y otro arrumako-.

 Autoría: Alberto Ereña

Conversaciones a cuatro voces

– ¿Tú sueles hablar contigo misma?

La interpelada, Izaskun, levantó la mirada del café con leche al que había añadido un sobre de sacarina. Sus cejas apuntaban al infinito, parecía que cualquier excusa sería la adecuada para que salieran disparadas fuera de su cara.

 –¿Conmigo misma? –repitió ella mientras la cucharilla mareaba el café– Claro, como todo el mundo. Porque todos lo hacen, ¿no? –preguntó con cierto gesto de espanto en la cara.

- Sí... no sé... supongo... yo sí, desde luego. Pero bueno no me refería a esos pensamientos que nos dedicamos a nosotros mismos, yo hablaba más de conversaciones como dios manda... –apostilló Mirentxu con cierta prudencia. Ambas eran amigas desde la infancia. Habían ido juntas a la escuela desde que tenían memoria, y aunque luego, de cara a la universidad, cada una había tomado caminos diferentes, sus vidas se habían construido en paralelo, cerca la una de la otra.  Se lo contaban casi todo, siempre hay que mantener ciertos secretos en la recámara, y ambas sabían que podían confiar en la otra para lo que hiciera falta. Pero en aquel momento, con aquella conversación, ambas comenzaron a sentirse un tanto vulnerables. Mirentxu no tenía muy claro y no tenía muy claro por qué había soltado el tema así, a bote pronto y sin pensarlo demasiado.

 Las cejas de Izaskun variaron su posición, ahora se juntaron arrugadas en el entrecejo y el movimiento de la cucharilla freno en seco y generó un tsunami de café con leche.

 –Pues no sé de qué hablas... ¿Qué tipo de conversaciones mantienes tú contigo misma? – le espetó ahora con cierta rudeza. O así se lo pareció a Mirentxu. Esta se dio cuenta de que se había metido en camisa de once varas. "Tonta, más que tonta –le dijo esa otra voz que era ella misma en su cabeza–. A ver ahora cómo sales de esta".

 – Sí, bueno, ya  sabes, seguro que a ti también te pasa, ¿no?, que te miras al espejo y hablas contigo misma –la voz dentro de su cabeza comenzó a reírse, a carcajadas. "Serás lerda..." –le dijo entre risa y risa.

 –¿Frente al espejo? ¿En voz alta? –los gestos se desmadraron en el rostro de Izaskun, eran como una marea imparable.

–Sí... no, en voz alta no, claro, ya sabes, mientras te maquillas y estás pensando en lo que tienes que hacer ese día... –"Yo suelo hablarte de eso y de mucho más guapa", recitaba sin parar esa vocecita interior, impertinente como siempre.

 –Pues eso, los pensamientos de todo el mundo. Por un  momento me has asustado, he pensado que oías voces o algo así, Mirentxu.

 – ¿Voces?, no, que va, ¿estás tonta?¿Cómo voy a oír voces dentro de mi cabeza? Ni que estuviera paranoica o loca. Por cierto –añadió mientras cambiaba hábilmente de tema y miraba el reloj–, tenemos que irnos, guapa, hemos quedado dentro de un cuarto de hora con Adela y si no salimos ya, no llegaremos a tiempo...

–Sí, es cierto. Voy al baño, vuelvo en un pispás –aseguró Izaskun al tiempo que se levantaba.

Mirentxu se quedó sola, que no en silencio. "Te creerás que has conseguido despistarla –parloteaba su otro yo–, porque ahora te mirará como si fueras un bicho raro. Que lo eres, ja, ja, ja, de eso no tengo dudas". "¡Calla ya!", masculló Mirentxu en voz baja para que nadie la oyera.

Mientras tanto, Izaskun se limpiaba las manos en el baño. Mientras se secaba las manos, se miró en el espejo.

- Ostras, tía, por un momento he pensado que Mirentxu sabía lo nuestro –se dijo a sí misma en voz alta. "Pues yo creo que lo sabe –sonó su voz interior–, si no, ¿Por qué coño ha sacado el tema? Para mí que se ha dado cuenta de algo...".

 Izaskun suspiró. ¡Dios, que difícil era la convivencia consigo misma!

Autoría: Argiñe Areitio.

El muñeco de nieve

A través de la ventana todo parece teñido de un inocente manto inmaculado. El clima ha decidido, quizás envalentonado ante el silencio de las calles, igualar el paisaje que contemplo, convirtiéndolo en una página en blanco. Los tejados, desdibujados, se juntan como buscando abrigo, uniendo los edificios, que parecen acortar las distancias. Solo una franja de arena delimitando el contorno del mar se resiste, poniendo una pálida nota ocre a la escena.

El silencio pesa. Todo asemeja desacompasado en esta estampa de navidad tardía, a deshora. Tan difícil es encontrar el ritmo, que hasta los pájaros han cesado de cantar a la vida, preservando el aliento para mejor ocasión.

Sobre mi escritorio reposa una libreta, también inmaculada. Con su vientre pautado de surcos, esperando la simiente de algún ajado diccionario. Las letras, bajo cero, se convirtieron hace días en carámbanos. Y la tinta, que impulsaba el mercurial azul, yace congelada, incapaz de llegar al punto de ebullición con el que solía, a borbotones, reflejar mis historias.

Afuera, mi vecino cava en su jardín una trinchera. Quizás sueñe también con algún regreso. Otro repasa el techo del coche una y otra vez, invocando el viaje postergado.

Pasa una ambulancia por el fantasmal paisaje, replicando el miedo sobre el tímpano con su cruel sonido. A lo lejos, en las afueras, donde se orilla la vida, la máquina del hospital devuelve una línea nívea e impoluta a través del monitor. La bata blanca se estremece por dentro, allí donde el cuerpo se cobija herido por  la fatiga y el dolor.

Solo la lágrima de un niño devuelve tras un cristal, confundida entre mil gotas que se asemejan a ella, una transparente calidez. Recordándome como el ser humano puede aún contagiar calor. Aunque solo sea a través de la tristeza de un niño, al que han prohibido levantar, una año más, su muñeco de nieve.

Autoría: Purificación Mínguez.

Han cerrado mi oficina de LA CAJA

Gabriel se ha levantado temprano, hoy es día de paga y quiere llegar cuanto antes a su oficina de La Caja. Como siempre, estará en la puerta el primero, esperando a que abran.

Desayuna frugalmente, le gustaría poder tomarse un bollo de mantequilla y un café del bueno, pero este mes ha llegado el recibo de la comunidad con una derrama por la puerta del ascensor. Esta última semana se ha hecho muy larga. Además, llegó Andoni con el seguro del coche, mira que le advertí que ese modelo era muy caro y eres novato, pero es igual. Se le antojó, muy orgulloso él, claro, y ahora sin trabajo cobrando una mierda pasa lo que tenía que pasar. Ya le he dicho que lo devuelva, o que lo venda; pero ya, ya.

 Y su mujer es igual, tontería toda la del mundo, pero lo de trabajar tampoco le llama mucho. Le salió una sustitución en una oficina de seguros gracias a Sergio, mi amigo de siempre del barrio. Su hijo es el dueño de la correduría, tiene varias empleadas; y salió el tema, sentados en el parque, de que andaba buscando una oficinista porque Idoia estaba embarazada. Al parecer le había prescrito reposo su médico ya que no lo llevaba muy bien. Aproveché para decirle que mi nuera Elena estaba sin trabajo, y era administrativa. Se lo dijo a Néstor, su hijo, y le contestó que si era familia mía no había ningún problema; que fuera el lunes por allí para firmar el contrato y darle de alta en la seguridad social.

A Elena no le pareció bien que yo hubiera hecho esa gestión. Fue ya un poco a regañadientes, y cuando volvió me dijo que a ver qué me había creído yo que era ella, que vaya amigos que tengo; que vaya vergüenza le he hecho pasar.

Néstor le ofreció un contrato por seis meses con un sueldo de mil quinientos euros netos; no pensaba levantarse a las siete de la mañana por esa mierda. Con esas palabras lo dijo. Ella tenía unos estudios y no iba a estar en una oficina de administrativa sin más; como poco jefa de departamento. Néstor le dijo que no era posible; más adelante, cuando se jubilara Laura la actual titular de aquí a un par de años,  podría ser.

Y se fue de la entrevista muy ofendida, dejándole con la palabra en la boca.

Cada vez que me cruzo con Sergio, no se ni qué decirle. 

 Con quinientos veintiséis euros mensuales de pensión poco se puede hacer; muy poco. Hace un frío del carajo y no se lo que es encender la calefacción; la última vez hace ya más de un año y me pasaron un recibo de casi cuatrocientos euros. Aun vivía Lourdes y tenía que hacerlo, siempre estaba helada en su cama, o eso le parecía a ella. Por la noche le colocaba tres mantas y cerraba el gas, pero se despertaba muchas veces; “tengo frío, tengo mucho frío...” y qué vas a hacer.

El otro día me acerqué como sin querer, haciendo que paseaba, por San Felicísimo; en la calle Julio Urquijo de Deusto. Allí vi que repartían comida en bolsas a una cola de personas bastante larga; la mayoría gente de fuera, pero había algunos que se les notaba que eran de aquí. Con un poco de apuro me hice el despistado, y esperé a que pasara toda la cola; y cuando ya no quedaba nadie entré a ver lo que hacían allí dentro; mi condición de jubilado curioso tiene esa ventaja. Una señora mayor con pinta de monja me dijo que era el banco de alimentos, aunque ya lo sabía, por eso estaba allí; pero no se lo dije. 

Los que están metidos en esto han visto mucho y conocen a las personas y sus problemas; detectan sus necesidades aunque traten de ocultarlas. 

Me hice un poco de rogar al principio: “que no hace falta, que otros lo necesitarán más, que tal y cual”, pero ella me sonrió y me metió en una bolsa de Mercadona unos paquetes de legumbres con unas galletas y en otra dos cajas de leche y una botella de aceite. Me dijo: “Como si vinieras del súper. Cuando te vean, eso es lo que pensarán tus vecinos, no te preocupes”.  Le di las gracias torpemente, no por darlas que estoy acostumbrado sino por vergüenza, y salí de allí mirando antes a cada lado por si pasaba algún conocido.

 Cuando llegué a casa me esperaba Andoni.  Me dijo que su “colega” Pepe le había llamado para decirle que me había visto salir de “donde reparten comida a los de fuera”, y que a ver si estaba tan mal de dinero o es que ya chocheaba. Que se lo decía para que lo supiera.

 Me dijo muy enfadado que le ponía en vergüenza y que no se me ocurra volver por allí; que él tiene una imagen y que no seré yo quien se la manche, que me había creído yo para ridiculizarle así delante de su cuadrilla. Que tiene un coche que es la envidia del barrio, y luego su padre yendo a la beneficencia a escondidas de su hijo; nunca se había sentido tan humillado, y como se enterara Elena de esto no me volvería a hablar nunca; después de lo que la hiciste pasar a ella en la correduría de ese sinvergüenza, y ahora esto…

Y se largó dando un portazo. Pero antes cogió las dos cajas de leche y las galletas.

 Le extraña que no haya entrado ya a La Caja alguna de las chicas de los mostradores o la directora, son ya las ocho y veinte y es raro que no aparezca nadie y que no haya cola; igual tienen problemas para aparcar, todo el mundo dice que está fatal esta zona.

Ya son las ocho y treinta y cinco, y no viene nadie; algo pasa. Pregunta al dueño de la frutería de al lado y le dice que esta sucursal cerró hace tres semanas, La Caja está quitando oficinas y la más próxima está a unas cuantas manzanas de allí; bastante lejos. El cajero automático si está en marcha pero no sabe cómo funciona; cuando cerraron todo por el coronavirus, había que sacar la pensión en él pero una chica salía y le ayudaba. ¿Por qué cierran así? ¿Quién me atiende ahora? ¿En dónde voy a cobrar mi pensión? Se siente impotente ante la pantalla y un teclado con muchos números y letras que parecen reírse de su incapacidad.

 - “¿Qué le pasa abuelo?  Si usted quiere, le puedo ayudar...  - Un joven sonriente muy educado y atento se le ha acercado - Esta gente de La Caja cada vez lo pone más complicado, para ellos es muy fácil y no piensan en sus clientes de siempre. ¡Ay! Cómo cambia todo...”

Gabriel asiente mientras observa al muchacho imaginando así a Andoni; elegante, buen traje, oliendo a colonia de la buena, con su maletín de trabajo, quizás abogado o algo parecido. Y además que dispuesto, le ha visto apurado y se ha acercado a ayudar sin más… y luego dicen que la juventud es egoísta y no les importa nada ni ayudan. No todos son iguales.

 - “Sí, muchas gracias; te lo agradezco. Tengo las rodillas muy mal y no puedo ir hasta la otra sucursal, me vendría bien que me ayudaras. Ahora saco la tarjeta de la cartera, espera un segundo.”

- “Muy bien, verás qué fácil es. ¿Cuál es el número secreto? Dímelo y te lo marco yo, será más rápido. - Parece que el joven tiene ahora algo más de prisa – Vale, 1111; lo marco ¿ves? ¿cuánto sacas? Bien. Marcamos quinientos euros”.

Ha visto que el disponible de la tarjeta es hasta mil euros y en un descuido de Gabriel al que le cuesta seguir la rápida operativa, es lo que ha tecleado. La pantalla le informa que el máximo disponible es quinientos cincuenta euros, no hay más saldo. Contrariado, corrige y marca de nuevo disculpándose por haber tecleado mal a la vez que se sitúa delante para evitar que pueda ver los cambios realizados.

La máquina avisa de la salida del dinero, Gabriel acerca su mano derecha a la ranura justo cuando la del apuesto joven se le adelanta, le arrebata el pequeño fajo de billetes y sale corriendo.

Gabriel se queda quieto, ha sido todo tan rápido que ni ha visto por dónde ha ido; la gente le mira cuando, llorando, se sienta en el bordillo de la acera. Llega un policía municipal, se agacha junto a él y le pregunta qué le sucede.

 - “Han cerrado mi oficina de La Caja. ¿Por qué nos hacen esto?”

 Autoría: Alberto Ereña

Seres transparentes

Muchas veces me he sentido como si fuera transparente, como si fuera un fantasma que deambula junto al resto de los mortales y se cree parte de la sociedad, pero en realidad no existe. Por eso nadie le mira ni le tiene en cuenta.

Es una sensación terrible, que te deja vacía, o, mejor dicho, te rellena de nada, de silencios y sombras. ¿Sabes de qué te hablo?

Me sucedía cuando era una niña, siempre sentada en una esquina, sola, entretenida en mis cosas y pensamientos aunque de reojo echara una mirada a lo que hacían los demás. No recuerdo haber tenido amigas, ni que nadie contara conmigo a la hora de organizar los grupos para jugar a campo quemado, o me tuvieran en cuenta para jugar a la cadeneta y al escondite. Yo permanecía allí, quieta, a la vista de todos, pero era como si no estuviera, nadie me buscaba y nadie me encontraba.

Las cosas no mejoraron en la adolescencia. No pongas esa cara. Te veo levantar la ceja como signo de incredulidad. Sí, sé que comencé a salir con un grupo de chicas de mi clase. Pero aquello era más bien un acto disimulado, un queda bien del que nunca comprendí a ciencia cierta qué sacaban ellas, por qué tenían en cuenta para sus quedadas a la rarita. Tal vez era el empeño de María; he de confesar que ella siempre se portó bien conmigo. Pero cuando estábamos en grupo la soledad se negaba a abandonar el barco, me carcomía inmisericorde por dentro.

A veces, cuando estaba con ellas, miraba mis manos con disimulo, las posaba sobre el banco en el que nos sentábamos. tamborileaba con los dedos; era un ejercicio para comprobar que estaba allí.  María me miraba entonces a los ojos y sonreía con complicidad. No soy transparente, me decía a mí misma. Pero no conseguía despegar de mi cuerpo aquella sensación de angustia, te lo puedo asegurar.

No hubo ningún chico al que yo le interesara, ninguno que me invitara al cine, a pasear, a comer unas pipas sentados en un banco. Eso no pasó hasta que estuve en la universidad. Él también era un pozo de soledad, así que pronto construimos un gran agujero negro que parecía tragarse todo lo que había alrededor, no existía más universo que el nuestro, no había más mundos que el que nosotros creamos.

Fueron aquellos unos años extraños. Juntos aprendimos a hilvanar nuestros cuerpos, a darles las puntadas necesarias para que fueran visibles.

Te veo sonreír complaciente. Sí, fuimos dos fantasmas que se unieron y gracias a ello consiguieron tener corporeidad. Y ahí estamos, inseparables, como dos mitades que solo pueden subsistir juntas. A veces siento un escalofrío que recorre mi cuerpo, me estremezco y no necesito darme la vuelta para saber que él está ahí y que en sus ojos asoma ese vacío que una vez fue su interior. Lo sé porque lo he visto en otras ocasiones, porque yo misma lo he sentido más de una vez. Sigue agazapado en nuestro interior y a la mínima que nos descuidamos intenta adueñarse de nuevo de la situación.

Muchas veces le he dado vueltas en la cabeza. ¿Por qué me pasa esto? ¿Dónde nace esta desazón vital? Y siempre veo tu cara, la que recuerdo vagamente, la que construí en mi memoria gracias a las fotos que aita guardaba. Tú aroma sí que lo recuerdo, ¿te lo puedes creer?, tal vez porque yo sigo utilizando aquella colonia que tú te ponías. Y pienso entonces que debe ser que cuando era una niña y tú te moriste, amatxu, dejaste un hueco de amor tan enorme en mi interior que nunca he podido llenarlo con nada. Debe ser eso. Y solo deseo y espero que este pequeñín que ahora está creciendo en mi vientre sea capaz de tapar nuestros agujeros.  Que él sea nuestra Vía Láctea y nuestro sol. ¿Qué te parece?

Autoría: Argiñe Areitio.

Sombra

 

Acompaño a tu sombra hasta la esquina.

Hasta el recodo en el que tu figura,

expuesta ante el diurno abrazo, se presta.

Acompaño a tu sombra en el tañer del mediodía,

alargando el silencio hacia el ocaso.

Y me expando con ella y me alzo

estilizando mi amor acompasado.

Sé que esta sombra solo es un pequeño esbozo en negro y blanco,

pero a mi me basta para seguir tus pasos.

Solo carne eres ya en mi memoria,

huesos, piel y rojo fruto, ahora desdibujado,

en el efímero y neutro contorno de tu forma.

Negándome a palpar la realidad que fuiste

saboreo hoy el molde tibio que te evoca;

persiguiendo los objetos que absorbes y delineas.

En este duelo incruento, a cielo abierto,

que es ya solo velo gris, vencido por el paso de las horas,

mi sombra se confunde con tu sombra.

Duplicando la batalla, ignorando generosa,

cuán enemiga fue

mi historia de tu historia.

En la hoguera del olvido muere el día,

dejando tu color del color de las cenizas.

Solo sombra mellada por la esquina

que hoy separa, tu calle, de la mía.

Autoría: Purificación Mínguez.