Lobo

El Toyota Hilux pick up cuatro por cuatro blanco circulaba seguro por la carretera nevada; lo que empezó con un ligero aguanieve se había convertido en una fuerte tormenta en cuestión de unas horas, las suficientes para que Maite demorase la salida hacia Estella confiando en una mejoría del tiempo. 

 Se encontraba a gusto en Etxarri Aranatz, su pueblo, en compañía de su madre y hermanas en la casa familiar, situada junto a la plaza central al lado del Ayuntamiento. En el mes de Enero y además un domingo, Etxarri Aranatz era una población triste, con poca gente por la calle; el frío y la tormenta que se preveía no animaba a salir salvo a lo imprescindible, y allí pocas cosas lo eran, los hogares estaban bien surtidos de alimentos y leña.  

 El viernes por la tarde, acabada su jornada laboral en Renolit cogió a Javier en la guardería y salió rauda de Estella hacia su pueblo, en poco más de media hora estaría allí para pasar el fin de semana y celebrar el cumpleaños de Estíbaliz, su hermana pequeña. Dieciocho años son para festejarlos, no se lo perdonaría Esti si no apareciera. Javier padre - imposible convencer a un navarro para poner otro nombre a su hijo -, estaba de viaje un par de semanas por San Petesburgo, así que aprovecharía hasta el domingo por la tarde con ama, Estíbaliz y Angosto, la pequeña. Javier lo pasaría en grande y ellas también, era el único descendiente por ahora y se lo rifaban.

 Desoyendo los consejos de su madre se puso en camino; mañana lunes a las nueve de la mañana tenía una reunión importante con un proveedor taiwanés; disponía de una resina fenólica nueva que aplicarían esa misma mañana en el proceso productivo de Renolit. El ahorro de costo era importante, y la huella medioambiental se reducía mucho. En una empresa fabricante de plásticos esta era una prioridad y era imposible aplazar las pruebas; las máquinas se ponen en marcha los lunes, y es en ese momento cuando se aprovecha para hacerlas. Huang Chao, ingeniero químico y responsable de ventas en Europa de Súliáo Shúzhí Ltd.,  partía hacia Marsella a continuación y no tendría posibilidad de concertar una nueva visita hasta Mayo.

 La carretera NA-120 se encontraba cada vez con más nieve; aún así Maite conducía tranquila, no era la primera vez que se enfrentaba a la Sierra de Urbasa con su vehículo. Sus ruedas grandes con tracción total y el caballaje del motor preparado para estas lides, le prometían un viaje algo más lento de lo habitual pero sin riesgo. Sí le extrañaba la falta de tráfico; un domingo al atardecer aquella carretera solía estar concurrida de montañeros que retornaban a Estella en sus autos.

La noche cayó antes de llegar al mirador de Lizarraga, aún eran las seis de la tarde pero la luz solar desapareció del todo. Los copos grandes caían lentamente en gran cantidad, el limpiaparabrisas mostró en algún momento signos de agotamiento y Maite hubo de parar en un par de ocasiones para limpiar el cristal con sus manos. Miró de reojo su teléfono y observó que no había cobertura. Las curvas de la carretera de Andia terminaron por dormir a Javier en su sillita trasera.

 Con la nieve hasta casi un cuarto de las ruedas ya no había forma de retroceder y continuar se hacía temerario; calculó que llegaría hasta las ruinas de la Venta Zunbetz ya próxima, y allí confiaba que habría cobertura para avisar a la Policía de su situación y que un quitanieves se aproximara. Los nervios ya afloraban entre la nieve y la noche total, cuando una gran masa oscura, quizá un jabalí deslumbrado por los faros, golpeó la rueda izquierda delantera y desvió la trayectoria del pick up sin que Maite pudiera evitarlo.

El Toyota se empotró sobre un mojón de la carretera, provocando que la muchacha se golpeara fuertemente contra el espejo retrovisor y perdiera el conocimiento; el cinturón de seguridad estaba suelto desde la última vez que bajó para limpiar el cristal. Javier se despertó sobresaltado y al ver que su madre no reaccionaba, se soltó de la silla y salió al exterior en busca de ayuda.

La oscuridad casi total, solo aclarada por el suave resplandor de la nieve producido por una lánguida Luna, acompañó al niño. Deambuló sin rumbo junto a la carretera durante casi un kilómetro hasta que cayó de costado por una pequeña oquedad, torciéndose con violencia el tobillo. El dolor le impedía levantarse, su pie quedó enganchado entre las ramas que ocultaban el agujero y quedó tendido sobre la nieve bajo un pequeño promontorio que hacía de pared natural junto a la grieta. La temperatura, cuatro grados bajo cero, no impidió que Javier se durmiera agotado y exhausto por el dolor y el llanto.

El lobo apareció por allí cuando el pequeño aún dormía, habría pasado más de una hora desde que se precipitó por la ladera. Le olfateó despacio, con detenimiento, explorando cada poro de su piel; su cara sonrojada, su pelo, el cuello... lamió su mano repleta de olores de cachorro humano y tras dar un par de vueltas se tumbó junto a él. El resto de la manada se acercó despacio pero dio la vuelta cuando el macho les enseño los colmillos, advirtió con un gruñido que allí era solo él quien decidía.

Javier despertó al sentir en su herida un calor inusual; descubrió al lobo tendido junto a él protegiéndolo del aire helador a la vez que su lengua pasaba con suavidad por ella. Creyéndose en un sueño, volvió a caer en un duerme vela presa de la fiebre que anunciaba su presencia con suaves latidos en la pierna herida. Soñaba que no tenía frio, el calor del animal muy pegado a él le recordaba a su peluda mantita de ver la tele.

Un ruido de motores sobresaltó a la fiera haciendo que se incorporara rápidamente mirando hacia arriba, a la carretera. Su aullido rajó el aire entre las laderas nevadas y esperó a que las luces intermitentes de color azul se aproximaran hasta allí.

Se detuvieron muy próximas y tres hombres vestidos de rojo comenzaron a descender; llevaban en sus manos algo que él conocía y sabía que vomitaban fuego, aún así aguardó tumbado junto al pequeño. Ellos se aproximaron con linternas y apuntaron hacia el con aquel trueno mortífero, a la vez que se hacían gestos indicando que el chiquillo estaba muy próximo, debatiendo como acabar con la bestia sin herirle. 

El lobo esperó tumbado de nuevo junto a Javier, no se movería. Arriba aparece una mujer que grita:

- “¡No! ¡No disparen, por favor! ¡Quietos!”

Ellos la miran asombrados y tratan de pararla en su carrera hacia donde se encuentra el niño, pero sólo consiguen que el parche que cubre su herida en la frente caiga al suelo.

El pequeño la ve y le hace señas para que se acerque y le dice que está bien. Los guardias forales no intervienen, sólo apuntan con sus armas, indecisos.

Maite se arrodilla junto al lobo y le acaricia; a la vez, él frota su cabeza en su regazo. Los policías, testigos mudos de la simbiosis, han bajado sus pistolas y enfocan sus reflectores hacia el lugar. 

Recuerda cuando de niña encontró a un joven cachorro de lobo preso en una trampa de cazadores, y como le ayudó a liberar su pata herida. No llegó a romperse, pero un gran desgarro impedía que pudiera valerse por si sólo; era cuestión de horas que fuera pasto de cualquier depredador. Le cogió en brazos ante la atenta mirada del padre del lobezno; cercano pero desconfiado, y le trasladó a la cabaña de aperos que su padre tenía por los alrededores, sintiendo cómo el lobo mayor seguía sus pasos. Allí estuvo dos semanas durante las cuales cada día se acercaba con gasas, yodo y comida, hasta que una mañana no le encontró. Maite supuso que ya estaba curado y así fue. Siempre, en cada visita, encontraba cercano al gran lobo muy erguido, observando al pequeño y a ella; el día que desapareció el cachorro también lo hizo el padre y no supo más de ellos.

Maite se incorpora a la vez que el viejo lobo; éste camina hacia su manada que le espera próxima. Un joven animal, precioso, con una cojera casi imperceptible, sale a su encuentro; ambos se vuelven y miran hacia ella y a Javier ya en sus brazos. A continuación, dan la vuelta y desaparecen en la noche junto al resto de la manada.

 Autoría: Alberto Ereña

Cuestión de hormonas

"¡Guau!" se dijo a sí mismo a la vista de aquella hembra. Esbelta y elegante, a Max le pareció que olía a gloria bendita. Pelirroja, de cabello suave y sedoso, una anatomía cuidada, una cara preciosa. Venía de frente con andares pausados. Se cruzarían enseguida, pasaría a su lado. Él se preparó, compuso su faz más apacible y humilde y la miro con ojitos tiernos.

 Ella se hizo la dura, la cabeza alta y la mirada soberbia. Juraría que incluso la oyó gruñir por lo bajo, pero no hizo caso. Continuó con su maniobra de acercamiento, despacio, midiendo cada paso, actitud zalamera y respetando el espacio entre ambos. "¡Guau!" –pensó de nuevo–. Comenzó a salivar, no podía evitarlo, aquel aroma dulce se le había metido muy dentro y las placenteras endorfinas recorrían cada célula de su cuerpo.

 Ella detuvo su caminar apenas un segundo, vaciló otro segundo, bajó unos centímetros la cabeza y lo miró a los ojos sin dudarlo, desafiante. Quería dejar patente su rechazo, no deseaba saber nada de él. Pero Max no era de los que se rinden ante el primer escollo. Insistió, más humilde y más humillado, y le envió un mensaje claro: "Seré tu esclavo". Daba pasitos cortos y la miraba de soslayo, una forma como otra cualquiera de pedir permiso para acercarse.

 Le pareció que las barreras de ella comenzaban a derrumbarse, que había surgido cierto interés por Max. Tal vez fuera debido a su pecho fuerte y poderoso, su pelo oscuro y brillante, sus ojos castaños, tan vivarachos como cautivadores. Sí, algo en su actitud le pareció distinto y decidió lanzarse, ser atrevido, pensó que podría conseguirlo. Estaban casi a la par; se estiró y alargó la zancada, con brío.

 Pero entonces ella gruñó, lo pudo oír con absoluta claridad, vio asomar sus colmillos cuando el belfo se retiró mientras la mirada se afilaba, las orejas estaban firmes y el pelo se le erizaba. Lanzó una dentellada que le rozó el morro, una advertencia que dejó a Max en su sitio, inmóvil, mientras veía desaparecer a aquella setter irlandesa con andares pausados tras los pasos de su dueña. Él, un magnífico pastor belga, se había tumbado en el suelo, las patas recogidas, las orejas plegadas, el corazón desbocado por la emoción, saboreando su olor y leve contacto de la mordida.

 "¡Guau! –se dijo a sí mismo Max mientras su dueño tiraba de la correa y lo obligaba a levantarse y continuar con el paseo– ¡qué hembra!".

Autoría: Argiñe Areitio.

Vidas perras

 

Sebas se sorprendió mirando a Roque. Hacia unos días que no se percataba conscientemente de su presencia 

 -Me estoy volviendo un poco dejado para esto de los afectos – se dijo para sí-

Roque estaba en ese momento acostado en su cubículo, hecho una bola. A Sebas le pareció que su amigo yacía sucio y descuidado. Atrás quedaba la actividad frenética que les tuvo durante unos meses pendientes al uno del otro, ofreciéndoles una salida, una coartada ante la dura reclusión. Durante ese tiempo, la esquina de la calle, desde donde se divisaba el parque prohibido, había sido para ellos lugar y momento de escape y de juegos. Ahora todo parecía diferente. Con el paso del tiempo Roque se empezaba a dibujar a ojos de Sebas como desanimado, ausente ante las caricias. Asomaba- notó al observar el fardo inane- entre las formas de ese cuerpo, algo más delgado que de costumbre, una afilada y cortante distancia, como si se hubiese rendido ante la adversidad. La para él absurda adversidad, que parecía empapar los días igualándolos en el tedio.

Tropezó, al acercarse, con la pelota desinflada, el hueso de resina con la marca de alguna dentellada antigua. Se demoró en colocar los objetos cuidadosamente a la vista. Quizás Roque, al reconocerlos, se animara a retomar la perdida actividad. Se dio cuenta, al echar una mirada de reojo a las provisiones, que este apenas había tomado bocado alguno desde el día anterior, quizás un poco por su culpa. Al volver de la compra, y saludarse, se habían entrelazado los pasos de ambos y en el trastabilleo varias bolsas habían caído, derramando su contenido por todo el pasillo, con la consiguiente bronca. Aunque Roque no fuera en esos momentos consciente del desastre, al llegar la noche tuvieron que tirar de sobras, algo que – pensó Sebas- ocurría cada vez más a menudo.

Debería - pensó-  volver a animarle a relacionarse con más especímenes de su especie, aunque no fueran de su raza ni de su inteligencia o envergadura. Con el tiempo había comprendido que eso a Roque le tenía sin cuidado. Más de una vez le había pillado olisqueando alguna hembra fuera de su alcance. Sebas sabía que en esos momentos era más necesario que nunca y se esforzaba con todo tipo de subterfugios para  encontrar el modo de entablar relación y procurar, aunque solo fuera, un ligero desahogo en la aburrida vida de Roque.

Transcurría la mañana y a pesar de los gestos que Sebas inventaba para animar a Roque, este  parecía cada vez más  apático, sin ganas de arrancar hacia el paseo obligado de cada día, alargando el paso cansado y con cierta humedad en los ojos, como disculpándose por la tardanza.

- Tendré que hacerme a la idea- se dijo para si- Roque  se está haciendo mayor y tengo que empezar a plantearme seriamente que va a necesitar cada vez más mis cuidados-

Se hizo una promesa interior. Desde hoy intentaría no cansarle obligándole a paseos interminables y moderar un poco el paso para que no le anduviera a la zaga jadeando. Si. Había llegado el momento de devolverle un poco del amor que él siempre le había demostrado.

Ese día cogieron el coche, algo poco usual, pero Sebas sabía que a Roque le gustaba más el parque de las afueras, ese que tenía los arboles tan frondosos y el suelo siempre mullido por la hojarasca.

Cuando llegaron al destino, pasando por calles que a Sebas le parecieron nuevas, por estar olvidadas, después de tanto tiempo circunvalando el barrio debido al confinamiento, dos personas se acercaron. Sebas se puso contento, por fin Roque había hecho nuevos amigos.

- Todo volverá a ser igual – pensó-   

Roque se agachó y se acercó hasta su cara, mientras le acariciaba entre las orejas, como a él le gustaba, susurrándole unas breves y rotas palabras cargadas de pesar.

-Volveré a por ti Sebas, necesito tiempo -

Sebas le vio alejarse, camino al vehículo aparcado en la entrada de la perrera municipal. Le envió  una despedida, un ruego en forma de ladrido. El ruido del vehículo al arrancar rompió la magia de un día hasta entonces especial

-         Qué vida tan perra – se dijo Sebas  – mientras veía alejarse al amigo.

Autoría: Purificación Mínguez.

Día de ira y calma

   Está lloviendo y el ambiente es helador. Son las doce y el Sol no aparece, ni tiene pinta de hacerlo. Un cielo gris, casi negro, tiñe la mañana de color triste; con ese tono indefinido que cada alma coge para sí como propio. No vemos; creemos ver lo que ella siente. Según nuestro estado de ánimo varía nuestra percepción; nunca hay dos colores idénticos, como tampoco existen dos personas iguales. 

Ayer también llovió, y anteayer; además hizo muchísimo frío.

Anocheció muy pronto, igual que lo hará hoy; la tristeza cabalga a hombros de la noche, encerrando a todos los vecinos del pueblo en sus casas. Las desajustadas contraventanas de madera se agitan con el viento, y acompañan con su ¡clan! ¡clan! ¡clan! el ulular desaforado del dios Eolo en  su cortejo a Deyopea.

 El rio embravecido disfruta sintiendo el temor que suscita en los ribereños, mientras lame las orillas amagando con desbordarse; pero aún no lo hará, prefiere esperar y salir de su lecho durante la noche; ahí es cuando disfruta del horror que provoca en toda su plenitud. Aguarda a que el hombre se aproxime e intente salvar a sus animales, entonces enviará con fuerza sus olas arrastrándoles a la tumba de lodo que le acompaña.

 Jóvenes eucaliptos, avasallados por el fortísimo viento, intentan desesperadamente asir sus raíces a la tierra arcillosa; algunas de ellas, ya derrotadas, asoman sobre la hierba que tamiza los márgenes del cauce. El árbol se inclina cada vez más, sólo le queda esperar su humillante final arrancado y luego arrastrado rio abajo.

 Todo el día ha continuado igual y se une casi sin notarlo con la noche; ansiedad y miedo se cuelan en el interior de las casas y sus temerosos moradores miran hacia arriba implorando una respuesta. Sólo la ira divina es capaz de tanta maldad, se preguntan cuál será su pecado arrodillados junto al fuego de la chimenea rezando a un dios siempre ocupado y que no les escucha. Los monjes del convento cercano bajan del cerro y se aproximan por cada vivienda, urgiendo a unas ofrendas que serán debidamente consagradas y degustadas.

 Pasada la medianoche las nubes pugnan por separarse entre si, mucho más gráciles que hace tan sólo unas pocas horas; descargadas ya sus panzas corren jubilosas dando por terminada su batalla. La lluvia cesa poco a poco; la fuerte tromba da paso a una ligera mollina tratando de congraciarse con la tierra y con el hombre. Este mira hacia arriba y cierra los ojos agradecido a Dios y a los benedictinos, que sin duda intercedieron ante Él y les salvó; mañana por la mañana se acercará al monasterio con su mejor gallina, la que tenía reservada para Navidad pero no importa, aún le quedan unas gachas y con ellas bastará. Espera que se sientan suficientemente honrados para que sigan rezando por su familia.

El viento amaina y el eucalipto sometido se mantiene en pie, apoyado fatigosamente en el roble que ha evitado su caída.

El Sol se presenta con fuerza, el cielo totalmente azul se inclina y le rinde pleitesía cuando inunda todo con su luz. Un petirrojo revolotea coqueto junto a su amada, ella le sigue el juego a la vez que mira hambrienta a los hombres cuando salen para llevar comida a sus animales.

 Autoría: Alberto Ereña

La incierta belleza

Un cálido rayo de luz, a modo de resplandor, se posó sobre la cama de Rafael esa mañana de febrero, reclamándole el día. Quizás fuera una poco tarde, pero a Rafael eso no le ocasionaba remordimiento alguno. Recibió con agrado la suave lluvia del aseo matutino, en el que un termostato de última generación ponderaba el calor corporal. Se frotó con deleite el esqueleto, por otra parte perfecto, gracias a una genética pesada y medida durante generaciones. La suave música cesó cuando abandonó el ofertorio, una vez acicalado. El traje, sobre el gabán, exhibía la etiqueta de algún sastre inglés. Una camisa de hilo blanco, inmaculada, yacía a su lado en el diván, como si un hombre invisible la hubiera abandonado hacia unos escasos segundos. El café le esperaba, previamente digerido por una civeta. Amargo y con unos toques de canela. Comenzaba el día. 

El móvil vibró unos segundos, depositando un mensaje escrito - Cariño, el test es positivo, estoy embarazada

Rafael sonrió. Por fin conseguiría convencer a Elvira de la necesidad de comenzar una vida en común. 

Al salir de la finca, a través del espejo retrovisor del impoluto DB5, vio como los aspersores, iniciaban el riego sobre la huerta de cultivo ecológico, limítrofe a la piscina de proporciones olímpicas, que se entreveía entre la hilera de naranjos. Un aroma de azahar penetró hasta el interior del Aston Martín mientras Rafael dejaba atrás sus dominios. 

El recorrido hasta el museo transcurrió a ritmo de Bach. Una sucesión de semáforos en verde le depositó suavemente en el parking del Museo, donde entregó las llaves a Margarito Theotokópoulos, el encargado de abrillantarlo convenientemente. No cruzó palabra con el operario. Tenía por costumbre no entablar conversación con quien no hubiera sido convenientemente presentado. 

Atravesó las salas. Las pinturas de los grandes maestros parecían saludarle al paso, como soldados rindiendo armas a su general en jefe. 

En el sótano, el contraste le hirió levemente en los ojos, al ver la amalgama de pinturas, tapices, grabados y demás obras pendientes de restauración que yacían amontonadas. 

No le gustaba ese paisaje de abandono, aunque lo sabía necesario. 

Ana Zhang, la restauradora, se acercó para enseñarle el fruto del último viaje de hacía apenas cinco días. Un jarrón de la dinastía Ming, que reposaba virginal en un pedestal de mármol. 

Rafael miró a Ana, sopesando echar una matutina cana al aire. Sabía que los escarceos con la Srta. Zhang tenían los días contados, aunque pensaba demorar la ruptura, habida cuenta de los meses en barbecho que intuía en su horizonte sexual. 

Una vez saciado los instintos, degustó un almuerzo casi perfecto, si no fuera por el café con el que lo remató. Un extraño brebaje, posiblemente cagado por un gato callejero. 

No hay día sin mácula- se dijo para sí-. 

Ya de vuelta a la casa, al encender el televisor, este le devolvió la imagen de unos uniformados y trajeados orientales, todos ellos con gesto circunspecto. Por el faldón inferior de la pantalla discurría un texto, como en una cinta sin fin. Giró la cabeza, en busca de las lentes, que utilizaba solo en solitarias ocasiones. Cuando la imagen recobró cierta nitidez, un partido de futbol ocupaba la pantalla. 

Vaya, vaya - pensó- Mañana he de llamar a mi corredor de bolsa. Es hora de incrementar la participación en ese complejo hostelero. Cada vez que un chino sale en la tele, sube la tasa turística

Se retrepó en el sofá, dispuesto a descansar unas horas antes de la cena con Elvira y unos amigos, para celebrar las buenas noticias. 

Qué hermosa es la vida- comentó para sí- Sobre todo para nosotros, los que tenemos a nuestro alcance disfrutar de la belleza cada día

Mientras, varias batas blancas intentaban saludar al futuro cliente desde el televisor. Sin éxito. Tendrían que pasar varios días hasta ser presentados formalmente.

Autoría: Purificación Mínguez.

The End

Se apaga la luz de forma gradual mientras la gran pantalla copa protagonismo. Se apaga la luz y mi cuerpo parece fundirse con el asiento, desaparece casi por completo. La respiración se ralentiza, soy todo oídos y ojos. Solo eso. Ya no soy yo cuando se apaga la luz.

Ahora soy otra, en otra vida, en otro mundo, en otro espacio, rodeada de personas nuevas. Estreno frases, compongo situaciones, sonrío o me río a carcajadas, atraco un banco, me enamoro del chico, lloro y cambio de nombre, desayuno en el restaurante de la esquina, me echan del trabajo, me tiño el pelo de colores, corro por las calles de Nueva York o paseo por la Castellana, por un paisaje lunar, por un bosque encantado, por un espacio estrellado en el que el silencio es eterno...

Son dos horas de muerte dulce, una deliciosa pausa. No soy yo. Adiós a la rutina, a las caras habituales, a la lluvia cansina, a los nervios del trabajo, al sueño del lunes, a la apatía de los miércoles, a las comidas en el táper, las carreras para recoger a lo niños, las compras en el súper, las cenas bajo la fluorescente...

Durante dos horas mi cuerpo no responde a los estímulos, funciona en automático, respiro pero no me doy cuenta, lo he abandonado, como si levitara en otro universo. Porque mi mente se deja llevar por el guion, animada por la oscuridad, envolvente y acariciadora. Ya no soy una espectadora, no, soy parte de cada fotograma.

Y cuando parecía que todo iba sobre ruedas, que el atraco iba por buen camino, el chico me declaraba su amor y en el espacio silencioso titilaban las estrellas, lejanas y ajenas, entonces, cuando más convencida estaba de que mi vida no era mi vida si no que la había cambiado, que estrenaba un nuevo camino; entonces, digo, las luces se encienden y, como si una cuerda tirara de mí con fuerza inusitada, incluso con brusquedad, retorno a mi cuerpo, vuelvo a mi realidad. De nuevo soy yo.

Mientras abandono la sala, la moqueta absorbe con ansia el sonido de los pasos. Tal vez sea por ello que los pensamientos intentan escapar, como si ese andar amortiguado les diese alas, como si mi mente siguiera atrapada en esa vida inventada. Pero el frío de la calle me abofetea inmisericorde, acalla rumores y me baja los humos. El ruido de la ciudad me alcanza. Y aunque sé que este es el mundo real, mi mundo, me parece que aún floto suspendida en otra dimensión. Me cuesta reubicarme. Suspiro y sacudo el polvo de estrellas adherido a mis hombros. "Esto no es una película –le digo a mi otro yo– la magia ha terminado".

Autoría: Argiñe Areitio.

Plegaria Lírica

Que no te detenga el aire, ni te seque la lluvia.

Ni te duela el paisaje, ni el rocío te tiña.

Ni te sientas penosa si no suena la lira.

Que la vida se abra, que se encierre la envidia.

Que los sueños guardados te desdoblen de risa,

cuando al ir al buscarlos, notes que hacen cosquillas.

Ni te sienta yo ausente cada vez que me miras,

porque creas perdido el amor en tu vida.

Yo te sigo encontrando, en el aire, en la lluvia

de un teñido paisaje que rocía la bruma.

Y aunque sienta la pena que no suene la lira,

cosquilleo en el sueño porque se abra la vida,

cada vez que te encuentro, cada vez que me miras.


Autoría: Purificación Mínguez.

El brasileño

 

Al atardecer corría hacia su casa como todas las tardes. Sonaba la sirena en la excavación y salía disparado, no había tiempo que perder. Saluda a su madre, beso rápido, y coge el chusco de pan con dos rodajas de mortadela que le tiene preparado sobre la mesa. Le propina un mordisco que traga casi sin masticar, mientras recoge su camiseta y pantalón corto que mete rápidamente en la bolsa de plástico; sus botas ya están dentro.

Su madre está entretenida tratando de que la abuela coma algo; hace ya tiempo que no se levanta de la cama y cada día se la ve más débil; aún así le sonríe cuando se le acerca para darle un beso. A la vez, con suavidad, introduce un sobre en el bolso del delantal de su madre pero ésta se da cuenta y le mira interrogante.

- “Es el salario de la empresa mamá, nos han pagado hoy; tienes novecientos ochenta reales, algo menos que el mes anterior; con las lluvias no he podido trabajar todas las horas... Me ha dicho Walter que pase esta noche por su hamburguesería, sustituiré a su hermana y me dará algo de dinero; mañana por la mañana te lo dejaré en la mesa antes de ir a trabajar. Parece que viene buen tiempo durante las próximas semanas, aprovecharé para doblar las jornadas; no le faltarán a la abuela sus medicinas, no te preocupes”.

Como siempre que sale de su casa a entrenar, mira antes de reojo las dos viejas fotografías, que cuelgan junto a la ventana de la cocina; en una de ellas, blanco y negro, aparece un señor con traje oscuro y corbata del mismo tono. Está bien peinado y luce una barba negra bien poblada pero no muy larga, se nota que se preparó para el momento; sonríe despreocupado a la cámara mostrando una dentadura desigual, lo cual no afea su rostro con facciones bien definidas. Los ojos, pequeños y vivaces, confieren al rostro una imagen de determinación y arrojo que, sin dudarlo, serían una de las señas de identidad del personaje. Debajo de la fotografía, a la derecha, hay unas letras pequeñas en las que aún se puede leer “Foto Julián – Bilbao”.

En la otra se adivina a quince muchachos, los cuales están unos de pie hombro con hombro y la otra mitad agachados, todos ellos mirando a la cámara, con una sonrisa preparada y con la sensación de estar un poco hartos. Aún así, lucen orgullosos una camiseta rayada con franjas blancas y rojas y un pantalón corto de color negro; unas medias también rayadas pero esta vez horizontalmente del mismo color que la camiseta, completan su equipaje. Uno de ellos, el portero de ese equipo y el más alto de todo sus compañeros, viste completamente de negro, incluso su visera, el escudo en su camiseta es la única muestra de color que porta. Pese a que Joao cambia periódicamente el film que la cubre, la fotografía muestra los años que lleva allí colgada y cuesta adivinar algunas caras y los nombres de los protagonistas que figuran al pie; se distingue con más claridad abajo, también a la derecha, “Atlético de Bilbao”.

A la carrera llega al campo de fútbol, un recinto al aire libre delimitado por unos oxidados tubos metálicos. Un terreno terroso y desigual es por donde corretean ya sus compañeros; algunos de ellos ensayan puntería en una de las dos porterías que presiden el rectángulo de juego. En la otra portería, otros dos miembros del equipo embuten uno de sus postes en el suelo; las últimas lluvias y el viento lo arrancaron ayer. El hombre que está con una sotana negra arremangada hasta las rodillas, siguiendo las evoluciones de los muchachos, le saluda desde el centro del campo haciéndole señas para que se acerque.

- “Joao, ¿qué tal? Tendrás que recuperar un poco el tiempo, llegas tarde.”- lo dice sonriendo y sin enfado, sabe la carrera que le supone llegar hasta allí y que varios días no acude debido a sus horarios en la excavación - “Quiero que practiques bien las internadas por la banda izquierda con el balón en los pies; Félix, Jair y Santos te bloquearán, debes esquivarlos y una vez conseguido, rematar a portería. Así durante treinta y cinco minutos, después harás lo mismo pero por el centro, dejando sentados a los que salgan a tu paso. Llegando al borde del área pequeña elevas la pelota para marcar; y por ambas escuadras. ¡Venga! ¡El próximo partido nos jugamos casi el título y hay que darle fuerte!”.

El padre Ignacio observa sus habilidades con atención, es admirable su control de la pelota; nunca le destaca delante de sus compañeros pero sin duda es un jugador muy especial; sonríe recordando a Messi, pudiera llegar a ser un sustituto del astro argentino pasado un tiempo. Asiente suavemente para sí, Joao acaba de driblar a sus tres oponentes sin dejar ni un momento el balón pegado a sus botas; se miran incrédulos a la vez que el ya remata a portería y marca un tanto increíble desde un ángulo inverosímil. Lo formidable no es el gol de hoy, es que todos los días hace esas diabluras; “Dios me perdonará la expresión” y sonríe.

Ignacio Badiola Etxebeste llegó a Sao Paulo hace ya quince años, su primera estancia fué para un acto de confirmación de su Fé y luego volvió a su pueblo, Balmaseda. Permaneció un par de meses como adjunto al párroco titular, hasta que el Obispo le indicó que debía desplazarse a Extremadura para atender varias parroquias del interior de la provincia de Badajoz. Lo hizo así y allí se mantuvo durante dos años; desde Olivenza solicitó permiso para volver a Sao Paulo, sentía que su destino religioso eran misional, lejos de la comodidad relativa de la pastoral española. Le fué concedida la dispensa y pasando antes por su pueblo para despedirse, se embarcó hacia Brasil.

En Sao Paulo de nuevo, se dedicó con todas sus fuerzas a los barrios humildes, que eran casi todos. Su carácter abierto, amable y condescendiente con todos sus vecinos, le forjó una gran reputación de persona honesta y leal, cualidades no muy abundantes por aquellos lares. Creó una pequeña misión en la periferia de la ciudad acompañado de otros dos sacerdotes, uno nativo de nombre Edson, y William Jose, argentino, al que apodan PateWilli. 

La capilla, consagrada a Fray Galvao, fué visitada por el Papa Benedicto XVI con motivo de la canonización de Antonio de Santa Ana Galvao, y ello supuso para los tres misioneros un reconocimiento internacional a su labor eclesiástica y social.  En ella, celebran actos religiosos a la vez que atienden enfermos, y reciben a mujeres que sufren explotación de todos los tipos imaginables, las cuales luego son reconducidas a centros que Cruz Roja dispone para atenderlas. Recogen a  muchachos que intentan hacer su vida fuera del pandilleo, ofreciendo educación gratuita para su formación laboral. Otros jóvenes son integrados gracias al deporte; lo que sea, con el único fin de sacarles de las calles; como en el caso de Joao y sus compañeros del equipo de fútbol. 

Finalizado el entrenamiento ya cuando anochece, el padre Ignacio se despide de cada uno de los miembros de su equipo, y les hace entrega de un bocadillo de carne albardada que el mismo preparó ésa tarde; probablemente no lo empezarán para compartirlo en sus hogares y él lo sabe, también lo hace por esa razón.

- “Muy bien chicos, esto funciona; el sábado nos vemos a las cuatro de la tarde. Correremos un poco  para calentar y después a por ellos. No será fácil, “Sporting do povo” tiene muy buenos jugadores pero les ganamos en velocidad, y si sabemos anticiparnos y coger su espalda les venceremos. Llevamos varios días ejercitando esta técnica y la tenéis bien interiorizada, seguro que no falláis. Ahora cada uno a su casa, sin entretenerse por el camino. ¡Hasta el sábado, campeones!”

Les observa según van abandonando el recinto a la vez que piensa la dificultad que estos jóvenes tienen para salir adelante en aquel ambiente; les habla con frecuencia de personajes heroicos de la rica historia brasileña para que sientan identificados, nacidos allí, gente del pueblo que luchó por mejorar su país no sólo en las guerras, también en la medicina, en la filosofía, en la arquitectura, en el deporte como ellos...Y les compara, y les anima: “vosotros sois también héroes en vuestras casas y en vuestros barrios; debéis pensar por vosotros mismos, ayudar a vuestras familias, formaros laboralmente para no depender de la caridad de las pandillas que será vuestra ruina como personas y la de vuestras familias. Así se construyen los auténticos ídolos.”  

- “¿Has conseguido sacarle alguna información nueva a tu abuela?” - Se dirige a Joao que termina de calzarse y se incorpora para marchar.

- “Poco. Casi no conoció a su padre, murió siendo ella una niña, y su madre unos meses después en el desbordamiento. Sólo conserva una fotografía que dice algo de Bilbao, como ya le he comentado otras veces y que usted conoce, pero no sabe con certeza en donde nació; le suena algo de Galdames o parecido, sólo lo comenta cuando habla sola en esos momentos que su cabeza se va”.

Ignacio sabía que era muy complicado, aún así lo seguía intentando; con más ahínco si cabe cuando recibió una carta del “Athletic Club” en la que le informaban de la recepción de los vídeos que les envió semanas atrás. Aplaudían las habilidades de su pupilo Joao Pirés y estarían encantados de hacerle una prueba pero antes debía demostrar fehacientemente que alguno de sus ancestros provenía del País Vasco. (Y más siendo mulato, añadió mentalmente).

El resultado del partido se decantó a favor del “Athletic de Fray Galvao”, su equipo, un tanteador favorable de cuatro a tres dejaba bien a las claras que no había sido sencillo; Joao Pirés fué la estrella anotando tres goles, y el que tiró del equipo con un dos a cero desfavorable en el primer tiempo. Fue espectacular la reacción en la segunda parte, “éste chico es extraordinario”, se decía el cura según abría su bolsa para el reparto de los bocadillos y unas rosquillas que PateWilli elaboraba con mucho arte. Su teléfono móvil, olvidado entre los bocadillos, anunciaba una llamada perdida de su gran amigo Domingo Urrutia, en la actualidad párroco de Mungía y compañero en el Seminario. Los futbolistas celebraban su victoria con gran jolgorio y aún tenían para un rato; decidió llamar a Domingo.

 - “¿Sí? Ignacio, que alegría me da oírte, aunque sea mal. Todo bien por aquí, sí; me alegro de vuestra victoria, porque no puede ser otra cosa con todo el jaleo que tienes por ahí, enhorabuena. Te he llamado precisamente por lo que me pediste hace un mes; he consultado archivos y puede que tenga algo”

- “¿A qué te refieres con algo? Explícate y un poco más alto que no te oigo bien, por favor”

“A ver, te voy contando. Hablé con el obispo y le comenté tu caso, la verdad es que no se mostró muy colaborador al principio porque no le parecían “causas de Dios” como el dice, pero cuando le recordé quién eras y lo que estás haciendo por ahí lejos, entonces ya se abrió un poco más y tuve acceso a los archivos diocesanos. También que tu tío fuera cardenal en Roma ayudó, por qué no decirlo. Me hablaste algo de Galdames; ahí tengo un amigo cura, Txema, que se encargó por su parte de investigar más o menos por los años que calculamos. Del bisabuelo de tu “Aduriz brasileiro”, sólo sabemos que se apellidaba Arana y efectivamente hay un tal Ángel Arana Arana que está inscrito en la parroquia de Galdames, el cual posteriormente figura en Diputación como exiliado en Brasil, documento que he conseguido en una página de Internet que me facilitó la embajada brasileña en Madrid.”

 Calló unos instantes; una pausa, valorar la atención creada, esa era su especialidad. Ignacio picó en el anzuelo que hábilmente le tendía su amigo:

 - “Todavía no hemos llegado al final, Domingo. No podemos probar nada; te lo agradezco pero hay que indagar más.”

 - “Espera. Ángel Arana Arana, nacionalidad española, natural de la población de Galdames en Vizcaya, contrajo matrimonio con la ciudadana brasileña Doraida Firmino Telles”.

 - “¿Cómo consigues todo ésto? ¿Lo tienes documentado?”.

 - “Sí Ignacio, absolutamente todo. Conozco a una familia que llegó de Brasil hace un par de años a Zamudio, solíamos coincidir en la cooperativa e hicimos amistad. Un día, hablé de tu caso con ellos para que me informaran si conocían como proceder en su país para gestiones burocráticas; aquello es tan grande y con una administración tan pesada, que es imposible si no tienes a alguien que te ayude desde dentro. Por casualidades de la vida, o porque Dios consideró que en algún momento debía devolverte algo de lo que tu has hecho por él,  resultó que una de sus hijas es funcionaria en Archivos Generales. Me pusieron en contacto con ella y ¡voilá!, se puso a mi disposición en todo lo que precisara, la verdad es que es una muchacha encantadora”.

- “¡Fantástico! ¡Eres increíble! Pero nos queda por cerrar el circulo. Acabamos en Doraida, aún no es seguro.”

 - “Ignacio, la paciencia es una virtud que Dios nos regala y hay que saber administrar; déjame continuar, no te pongas nervioso”.

 - “Sigo contando. Doraida y Ángel tuvieron un hijo y una hija. El chico era Gabriel Jesús Arana Firmino y la hija María Isabel Arana Firmino. Ambos nacidos en Sao Paulo, hasta ahí he podido llegar.”

- “Gracias Domingo. Te llamo luego.” - Y colgó -.

 -”Joao, ven un momento, por favor. ¿Cómo se llama tu abuela?”.

 - “¿Mi abuela? Marisa. ¿Pasa algo?”.

 - “¿Marisa?”.

 - “En realidad, María Isabel; pero siempre la hemos llamado Marisa”.

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 Diario Marca. Doce de Julio de dos mil veintidós.: El Athletic hace oficial el fichaje por cinco temporadas, del delantero brasileño Joao Pirés”.

“La operación se ha llevado con suma discreción por ambas partes. El interés mutuo desde el primer momento, ha facilitado que todo discurriera sin problemas; inicialmente estará en la disciplina del Bilbao Athletic compaginando con el primer equipo, a medida que el cuerpo técnico lo vea factible.”

“El muchacho, de tan sólo dieciséis años, vendrá acompañado de su familia para evitar un cambio drástico en su vida y facilitar su adaptación a Bilbao, ya que sólo ha conocido la disciplina deportiva en un equipo amateur de Sao Paulo.”

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 Diario El Correo. Veintinueve de Mayo de dos mil veintitrés.: “Joao Pirés ganador del Trofeo Pichichi como máximo goleador de la Liga”

“Hacía ya muchos años, que no contaba el Athletic con un delantero que ganara tan prestigioso trofeo. La desafortunada lesión del numero nueve del Athletic, titular indiscutible hasta ese momento, forzó la entrada de Pirés al primer equipo tan sólo un mes después de comenzada la Liga. El Brasileño, como así le conoce la grada de San Mamés, ha cuajado una temporada memorable marcando veintinueve goles y asistiendo en otros catorce más. Pese a los iniciales murmullos en algunos sectores de La Catedral debido a su color de piel, sí señores y señoras aún estamos así, su rendimiento ha sido tan espectacular que ha conseguido hacerse un bilbaino más, pese a tener que demostrar en un primer momento su procedencia desde el bonito municipio de Galdames, del cual era originario su bisabuelo”.

“Varios clubes europeos ya tienden sus redes ante éste fenómeno, a lo cual desde un primer momento, Joao ha asegurado que nunca cambiará los colores de ésta camiseta. Asegura que mantiene aún la fotografía que su abuela recibió de su padre cuando era niña, y que siempre estuvo presente en su casa. Nunca olvida enviar un saludo al padre Ignacio, el cual ha asegurado que en su próxima vuelta a Balmaseda aceptará la entrada que Joao le tiene reservada”.

 Autoría: Alberto Ereña

El paraíso es un infierno ordenado

Books, livres, libros, liburuak,...
Año Nuevo, más libros por estrenar.
Caos en los ya repletos anaqueles.

Todo ello altera la calma del despacho,
una armónica estancia es inquietada.
 
Amor como principio, orden como base,
y el progreso como fin, lema de Comte.

No el orden del universo alfabético,
tampoco la belleza de un diccionario.

Bibliotecas con cada libro en su sitio.
Jamás el caos de las obras donde caen.

Porque nuestros libros son nuestros espejos,
son semillas que tardan en florecer.

Necesitan espacio y preciado tiempo.
No que perturben su solemne presencia.

 El mismo infierno, con un poco de orden, 
 podría convertirse en un paraíso.

Autoría: Mikel Agirregabiria.