Cuando vuelvas

A veces es un olor. Entra con sutileza... o como un elefante en una cacharrería. En cualquier caso, los olores son siempre muy osados, no llaman a la puerta y pasan hasta adentro. Por si fuera poco, la invasión suele acarrear una serie de sensaciones que no podemos controlar: miedo, asco, intranquilidad, amor, dolor, vida, recuerdos... Es poderosa la fuerza que tienen los olores, son como un resorte que de forma automática generan reacciones en nuestro cuerpo: un escalofrío, una sonrisa, una lágrima, un grito ahogado, un salto del corazón. ¡Es un gran influencer ese sentido atrofiado!

Otras veces es un sonido. Estos también suelen entrar por las bravas. Ahora que lo pienso, se parecen mucho a los olores. Puede ser un susurro que eriza nuestra piel; un grito que altera nuestro ritmo cardiaco; una llamada que despierta nuestro amor; una música que nos transporta a otro lugar, a otro momento junto a otras personas... Ahí están de nuevo los recuerdos.

En ocasiones es un tejido, una textura, el roce de una superficie. Menos invasivo, el tacto también tiene esa capacidad de poder llevarnos a otros mundos. Si cerramos los ojos y nos dejamos guiar  por las yemas de los dedos, podemos imaginar entornos nuevos alejados de donde estamos. Una tela de seda puede generar un escenario exótico en tu cabeza, un mundo de tules, de suavidades, de risas y tintineos. La aspereza de la hierba puede hacerte recordar aquellos momentos en los que te pierdes en su verdor, tumbado al sol mientras te dejas acariciar por su aroma fresco. Una vez más, hablamos de recuerdos.

¡Qué decir del gusto! Es tan variado y enriquecedor, soso, salado, agrio, amargo, dulceeeee.... Si algo puede elevar nuestra mente, cerrados los ojos una vez más, es un sabor. Puede estremecer todo nuestro cuerpo, nuestra alma también. Dejaremos escapar un suspiro mientras ahondamos en las miles de sensaciones que pululan por nuestras células, todas extasiadas. ¿Recuerdas el sabor de la leche de vaca, la de verdad? Inconfundible. ¿El del tiramisú que hago cuando venís a casa? Delicioso. ¿El del café recién hecho? Entrañable. Son recuerdos que nos llenan.

La vista, el último pero no el menos importante también tiene su papel cuando hablamos de recordar. Es el más directo y tal vez por ello el menos evocador. Pero al ser tan llano y simple, a veces nos va directo al corazón. Ayer juraría haberte visto entre un montón de gente que iba en el metro. La cabeza, irracional y estúpida, me decía que no. Era evidente. ¡Lo sé!, grité por dentro, no es él, ¡lo sé!. Pero durante unos segundos, dos como mucho, aquella figura familiar hizo que saltaran todas las alarmas. Fue como si todos los sentidos se hubieran puesto de acuerdo , como si hubiera oído tu voz suave diciendo mi nombre de esa forma amorosa y cercana que solo tú tienes; como si hubiera llegado hasta a mí el olor de tu colonia, esa que no tengo idea de cuál es, la que cambias cada dos por tres, depende del momento pero igualmente identificativo. Fue como si hubieras apoyado tu mano en mi antebrazo, con tu delicadeza habitual, apenas un roce, como el beso que me sueles dar en la mejilla, etéreo y frágil.

Por un momento incluso saboreé el amargor de cóctel de alcohol, de esos que preparas entre risas cuando nos visitas.

Pero todos ellos me engañaron, la vista la que más. Claro que no eras tú, pero por un momento el corazón dio un salto y quedó en el aire, sin atreverse a seguir adelante. Luego sí, lo hizo con desenfreno, como queriendo recuperar el segundo perdido.

Es inevitable recordar. Somos recuerdos, sin ellos dejaríamos de ser nosotros mismos. Desapareceríamos y también quienes están a nuestro lado, quienes nos aman y aprecian. Por eso no me importó que me engañaran. Por un momento estuve contigo, mucho más cerca. Así que me dejo llevar por los sentidos. Les permito que me asalten y me engañen. Porque con los recuerdos vivo mil y un momentos que, es lo mejor de todo, sé que volveremos a vivir juntos y compartir. Cuando vuelvas.  

Autoría: Argiñe Areitio.

Helada Patria


Helada Patria, ni siquiera guardarás mis huesos
pero exiges con tesón mi sangre.
Persigues con ruegos sacrificios inmutables.
Acoges, gélida patria, solo sombras
danzando en el baile de un tiempo pretérito.
Solo mujer soy, patria ausente,
y tú, solo límite geográfico.
Mi renuncia hoy implora la libertad que nombra tu recuerdo.
Déjame ser de todos. De todas. Única.
Dejadme ser por fin mía, patria insomne que no duerme,
purgando las ideas celadas a escondidas.
Patria en mi memoria en ruinas, esclava he sido de tu nombre.
Perdí mis hijos por nombrarte.
Y los hijos de otras, ahora también se fueron,
mil veces espectros, negándote la ausencia.
Qué nuevo nombre he darte en este espacio que habito si lo ignoro
¿A dónde debo, remontar mi vida y la de otros,
para llegar a la esencia que marca tu horizonte?
¿Cuándo digo soy mujer, he de decir que soy Norte?
¿Acaso no está mi vientre al Sur de mi esqueleto?
Hoy pugna en mis ojos de este a oeste una mirada
hecha de deseos, ante otras patrias y otros afectos.
Digo que soy esencia y me desnudo sin patria
ante el pálido ondear de tu bandera
¿Es tú borde acerado?
¿Es ese verde costado que mira al mar lo que te hace jueza?
justiciera de quien perdió la brújula a fuerza de huir de la miseria.
Déjame ir patria que yo te nombraré como a un espectro.
No ha de ser de otra manera,
marcada como estoy a sangre y fuego

Autoría: Purificación Mínguez.

Tozuda realidad

 Aun sin comenzar su adolescencia, Amaia no tenía ningún problema para integrarse en el grupo de jóvenes que destacaba en su pueblo, al que todas querían pertenecer pero no siempre era posible.

Joseba Koldobika G. Lizarraga, antes “Pepelu” Garcia, y Miren Sorkunde Etxaniz Artola , “Macu” Pérez Franco cuando todavía no había eliminado sus dos primeros apellidos en el Registro Civil, eran los que se encargaban de dar el visto bueno a las nuevas incorporaciones.

Joseba vestía vaqueros; en ocasiones alternaba con pantalones de montaña de la marca Ternua; y zapatillas de trekking. Completaba su atuendo con camiseta de rayas, siempre horizontales, de diferentes tonos; chamarra acolchada y pañuelo palestino al cuello, ya hiciera un calor insoportable. Su cabello largo, tipo mohicano, acababa en unos rizos rebeldes, aún así muy arreglados, poco más abajo de los hombros.

El atavío de Miren era similar, parecía que cada mañana quedaban de acuerdo en su vestimenta antes de salir de casa. Sólo el peinado variaba un poco; melena lisa corta y flequillo marcado pero casi inexistente.

 La vida transcurría sin sobresaltos para Amaia dentro de su grupo. Miren y Joseba marcaban la pauta y el resto de miembros adolecía de inquietudes que pudieran provocar conflictos; de hecho, no los había. Hacían quedadas reivindicativas los fines de semana, casi siempre por temas políticos que no comprendía bien, pero tampoco era necesario; le pasaban las pegatinas y los eslóganes que debían utilizar según de que actividad se tratara, y listo. Después, unos zuritos o algo más fuerte, y para casa.

 La lectura no le atraía en absoluto, le aburría; los libros que había conseguido terminar con mucho esfuerzo, ocupaban un espacio muy reducido en su habitación. Todos ellos trataban sobre personajes revolucionarios sudamericanos y europeos de ideología marxista, a los cuales oía nombrar en las disertaciones que sus dos colegas dedicaban al resto de la cuadrilla. Así se mantenía al corriente, y podía meter una cuña en el debate posterior para demostrar que estaba al día  . 

Los ajenos a la cuadrilla, txakurrines en su jerga, no existían en el universo de Amaia; eran burgueses que sólo miraban por sus intereses clasistas y no se ocupaban de conseguir una sociedad igualitaria como hacían ella y sus amigos. Había que verles con sus jerséis finos de cuello redondo al hombro, y los ridículos zapatos castellanos sin calcetines en verano. En invierno, sus gruesos abrigos y botas Panamá Jack para diferenciarse de los demás, eran el hazmerreír de nuestra cuadrilla.  Formaban parte de una élite opresora, que desde muy jóvenes ya les abducía para los oscuros intereses capitalistas. Les imaginaba votando a Inés Arregui, la facha de Neguri, el símbolo de la tiranía centralista neoliberal que asolaba el país. En el imaginario de Amaia no se concebía como era posible que una fémina fuera de derechas; era algo antinatural. Sólo la izquierda radical, ella y su cuadrilla, era capaz de acabar con el patriarcado que las humillaba; no hay más alternativa que el partido Liberta, el suyo, al que todos apoyaban. No hay ninguna mujer dirigente en el pero no importa, dice Miren; Tasio y Mikel apoyan nuestra causa y son nuestros principales valedores.

En ocasiones, algún txakurrin trataba de saludarle al cruzarse por el paseo; ella apartaba muy altiva su mirada ante esos seres del inframundo, hasta que dejaron de hacerlo. 

Opositó para la Administración autonómica; no logró una nota brillante, pero entró en bolsa de trabajo e iba cubriendo las vacantes administrativas que se producían en los diferentes estamentos, y fue subiendo en la lista. Coincidió que salió una oferta pública de empleo dos años después, con el fin de cubrir puestos no consolidados, junto a las bajas que se producían por las jubilaciones. Era el relevo generacional más importante desde la instauración de la democracia y los estatutos de autonomía; el personal funcionarial que en aquel momento accedió a la Administración, ahora ya estaba en fase de retiro forzoso o anticipado. Entre los puntos acumulados y un examen accesorio, Amaia consiguió una plaza en el área de deportes de la Diputación.

Se casó, por el juzgado por supuesto, con Unai Lizarraga; primo de Miren Sorkunde. Le conocía de la cuadrilla y poco más, las típicas conversaciones con un vaso en la mano entre bares, y algún morreo clandestino con el sabor agrio de cerveza mezclada con tabaco. Una tarde dominical con mucho ardor patriótico y varios tequilas, corrieron a esconderse en un portal escapando de la policía, que repartía leña por doquier.

A consecuencia de aquel domingo lluvioso, siete meses y medio después vino al mundo Joseba.

El aitite se ocupaba todas las mañanas de sacarle a la calle en el coche de bebé que él mismo le había comprado en El Corte Inglés; la cara demacrada de Amaia reflejaba muy a las claras la tensión a la que estaba sometida tras su maternidad, e intentaba ayudarle para que pudiera dedicarse algo de tiempo a sí misma.  Su compañero, conductor de camiones con rutas encadenadas por Europa hasta Turquía, pasaba largas temporadas fuera de casa y era ella quien debía atender al pequeño día y noche. Aita ayudaba lo que podía y le estaba agradecida, pero echaba de menos a su madre; el alzheimer hacía meses que la había dominado y pasaba las horas frente a la ventana de la residencia, ajena a la incertidumbre de su hija.

Joseba fue su compañía casi exclusiva durante años. Unai no volvió de uno de sus viajes, al parecer se quedó por algún país asiático próximo a Turquía con la carga del camión y no volvió a saber de él. Su empresa tenía un buen seguro de carga y no se preocupó de buscarle, la policía tampoco, y Amaia no insistió mucho. Pasado un año de la desaparición, la policía turca encontró restos óseos en una zona despoblada próxima a la frontera con Siria, que atribuyó a Unai. Esto le sirvió para cobrar una cuantiosa indemnización, y así aliviar su pena y su cuenta bancaria. 

La antigua cuadrilla seguía sin novedades y a veces quedaba para tomar algo rápido, mientras le contaban como avanzaba Liberto en los sondeos; esta vez seguro que conseguirían arrebatar a Inés Arregui la presidencia, se decían convencidos.

A medida que Joseba se hacía mayor, Amaia notaba que su hijo no tenía un grupo de amigos definido en el pueblo y buscaba cualquier pretexto para ir a la capital. Allí, le decía, se veía con gente del Instituto porque le resultaban más entretenidos que sus vecinos más próximos, solo pendientes de las evoluciones de Liberto, y las actividades paralelas que de él se derivaban. Amaia sentía una cierta intranquilidad por la evolución de Joseba, y el distanciamiento progresivo con los hijos de los miembros de su cuadrilla. Una tarde, alarmada, se vio obligada a llamarle la atención cuando Joseba llegó a casa con dos periódicos de tirada nacional, y los dejó sobre la mesa mientras subía a cambiarse de ropa.

 -¿Quién te ha dado “esto”, Joseba?

-¿ “El País” y “Abc”? Nadie; los he comprado yo en San Sebastián ahora, al coger el bus. ¿Por qué, ama?

 -¿Y has venido leyendo, de-lan-te de to-do el mun-do, “esto”? -Amaia, se tensionaba por momentos-.

 -Sí, ama. Están muy bien; la parte de internacional de “El País” es una pasada, y las columnas de opinión de “Abc” me gustan; hay de todo tipo, no como el de casa que solo tira para un lado. Ahí te los dejo, cógelos si quieres, les he terminado ya.

 Amaia se hacía cruces, ¿cómo era posible que su hijo actuara y hablara así? Y tan normal, como si nada.

 -Joseba, si te ven por aquí con estos diarios te dejarán de hablar, te harán el vacío… ¿No te das cuenta? Si te interesan, cómpralos cuando estés tu solo, mételos en una bolsa hasta que llegues a casa y luego ya los tiras a la basura sin que se note. Esto es el símbolo de la opresión del Estado a nuestra tierra, son panfletos burgueses del centralismo que nos ahoga.-Amaia tiró de eslogan para impresionarle-.

 -Ama, por favor; no me seas… Si alguien no quiere hablarme por “esto”, como tú dices,- y los agitó al aire- creo que no perderé mucho. Si no somos capaces de leer de todo, ¿cómo sabremos lo que opina el otro y así tratar de entendernos?  Mira ama, nunca te lo he dicho, pero en esta casa se echan en falta libros; no puede ser que sólo leamos los de una parte y ya está. Y eso es lo que quiero; conocer lo que dicen los demás de nosotros, opiniones de gente que hable y diga lo que le parece… luego yo tomaré partido con ellos o no. Quitar el miedo a la diversidad… no veo otra forma ama, lo siento. 

 -Liberto tiene cosas interesantes, sin ninguna duda, pero “hay vida más allá”.-Sonrió, le dió un beso y se dirigió a su habitación, dejando a Amaia más preocupada aún e impregnada de orgullo en su interior .-

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 Tratando de no dañar a su madre, Joseba evitó en lo posible mostrarse por la localidad con diarios “no afines” y , aunque los seguía comprando en la ciudad, los traía a su casa dentro de una bolsa de plástico oscura que llevaba para tal fin. Amaia, a veces, y siempre a solas, los ojeaba.

 Superados con holgura los exámenes de selectividad, Joseba tuvo que decidir como cualquier otro muchacho de su edad hacia dónde dirigir su futuro profesional y, aunque ya había mostrado su inclinación por las carreras técnicas, no terminaba de concretarle a su madre.

Ella le insistía, no quería agobiarle pero había que tomar ya una decisión, las plazas universitarias eran escasas y no podía dejarlo mucho más.

 Una mañana de domingo, desayunando ambos en la cocina, le soltó la noticia a bocajarro.

 -Ama, iré por Ingeniería Informática, creo que es lo mejor para lo que quiero hacer.

 -¡Qué bien, Joseba! ¡De maravilla! Mañana mismo miramos para cerrar la matrícula cuanto antes, aquí mismo, en Donosti. ¡Que alegría me has dado!

 -No, ama; en Donosti no. Lo haré en Jaén, ya lo he mirado y he hecho la reserva.

 -¿Eh? ¿Por qué allí? Eso será muy caro, está lejos, no entiendo a que viene…

 -Mira ama, me han concedido una beca y tengo los estudios y la estancia cubierta con ella.- Le costaba continuar hablando- A ver...haré la carrera conjuntamente a Técnico en Investigación Criminal de los Cuerpos de Seguridad del Estado; concretamente en la Guardia Civil, en la Academia de Baeza.- Respiró hondo, ya lo había dicho -.

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En Octubre, Joseba comenzó sus estudios en la capital jienense alternando con las prácticas en la Academia.

 Amaia, sola y en fase de adaptación por la falta de su hijo, pasaba el tiempo entre el trabajo y la casa. Había superado el shock que le supuso la noticia y estaba ya recuperándose del desgaste que le supuso primero prohibir tajantemente, después asegurar que no era buena elección, luego que se lo pensara bien, para acabar en : “¿Y por qué no en la Ertzantza, hijo? Dentro de lo malo...”. Por supuesto, no le convenció.

El domingo al mediodía decidió bajar a dar una vuelta para airearse un poco, no quedó con nadie; confiaba en que su cuadrilla estuviese por allí, y así escapar, al menos un rato, de la peligrosa monotonía melancólica que se iba adueñando de ella.

 Pronto les encontró; sentados en la terraza del Pagoa reían animadamente. Saludó al grupo desde la entrada y no obtuvo respuesta; creyó que no la habrían oído, acercó una silla, momento que aprovecharon Miren y Joseba para levantarse y, sin mirarla, salieron del local acompañados del resto.

 Amaia observó a su alrededor avergonzada; en otra mesa próxima se encontraban con sus abrigos y botas panamá jack tres parejas de txakurrines, consultando alguna imagen en el móvil de uno de ellos y riendo.

 Cruzó su mirada, levantó sus cejas como amago de saludo;  le observaron durante una décima de segundo y le ignoraron. 

 Autoría: Alberto Ereña

La sutileza primaveral

La higuera, aún somnolienta tras el frío invierno, se esfuerza en abrir sus brotes, en despertar al cálido abrazo de la primavera.. Su figura oscura lanza a la luz cientos de ramitas finas y temblorosas, retorcidas como en una agonía silenciosa, pero que lucen brillantes atisbos de un verde impoluto, los primeros pasos  para convertirse en las siguientes semanas en bellas hojas aterciopeladas y nervadas.

Cuando el sol tiene a bien dejarse ver, casi podría oírse un murmullo de placentera acomodación. La higuera, aún durmiente, luce entonces engalanada por sus cientos de joyas, sus perlas verdes.

Muy cerca, un viejo ciruelo silvestre de faz arrugada, curtido por el paso de los años, minada su corteza por estrías y grietas, luce las primeras flores. Es un contraste curioso, una alegoría de la vida, ese exterior envejecido y marchito frente a las jó0venes flores que su interior aún es capaz de hacer brotar. Tal vez sea porque animado por la experiencia que da el discurrir de la vida, sabe de buena tinta que el invierno pierde su batalla y que la vida continúa a pesar de los pesares.

A sus pies, unos lirios anodinos rompen la monotonía de sus largas y afiladas hojas con varias flores vestidas de gala. Los delicados pétalos morados se dejan maquillar por una líneas amarillas, tenues pero eficaces, por un blanco tintado de lila.

Y en este bucólico escenario, la hierba crece como si no hubiera un mañana, ávida de rocío, salpicada de caléndulas, pequeñas margaritas, dientes de león de un intenso amarillo, orquídeas silvestres de elegante figura...

Son todos ellos el aviso a navegantes de la llegada de la primavera, un arranque sutil y pautado que pronto estallará en miles de olores y aromas.

Autoría: Argiñe Areitio.

El broche final

 Estoy aquí sentado, imaginando que ya te cortaste el cabello y todo ha concluido, sin posibilidad de vuelta. Imagino tu rostro enmarcado por un flequillo, en equilibrio simétrico ante el portal de los ojos, y me da por pensar que tu mirada se eleva y me reconoce de nuevo.

O quizás hayas optado por dejar alguna guedeja suelta, allí donde el remolino de la frente guarda las borrascas del desencuentro. Y la veo caer en forma  de tornado, dibujando una espiral sobre tu cara. Entones casi puedo sentir como al retirarlo, reproduces de nuevo el gesto de llevarlo hasta la diminuta oreja, donde deposité mil palabras de amor. También enroscadas como tuercas, tan persistente fui al susurrártelas. Pero ahora descubro que no escuchabas y solo era un gesto mecánico, destinado a contentarme. Y mi voz se quedó fuera, dando vueltas por el laberinto. atrapada en la tupida trama  del mechón rebelde.

También es posible, porque en mi sueño todo es vano intento de recobrar tu imagen, que lo hayas liberado, desprendiéndote de ese broche que te compré aquella tarde de cine y novios.    

Y llamo a Marta para preguntarla. Y Marta comunica, o está fuera de cobertura. O no quiere contestar, porque sabe que soy yo de nuevo. Se resiste a oír mis lágrimas, iguales a las de ayer. Entonces, busco en la memoria aquellos teléfonos olvidados, y encuentro el de Luis. Y dudo. Luis puede que no lo sepa. Que aún no sepa de tu abandono. Y me viene a la boca un aroma amargo de excusa, mezclado con la vergüenza por preguntarle si ya te cortaste el cabello y todo ha concluido.   

Menudea el día con sus quehaceres, y vuelvo para la casa por el camino largo, ese que elegíamos para demorar la ausencia. Intentando encontrar la huella que  dejaste al pisar un charco, ese día que me pareció  más lento en mi esfuerzo por retenerte con la mirada, mientras apretabas el paso en la huida.

Recojo algunas hojas entreveradas, donde se distingue aún el eco del adiós dibujado en la nervuda estructura. O esta otra, en forma de corazón. Rota, resistiendo en su centro el verde esperanza sitiado por el otoño de las despedidas.

Y me  llego hasta La Alameda buscándote, y te veo, como en un espejismo,  entre esa bruma que forman las ansias.  Marcando el  breve paso de los que están aprendiendo a olvidar, dejando que otros, carguen con los recuerdos.

En mi loco y tórrido  trayecto late un  resto del calor residual, de una fiebre por devorar el paisaje común convertido en impar paso solitario, sin posibilidad de vuelta, y que me lleva por fin hasta la puerta de la casa, desierta de tus cosas; aunque no de ti, que aún revoloteas por la estancia.   

Suena el teléfono. Es Luis quien habla. Apenas reconozco el tono, tan olvidado, del amigo. Y me cuenta de ti, y pregunta si ya te cortaste el cabello, porque entonces todo estará concluido, y  algo en su voz tiembla, al recordar con nostalgia un broche, que él también te regaló, un día de cine y novios.

Autoría: Purificación Mínguez.

Unos segundos de pánico

 

Los suelos de madera son chismosos por naturaleza. Crujen y crepitan bajo los pasos más ligeros y echan por tierra sin miramientos cualquier atisbo de discreción. En esta ocasión también ocurrió, y cada pisada resonó como los truenos en una noche de verano, animados por el silencio reinante.

Cuando llegó a la puerta, cuatro pares de ojos se posaron sin delicadeza alguna sobre él. El peso de las miradas le hizo dudar durante exactamente tres segundos, como si tuviera alternativa alguna. Saludo con voz apenas perceptible, pero nadie le respondió. Realizó un reconocimiento rápido de la sala y se decantó por la silla vacía del rincón más alejado de la puerta.

 Era un día cualquiera de octubre, y aunque en el ambiente se percibía cierto desasosiego, de ese que impulsa a los seres humanos a estremecerse, la calefacción no estaba puesta. Curiosamente, se había instalado entre todos ellos una sensación opresiva y sofocante. Junto a la ventana se hallaba sentado un tipo orondo que adornaba su rostro con un mostacho impúdico y desmadejado.  Estiró una de sus cortas piernas, la derecha, y, tras meter la mano en el bolsillo del pantalón, sacó del bolsillo del pantalón un pañuelo blanco y bien plegado que no dudo en pasear de manera pausada por la frente en un intento vano de acabar con aquel sudor frío que perlaba su piel y se empeñaba en brotar una y otra vez.

 Un poco más allá, junto a la mesita que acogía un bodegón desmadejado de viejas revistas faltas de interés, un niño observaba los movimientos de unos y otros. Era como si alguien le hubiese dicho antes de entrar allí que tendría que contar hasta el mínimo detalle de lo que allí sucedería. Con una seriedad mayestática, nada apropiada para sus escasos nueve años, no quitaba la vista del orondo sudoroso, ni del recién llegado, un treintañero nervioso que retorcía un folleto de propaganda entre las manos, ni de la jovencita, una veinteañera modosa, que frente a él mascaba chicle mientras se dejaba abducir por el teléfono móvil.

 Una mosca, perezosa y solitaria, realizaba vuelos de reconocimiento por la habitación. Tenía una habilidad pasmosa para aterrizar en cualquier sitio y caminar con una destreza asombrosa, ya fuera en cabezas, hombros, piernas o brazos, en reposo o en movimiento, convertida así en protagonista de un sinfín de arriesgadas incursiones en las que peligraba su vida, ya que su osadía la hacía merecedora de un manotazo mortal.

 Sentada junto al chiquillo, su madre ojeaba con desidia una revista. En realidad no estaba leyendo nada, solo pretendía refugiarse y pasar desapercibida, por lo que pasaba aquellas páginas descoloridas, ajadas por el trato de tantos dedos húmedos como habían pasado por ellas. El susurro de las mismas, suave y animado por una cadencia sincronizada, ejercía de música de fondo para la escena.

 El tipo del mostacho suspiro, aburrido, sin saber qué hacer con el pañuelo, si guardarlo o volver a restregarlo por su frente. El recién llegado levantó una ceja y se atrevió a coger entre sus manos una revista, le pareció, si duda, que era la mejor manera de integrarse en aquel cuadro. La jovencita sonrío mientras tecleaba con una rapidez que para sí quisiera una mecanógrafa con treinta años de experiencia. La madre dedicó una mirada a su retoño, que intentaba cazar la mosca.

 Fue en ese instante cuando se oyó el quejido, un gruñido ahogado con pinceladas de dolor con propició que el torno dental, cuyo soniquete sordo había sonado hasta entonces, cesase de pronto. Oyeron palabras atropelladas, atenuadas por la distancia, una puerta que se abrió seguida de unos pasos rápidos, casi atropellados, un portazo... y todos ellos, el caballero sudoroso, los dos jóvenes, la madre y el hijo, todos dejaron de respirar durante unos segundo mientras las miradas danzaban son saber dónde posarse, en estado de alerta, con los músculos tensos y los oídos atentos. Solo la mosca siguió con sus incursiones aéreas, todos los demás se olvidaron de lo que tenían entre manos.

 El silencio se instaló en la consulta de dentista. Es probable que por la mente de todos ellos pasase la idea de levantarse y marcharse, un pensamiento fugaz acuciado por el miedo. El golpe seco del certero manotazo que el muchacho le dedicó a la mosca que, ajena a su destino fatal, se había posado sobre el reposabrazos de la silla propició que dieran un respingo y su madre le regalara un pescozón raudo, aderezado de manera automática con el ¡ay! del pequeño.

 Retornó entonces el murmullo del torno y no se oyeron más gruñidos ni quejas. Varios mensajes de whatssap en el teléfono de la chica atrajeron su atención y regresó a sus conversaciones y tecleos. El tipo orondo tragó saliva y secó su frente perlada por el sudor con sabor a pánico y el joven recién llegado recuperó la compostura con un carraspeo nervioso. La madre, con el ceño fruncido, comenzó a pasar las hojas de su revista sin quitar la vista de su hijo, quien aún se rascaba la nuca mientras buscaba por la moqueta su trofeo, el cadáver de la mosca. No lo encontró, porque el insecto, ágil y experimentado piloto, había salido indemne del ataque y volaba libre por el pasillo en busca de más humanos a los que sacar de sus casillas.

Autoría: Argiñe Areitio.

La clase magistral

 Nota de la autora


“Este texto contiene imágenes explicitas de ilusiones, gran carga de emociones, y un sinfín de realidades que pueden herir el ánimo, o elevarlo, dependiendo del estado emocional del lector. Se ruega a quien lo lea, tenga a bien protegerse ante sus inclemencias. La autora se reserva el derecho a confundir, extasiar y excitar los sentidos hasta extremos desconocidos, no haciéndose cargo de los efectos futuros, que por  su contenido, puedan cambiar el estado anímico del que se acerque a estas letras.”

La clase magistral

Las luces se encendieron puntualmente. La hasta ahora desierta sala se fue llenando de alumnos variopintos. Algo desmadejados, debido al madrugón que suponía la clase de Don Barrunto Suspenso, el Catedrático Sideral de La Universidad Jones Co en Indiana (EEUU). Perito también en Lunas, dato importante, como luego explicaremos. Una especie de agrónomo espacial de altos vuelos que no acostumbra  prodigarse en charlas.

Se acercó hasta el estrado Dº Barrunto con ese aire despistado, no exento de cierta concentración intelectual, con la que suelen hacer entrada los genios. Generando el  inquieto silencio que provocan más de cien personas intentando, sin éxito, que sillas folios y plumas no interfieran en la seriedad del momento.

Dº Barrunto, ajeno a esos esfuerzos, intentaba a su vez hacer memoria de donde podría haber dejado las gafas de ocho dioptrías, mientras que otra neurona de su cerebro se esforzaba en recordar, el lugar donde se encontraba y cuál era el motivo.

La pantalla con gráficos introducía detrás del escenario una tenue luz verde, imprimiendo en el rostro del profesor, una macilenta y espectral pose, como de ser llegado de otro mundo. Asunto no exento de cierta veracidad. Aunque los alumnos desconocían ese dato, y quién más, quién menos, lo achacaba a la mala salud por los muchos estudios y poca aporte de vitamina D, característica habitual entre sabios científicos de postín.

Tomó Don Barrunto la  palabra en cuanto el murmullo cesó, agradeciendo a los asistentes su presencia mientras daba un sorbo del jarrón minimalista colocado en la peana, y que acogía un cactus, emblema de la Universidad.

Distinguido Claustro. Colegas. Alumnos y alumnas de esta universidad. Hoy estamos aquí para explicar cómo se crea un mundo. Esta clase magistral servirá como nota para todos los asistentes que cursan el postgrado de Perito en Lunas y a los que deseo desde ahora un buen aprovechamiento

En esta materia, tan novedosa pero no menos importante, al finalizar mi charla habrá un turno de preguntas. Hasta entonces ruego a los asistentes que vayan tomando notas. El tema, como ustedes saben, es extenso. Su articulado está en esta ponencia repartido en fases, cada una de las cuales guarda relación con la anterior, de tal modo, que el obviar alguna de ellas desbarata el conjunto.  Por ello les insto a que estén atentos  a mis palabras y dejemos para el final los “flecos “y dudas, que esta materia en concreto, despierte en ustedes.

Crear un mundo es fácil, si uno sabe cómo. Todos somos, en esencia, reyes de la creación. Hoy, a través de este esquema sobre el que tratará mi charla, descubriremos como alcanzar el éxito en esta empresa.

Básicamente se basa en una propuesta científica de cinco pasos.

Primero

Para crear un mundo hay que destruir otro. Se ha refutado científicamente en este último año, a través de algoritmos matemáticos, que no nos cabe un mundo más en el cuerpo. Certeza que aporta como conclusión que solo destruyendo uno se puede generar otro. Esto está basado en la antigua ley del “Quítate tú pá ponerme yo “de la que les hice participes, en su enunciado, en anteriores encuentros.

Segundo

El mundo a destruir ha de ser aquél que contenga todas las características contrarias al de nueva creación, evitando así, contagios o restos ideológicos y prácticos que se filtren en nuestro esquema, mermando la eficacia del invento. En este punto es importante el componente llamado olvido, compuesto a su vez de:

Grado 1 En cuanto a desmemoria.

Grado 2 En lo que atañe a desequilibrar su entendimiento. Renombrándolo y atribuyéndole fallos que no poseía y  destilando entre los adeptos en su día, cierta decepción y abulia por conservarlo.

Tercero

Crear un entramado, a modo de red, para difundirlo. Ningún mundo interior procura el éxito. Este punto marca el ecuador, y pivota a modo de bisagra sobre todo el desarrollo del proyecto. Como un cajón desastre (así escrito, todo junto) en él se volcarán las nuevas hechuras del magma, toda la sopa cósmica que eclosionará, dando lugar a ese nuevo universo que regirá otras vidas futuras.

Cuarto

Nombrarlo. No existen mundos sin identidad. Desconfiad de las normas que dictan que  todo está hecho, que todo está dicho. Mezclar eslóganes, distorsionar ideas, generar etiquetas en que el anverso y el reverso del mensaje se solapen sin solución de continuidad. El desconcierto alcanzará un ritmo, no lo dudéis, que resurgirá en forma de Nuevos Tiempos, antesala de La Creación, que es a su vez soporte de toda la estructura de cualquier mundo, como bien sabéis.

Quinto

No hay quinto malo. Si habéis llegado hasta aquí, solo queda protegerlo. Otros Creadores, en justa lid, se postularán para obstruir el intento. Debo, en este punto, hacer hincapié en lo proceloso que puede volverse este apartado. A esas alturas, el cansancio (recordad aquel mundo en que el Creador al séptimo día descansó)  intentará hacer mella en vuestro espíritu. Se descolgarán del proyecto figuras, bien porque se ensimismen en su propia complacencia, optando por la introspección paralizante, ó bien, porque recurran al socorrido ojo por ojo, prometan hermosas huríes (dejando atónitas al numeroso componente femenino, poco dado a valorar tamaña recompensa)  o simplemente se nieguen al cambio, olisqueándose el corta y pega eterno.

Finalizaré esta clase instándolos a considerar estos puntos como un primario esquema mental, dejando a su imaginación desarrollarlos en la medida que las circunstancias se lo permitan

 Para finalizar esta clase, recordarles la bibliografía que me he permito recopilar y en donde, a través de una lectura pormenorizada, podrán ustedes encontrar  más claves que les ayuden en este nuevo logro.

Son ustedes aprendices. Peritos en Lunas futuros. Creadores de mundos. Nada más puedo aportar.  Les dejo con El Maestro.

Criatura hubo que vino

desde la sementera de la nada,

y vino más de una

bajo el designio de una estrella airada.

En una turbulenta y mala luna

cayó una pincelada

de ensangrentado pie sobre mi herida,

cayó un planeta de azafrán en celo,

cayó una nube roja enfurecida,

cayó un mar malherido, cayó un cielo

                                   Miguel Hernández (Perito en lunas)

 

Bibliografía :

Asaltar los cielos

Tercer tomo de la trilogía Yo sí que pude

Autor: Dº Colirio Convento Fresco

Editorial Latraca

 

 “Borrón y cuenta nueva. Biografía de una estirpe”

 Autor: Dº Canuto Prendido

 Editorial  Filospan

 

 Dentro de otro mundo, el mundo

Autor: Dº  Matrusko Gorrinobeitia

Editorial Lokatis

 

El votar se va a acabar

Autor: Dº Lanudo  Cerrojal

Editorial: Soldecara

 

No les votes que llevan chanclas

Autor: Dº Pijote Caramelote

Editorial Memudo


Obligación

No era fácil ver en su casa a Ignacio Elorza Amondarain. Su esposa, Lucía Etxebeste Markoleta, y Andoni, el hijo de ambos, ya estaban acostumbrados a las ausencias de su padre.

                                                        - - - - - - -

 Aún sin cumplir los diecisiete años, Ignacio se presentó en la obra que posteriormente alumbraría el frontón de Murgía y dirigiéndose directamente al encargado de la misma, le preguntó si había trabajo para él.

 El desparpajo que mostró, hizo sonreír a Eladio; aún así, observó las cualidades físicas del muchacho, cercano al metro ochenta y bien musculado; nada que ver con ninguno de la cuadrilla que le acompañaba en la obra. Ojos oscuros muy finos y en continua tensión, auguraban un cerebro en ebullición constante, normal en un muchacho joven; pero algo subyacía en el fondo de los mismos que Eladio percibió de inmediato. Responsable de la contratación de personal en Construcciones Bengoa C.B. y dueño de la empresa, poseía ese sexto sentido con el cual clasificaba a una persona sólo con verla desde el primer momento.

 - Eres un poco joven, ¿no? ¿Ya sabe tu padre que estás buscando trabajo?

 - No.

 - ¿Y cómo es que has venido aquí? ¿A esta obra, precisamente?

 - Ahora mismo es lo único que hay en el pueblo, y quiero trabajar ya.

Eladio apretó un poco más al joven:

 - Vamos, que si hubiera algo mejor ahora en Murgía… Por cierto, no me has dicho como te llamas.

 - Si pudiera elegir, lo haría; pero no es así. No hay otra opción, que yo sepa. Me llamo Ignacio; Ignacio Elorza, disculpe.

 - Muy bien Ignacio; haremos lo siguiente: ve a tu casa, díselo a tus padres, después vuelves y ya hablamos; díselo a ellos primero.

 - A mi padre le da igual lo que haga. Y mi madre no vive con nosotros. - Su rostro sereno se torció con un gesto casi imperceptible que Eladio captó de inmediato-.

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 Transcurrido año y medio de aquella conversación, Ignacio era una pieza importante en la plantilla de Construcciones Bengoa C.B.; se adaptó a la perfección con sus compañeros y mantenía un trato cercano y bastante cordial con su jefe, el cual delegaba en él cada vez más asuntos. Le acompañaba a estudiar posibles contratos, y poco a poco le actualizó la facturación, la cual cada día se le hacía más cuesta arriba por las nuevas exigencias informáticas de los clientes.

Conocía ya a los principales proveedores de la empresa a través del teléfono y del correo electrónico; también les visitaba previo aviso de Eladio, que cada día salía menos de viaje. A la vuelta, le hablaba de oportunidades y nuevas líneas de negocio, que sólo un corazón joven era capaz de captar. “Bendita inconsciencia”, se decía y sonreía a solas después de la reunión.

 La empresa cada vez funcionaba mejor y su facturación se incrementó considerablemente en gran parte por la aportación de Ignacio, el cual convenció a Eladio que no sólo era interesante mantener las obras y actuar de contratista sino que podría hacerlo también como almacén de material de construcción para otras compañías del sector. Disponía de sitio suficiente para ello, no en vano contaban con dos almacenes que sumaban cuatro mil metros, la mayor parte de ellos infrautilizados. Con una inversión en estanterías para ganar espacio hasta la cumbre, podría casi duplicar el espacio útil y hacer compras importantes con una mejora sustancial en los precios, así le permitiría luego vender con márgenes muy jugosos. El conocimiento de sus suministradores habituales, así como otros nuevos de diferentes puntos del estado, gracias a los viajes que efectuaba cada vez con más frecuencia, abonó el terreno para hacer una realidad el sueño de Ignacio. 

 Diez años después de aquella primera entrevista en Murgía, Construcciones Bengoa C.B. cambió su razón social apareciendo ya en el registro de empresas como Construcciones Bengoa S.L.

 Al día siguiente de la modificación, Eladio quedó con Ignacio para comer en Vitoria; aprovechando que este último llegaba de su último viaje desde Castellón, habiendo cerrado ya un importante acuerdo de exclusividad con Porcelanosa para toda la zona alavesa.

- Quería hablar contigo, Ignacio. - Nunca se andaba con rodeos, quería decírselo cuanto antes - Como sabes, he cambiado la razón social de la empresa.

 -Ya. Bueno, es cosa tuya Eladio, me parece bien que lo hayas hecho. Las cantidades de dinero que se mueven son cada vez mayores, y no es justo que todo recaiga sobre tu patrimonio si un día ocurriera algo inesperado. También para los clientes, y proveedores sobre todo, el capital social con el que has dotado a la empresa es una fantástica noticia, un aviso de continuidad ratificado notarialmente. Es una buena decisión, sin duda.

 - No es solamente por eso, Ignacio. - Un profundo suspiro le acompañó cuando se acercó más a la mesa - Acabo de cumplir setenta años y creo que ya es hora de parar; Justina me dice que muerto no le valgo para nada y quiere aprovecharme antes de que ello suceda; que espero aún tarde un tiempo, por cierto. Lo he hablado todo con ella, como comprenderás. Hemos decidido que el cincuenta por ciento de las participaciones de la empresa pasarán a ti; ella te quiere muchísimo, lo sabes, y creo que es lo justo. - Ignacio enmudeció a la vez que Eladio continuaba con su argumentación – No tenemos hijos ni grandes necesidades que cubrir; seguiremos formando parte de la sociedad hasta que ambos ya no estemos, en ese momento nuestras participaciones serán tuyas, como legado. Podríamos hacerlo ya pero Hacienda nos machacaría, tu cuenta con ello de todas formas. Hemos dejado todo arreglado en la Notaría de Anselmo Ortíz de Andina, al cual conoces. Luchas hasta la extenuación y trabajas sin descanso, como si fuera tuyo. He conseguido gracias a tu iniciativa una empresa consolidada, y será para tí.

 Ignacio se casó con Lucía en la Parroquia de San Miguel en Murgía, el sábado día ocho de Mayo del año dos mil diez tras un breve noviazgo. No podían dejarlo mucho, el embarazo de ella era notorio y no querían hacer pasar a sus padres por la incómoda situación que inevitablemente se produciría si esperaban más aún. Eladio y Justina habían fallecido el año anterior en un accidente de tráfico; su vehículo se salió de la carretera en Pradejón empotrándose en el muro de la fábrica de ladrillos que está a la entrada del pueblo. El conductor de un camión belga cargado con plástico, sufrió un desvanecimiento tras catorce horas ininterrumpidas de conducción, llevándose por delante el Peugeot de Eladio.

 De acuerdo a los deseos del matrimonio Bengoa, la totalidad de la empresa pasó a manos de Ignacio. Se dedicó a ella en cuerpo y alma; los viajes eran cada vez más largos, y cuando regresaba, debía atender los asuntos domésticos de la sociedad, que cada día ocupaban más parte de su tiempo.

No era extraño ver la luz de su despacho encendida los sábados y domingos, hasta bien entrada la noche.

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 Andoni creció rodeado de ausencias; su padre no aparecía por casa y su madre,Lucía, dedicaba su tiempo a la Iglesia y a Cáritas. Él acudía al instituto en Vitoria durante el día, y se ensombrecía al bajar en la parada del autobús de vuelta a casa. Su refugio eran los libros; siempre tuvo la “cultura subvencionada” como le decía su madre. Compraba obras de autores clásicos, con los que pasaba gran parte de su tiempo. Vacío de afectos, la Filosofía era su pasión y siempre estaban a su lado Descartes, Kant, Goethe… y tantos otros, que a cualquier muchacho de su edad le parecerían unos bodrios insufribles.

 Ya había reservado una plaza en la Universidad de Salamanca para el año próximo; sus calificaciones eran espléndidas, y no había ningún inconveniente para que Andoni Elorza comenzara el próximo curso en una de las aulas en las que Don Miguel de Unamuno impartió sabiduría. Era como un sueño a punto de hacerse realidad; sólo unos meses más y ya tomaría posesión de su banco; le esperaba a él, a Andoni Elorza, se repetía. Recordaba cuando lo comentó en casa, con temor a que sus padres rechazaran su idea por el desplazamiento, y los cuatro años que como mínimo permanecería internado en Salamanca. No le extrañó mucho cuando la respuesta de ambos fue un lacónico “Vale, me parece bien. ¿Cuándo te vas?”. Andoni sintió que les aligeraba de una carga.

 A mediados del mes de Septiembre ya se encontraba instalado en el colegio mayor anexo a la Universidad, junto a otro alumno con el cual compartía habitación; su nombre era Gerard Laffitte. De ascendencia canadiense, vivía con su familia en Ginebra; el gobierno suizo le había otorgado una beca importante, como premio a su contribución para la difusión de la Filosofía y el Latín en las aulas. Su trabajo fue reconocido en las más altas instancias del país helvético, e incluso llegó a Bruselas; allí lo tratarían en Comisión de Cultura como recomendación para el resto de países de la Unión Europea. Andoni, extasiado, no podía pedir más; un compañero así era el culmen de sus aspiraciones. Nunca hasta ahora había conocido a nadie con quien compartir textos de Platón, Montesquieu o Sartre; largas charlas con Gerard junto a un café ocupaban sus tardes, y a veces sus noches. De cama a cama debatían sobre si “La existencia precede a la esencia”, hasta que agotados se dormían de madrugada.

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 El día veintinueve de septiembre, por la mañana,  Andoni recibió la llamada.

-¡Andoni, tienes que venir! ¡Aita está muy mal! Coge el primer autobús, date prisa. Estamos en el Hospital de Santiago.

 Llegó a Vitoria a las once y media de esa noche y se dirigió hacia el lugar en el que le esperaba su madre; preguntó en recepción y subió hasta la habitación indicada. La puerta de la misma estaba cerrada; golpeó suavemente con los nudillos y entró. Allí estaba Lucía junto a su hermano, el tío Andrés, que había llegado desde Oyón; la cama estaba vacía, sólo una sábana arrugada permanecía sobre ella.

 - Tu padre acaba de fallecer, se lo han llevado hace un momento.- Fué el saludo de su tío, su madre sentada en una silla no se levantó, sólo le miró -.

 Un infarto fulminante se llevó a Ignacio Elorza a la edad de cuarenta y siete años. Los médicos lo achacaron al estrés provocado por una vida al límite; entendiendo como tal las jornadas interminables, que le provocaban continuos dolores de cabeza. Los ataques de ansiedad se convirtieron en asiduos y sus visitas al ambulatorio no existían; él se bastaba para medicarse con ansiolíticos y tranquilizantes que tomaba sin control. Trató de buscar ayuda para la empresa, alguien que le descargara de trabajo, pero las dos intentonas que tuvo sólo duraron unos meses; incapaces de seguir su ritmo y sus manías, se fueron por donde habían venido dejándole de nuevo solo. 

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 Andoni no regresó a Salamanca; Seur se encargó de retirar la maleta que Gerard le preparó con sus cosas. Le incluyó en la misma un tomo reeditado de “Los diálogos de Platón”, en el cual el propio Gerard participaba con pequeños apuntes a pie de página. Una editorial madrileña preparó el proyecto para introducir al personaje en las escuelas, de forma y manera que los pequeños lectores no salieran espantados; el trabajo de Gerard consistía en dulcificar los textos y hacerlos asimilables a los más jóvenes. Se vendieron más de veinte mil ejemplares, y ya se preparaba una segunda edición dando más protagonismo a los comentarios; el éxito de los mismos fue reconocido por todo el personal docente. Cuando Andoni lo recibió dedicado por su amigo, no pudo evitar una gran congoja; sintió que una parte de su vida desapareció para siempre.

 - Tienes que ir a la empresa, Andoni; habla con Leandro. Ya me ha dicho que te pondrá al día de los asuntos pendientes de aita. Ahora eres tú el que debe tirar adelante con ella. Yo no me encuentro nada bien, y allí está nuestro futuro.

 “¿Nuestro futuro o el tuyo?” pensó Andoni; sin embargo, no dijo nada.

Con la forma de llevar el negocio tan personal que tenía Ignacio, todos los días aparecía algo que desestabilizaba a Andoni; desde el primer momento asistía a clases nocturnas de finanzas, administración, informática de gestión… todo lo que pudiera ayudarle para desenmarañar el entuerto en el que se encontraba. Habló con los proveedores y les citó uno a uno, para que le dijeran con claridad en qué punto se encontraban los pedidos que su padre les había confiado; Leandro le facilitó el nombre de los más habituales y de ahí fue tirando. Lo mismo hizo con los clientes, pero en este caso era él quien pasaba a conocerles y tranquilizarles; la empresa continuaba y les pedía un poco de paciencia al principio.

Los bancos, tres eran los principales, se ofrecieron a ayudarle en todo lo que necesitara; en este apartado, Ignacio lo llevaba todo bastante documentado y al ser pocos, pudo seguir los movimientos en poco tiempo. Los saldos no eran cuantiosos, la mayoría de los pedidos a clientes se giraban a noventa días, y disponía de una línea de crédito bastante alta que le daba cierta tranquilidad.

Repasó catálogos de diferentes materiales, los estudió uno a uno hasta familiarizarse con ellos en la medida de lo posible. Leandro le explicaba lo que era un ladrillo tabiquero, caravista, tocho… y la diferencia que existía entre los diferentes pavimentos de gres que llegaban desde Castellón. Contrató a Piluca, una amiga del colegio que había estudiado económicas, y delegó en ella todo lo referente a la administración y atención a los clientes. Leandro y Piluca formaban un tándem perfecto; Andoni les dio confianza y libertad de acción, que Leandro agradeció especialmente. En diez años trabajando con Ignacio no pudo tomar una decisión, por nimia que fuera, sin consultarle.

A los seis meses de su incorporación obligada a la empresa, había logrado el control de la misma con la ayuda de sus dos empleados que ejercían de puente con el resto de la plantilla, y de esta forma, más liberado, pudo profundizar poco a poco en los entresijos del mercado de la construcción. Cuando llegaba a casa, bastante tarde casi todos los días, miraba de reojo “Los diálogos de Platón” casi enterrado entre catálogos, y cerraba los ojos durante unos segundos en los que viajaba a Salamanca.

 La empresa continuó cada año con mejores números; cambió de ubicación trasladándose a un nuevo polígono industrial en el que construyó unas naves modernas, muy diáfanas y con oficinas grandes y calefactadas que hicieron las delicias de Piluca y Andrea, su sobrina. Ésta había estudiado también económicas como su tía. Ésta le comentó a Andoni para ver si le parecía bien que le echara una mano en la oficina, y accedió encantado. Leandro se instaló en la parte baja del pabellón y desde allí ordenaba la carga y descarga a los treinta y siete operarios que Construcciones Bengoa S.L. tenía en plantilla; veintinueve más que cuando Ignacio falleció.

 Andoni encauzó las operaciones de la compañía a través de diferentes sectores de actividad, lo que le permitió diversificar riesgos y explorar nuevos mercados que, a la postre, incrementaron las ventas de forma exponencial.

 Frecuentaba los círculos empresariales, cuna de futuros contratos, y fue requerido para formar parte de la Cámara de Comercio de Álava la cual llegó a presidir compaginando con su empresa. Piluca le dijo que no lo pensara, ella estaba orgullosa de que su jefe fuera el presidente y en la empresa no había problemas que no pudieran ser gestionados sin su presencia, salvo algunos que ya irían resolviendo entre los tres.

 La noticia le llegó a Andoni a través de Piluca.  Un cliente, una gran constructora de Bilbao, había llamado para solicitar material y le pidió que diera la enhorabuena de su parte a Andoni, ya que había sido propuesta su candidatura para los premios Joxe Mari Korta por su intachable desempeño profesional en Construcciones Bengoa S.L., y lo que significaba para la Comunidad Autónoma empresarios de su valía. Cuando se lo dijo, Andoni se rió y le pidió que no hiciera caso, que son globos sonda que se envían como tantos otros. Al llegar a casa, de nuevo le esperaba “Los diálogos de Platón” un poco más oculto cada vez. Pensó en Gerard, no sabía nada de él desde que recibió el libro. Su corazón volvió a encogerse un poco más. Descartes y Kant estaban sobre la balda de la biblioteca casi olvidados, Andoni los cogió y los aproximó a su pecho.

 El día 22 de Noviembre fué el acto de entrega del premio Joxe Mari Korta a Andoni Elorza Etxebeste en la sede del Gobierno Vasco en Lakua. La Lehendakari, junto a la Consejera de Trabajo, hicieron la entrega conjunta del mismo a Andoni. Los aplausos de Leandro, Piluca y Andrea destacaban sobre los demás por su vehemencia.

- Sólo unas preguntas Sr. Elorza, por favor. -el presentador del evento, periodista del diario El Correo se dirigió hacia él-.  Usted tuvo que hacerse cargo de la empresa de su padre, siendo aún muy joven, por su fallecimiento. ¿Qué le diría hoy a Ignacio Elorza si pudiera ver lo que ha conseguido?

 - Le diría: “Jodiste tu vida, aita... y de paso, jodiste la mía”.

 Los murmullos precedieron a un gran aplauso entre los asistentes. Uno de ellos se levantó, subió al estrado y le dio un cariñoso abrazo al que Andoni correspondió emocionado.

- Aún estás a tiempo, Andoni. Mañana comenzamos con Platón en mi cátedra de Salamanca; quiero que seas mi invitado durante todo el curso. -Y Gerard volvió a fundirse con él de nuevo en otro abrazo interminable que les hizo retornar al veintiocho de Septiembre, muchos años atrás -. 

 Autoría: Alberto Ereña