Está lloviendo y el ambiente es helador. Son las doce y el
Sol no aparece, ni tiene pinta de hacerlo. Un cielo gris, casi negro, tiñe la
mañana de color triste; con ese tono indefinido que cada alma coge para sí como
propio. No vemos; creemos ver lo que ella siente. Según nuestro estado de ánimo
varía nuestra percepción; nunca hay dos colores idénticos, como tampoco existen
dos personas iguales.
Ayer también llovió, y anteayer; además hizo muchísimo
frío.
Anocheció muy pronto, igual que lo hará hoy; la tristeza
cabalga a hombros de la noche, encerrando a todos los vecinos del pueblo en sus
casas. Las desajustadas contraventanas de madera se agitan con el viento, y
acompañan con su ¡clan! ¡clan! ¡clan! el ulular desaforado del dios Eolo
en su cortejo a Deyopea.
El rio embravecido disfruta sintiendo el temor que suscita
en los ribereños, mientras lame las orillas amagando con desbordarse; pero aún
no lo hará, prefiere esperar y salir de su lecho durante la noche; ahí es
cuando disfruta del horror que provoca en toda su plenitud. Aguarda a que el
hombre se aproxime e intente salvar a sus animales, entonces enviará con fuerza
sus olas arrastrándoles a la tumba de lodo que le acompaña.
Jóvenes eucaliptos, avasallados por el fortísimo viento,
intentan desesperadamente asir sus raíces a la tierra arcillosa; algunas de
ellas, ya derrotadas, asoman sobre la hierba que tamiza los márgenes del cauce.
El árbol se inclina cada vez más, sólo le queda esperar su humillante final
arrancado y luego arrastrado rio abajo.
Todo el día ha continuado igual y se une casi sin notarlo
con la noche; ansiedad y miedo se cuelan en el interior de las casas y sus
temerosos moradores miran hacia arriba implorando una respuesta. Sólo la ira
divina es capaz de tanta maldad, se preguntan cuál será su pecado arrodillados
junto al fuego de la chimenea rezando a un dios siempre ocupado y que no les
escucha. Los monjes del convento cercano bajan del cerro y se aproximan por
cada vivienda, urgiendo a unas ofrendas que serán debidamente consagradas y
degustadas.
Pasada la medianoche las nubes pugnan por separarse entre
si, mucho más gráciles que hace tan sólo unas pocas horas; descargadas ya sus
panzas corren jubilosas dando por terminada su batalla. La lluvia cesa poco a
poco; la fuerte tromba da paso a una ligera mollina tratando de congraciarse
con la tierra y con el hombre. Este mira hacia arriba y cierra los ojos
agradecido a Dios y a los benedictinos, que sin duda intercedieron ante Él y
les salvó; mañana por la mañana se acercará al monasterio con su mejor gallina,
la que tenía reservada para Navidad pero no importa, aún le quedan unas gachas
y con ellas bastará. Espera que se sientan suficientemente honrados para que
sigan rezando por su familia.
El viento amaina y el eucalipto sometido se mantiene en
pie, apoyado fatigosamente en el roble que ha evitado su caída.
El Sol se presenta con fuerza, el cielo totalmente azul se
inclina y le rinde pleitesía cuando inunda todo con su luz. Un petirrojo
revolotea coqueto junto a su amada, ella le sigue el juego a la vez que mira
hambrienta a los hombres cuando salen para llevar comida a sus animales.
Autoría: Alberto Ereña
Es una narración densa y potente
ResponderEliminarMuy bien escrito y descrito
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Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarSi y con potentes imágenes poéticas como "la tristeza cabalga a hombros de la noche..."
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