Joseba Koldobika G. Lizarraga, antes “Pepelu” Garcia, y
Miren Sorkunde Etxaniz Artola , “Macu” Pérez Franco cuando todavía no había
eliminado sus dos primeros apellidos en el Registro Civil, eran los que se
encargaban de dar el visto bueno a las nuevas incorporaciones.
Joseba vestía vaqueros; en ocasiones alternaba con pantalones de montaña de la marca Ternua; y zapatillas de trekking. Completaba su atuendo con camiseta de rayas, siempre horizontales, de diferentes tonos; chamarra acolchada y pañuelo palestino al cuello, ya hiciera un calor insoportable. Su cabello largo, tipo mohicano, acababa en unos rizos rebeldes, aún así muy arreglados, poco más abajo de los hombros.
El atavío de Miren era similar, parecía que cada mañana quedaban de acuerdo en su vestimenta antes de salir de casa. Sólo el peinado variaba un poco; melena lisa corta y flequillo marcado pero casi inexistente.
Los ajenos a la cuadrilla, txakurrines en su jerga, no existían en el universo de Amaia; eran burgueses que sólo miraban por sus intereses clasistas y no se ocupaban de conseguir una sociedad igualitaria como hacían ella y sus amigos. Había que verles con sus jerséis finos de cuello redondo al hombro, y los ridículos zapatos castellanos sin calcetines en verano. En invierno, sus gruesos abrigos y botas Panamá Jack para diferenciarse de los demás, eran el hazmerreír de nuestra cuadrilla. Formaban parte de una élite opresora, que desde muy jóvenes ya les abducía para los oscuros intereses capitalistas. Les imaginaba votando a Inés Arregui, la facha de Neguri, el símbolo de la tiranía centralista neoliberal que asolaba el país. En el imaginario de Amaia no se concebía como era posible que una fémina fuera de derechas; era algo antinatural. Sólo la izquierda radical, ella y su cuadrilla, era capaz de acabar con el patriarcado que las humillaba; no hay más alternativa que el partido Liberta, el suyo, al que todos apoyaban. No hay ninguna mujer dirigente en el pero no importa, dice Miren; Tasio y Mikel apoyan nuestra causa y son nuestros principales valedores.
En ocasiones, algún txakurrin trataba de saludarle
al cruzarse por el paseo; ella apartaba muy altiva su mirada ante esos seres
del inframundo, hasta que dejaron de hacerlo.
Opositó para la Administración autonómica; no logró una nota brillante, pero entró en bolsa de trabajo e iba cubriendo las vacantes administrativas que se producían en los diferentes estamentos, y fue subiendo en la lista. Coincidió que salió una oferta pública de empleo dos años después, con el fin de cubrir puestos no consolidados, junto a las bajas que se producían por las jubilaciones. Era el relevo generacional más importante desde la instauración de la democracia y los estatutos de autonomía; el personal funcionarial que en aquel momento accedió a la Administración, ahora ya estaba en fase de retiro forzoso o anticipado. Entre los puntos acumulados y un examen accesorio, Amaia consiguió una plaza en el área de deportes de la Diputación.
Se casó, por el juzgado por supuesto, con Unai Lizarraga; primo de Miren Sorkunde. Le conocía de la cuadrilla y poco más, las típicas conversaciones con un vaso en la mano entre bares, y algún morreo clandestino con el sabor agrio de cerveza mezclada con tabaco. Una tarde dominical con mucho ardor patriótico y varios tequilas, corrieron a esconderse en un portal escapando de la policía, que repartía leña por doquier.
A consecuencia de aquel domingo lluvioso, siete meses y medio después vino al mundo Joseba.
El aitite se ocupaba todas las mañanas de sacarle a la calle en el coche de bebé que él mismo le había comprado en El Corte Inglés; la cara demacrada de Amaia reflejaba muy a las claras la tensión a la que estaba sometida tras su maternidad, e intentaba ayudarle para que pudiera dedicarse algo de tiempo a sí misma. Su compañero, conductor de camiones con rutas encadenadas por Europa hasta Turquía, pasaba largas temporadas fuera de casa y era ella quien debía atender al pequeño día y noche. Aita ayudaba lo que podía y le estaba agradecida, pero echaba de menos a su madre; el alzheimer hacía meses que la había dominado y pasaba las horas frente a la ventana de la residencia, ajena a la incertidumbre de su hija.
Joseba fue su compañía casi exclusiva durante años. Unai no volvió de uno de sus viajes, al parecer se quedó por algún país asiático próximo a Turquía con la carga del camión y no volvió a saber de él. Su empresa tenía un buen seguro de carga y no se preocupó de buscarle, la policía tampoco, y Amaia no insistió mucho. Pasado un año de la desaparición, la policía turca encontró restos óseos en una zona despoblada próxima a la frontera con Siria, que atribuyó a Unai. Esto le sirvió para cobrar una cuantiosa indemnización, y así aliviar su pena y su cuenta bancaria.
La antigua cuadrilla seguía sin novedades y a veces quedaba para tomar algo rápido, mientras le contaban como avanzaba Liberto en los sondeos; esta vez seguro que conseguirían arrebatar a Inés Arregui la presidencia, se decían convencidos.
A medida que Joseba se hacía mayor, Amaia notaba que su hijo no tenía un grupo de amigos definido en el pueblo y buscaba cualquier pretexto para ir a la capital. Allí, le decía, se veía con gente del Instituto porque le resultaban más entretenidos que sus vecinos más próximos, solo pendientes de las evoluciones de Liberto, y las actividades paralelas que de él se derivaban. Amaia sentía una cierta intranquilidad por la evolución de Joseba, y el distanciamiento progresivo con los hijos de los miembros de su cuadrilla. Una tarde, alarmada, se vio obligada a llamarle la atención cuando Joseba llegó a casa con dos periódicos de tirada nacional, y los dejó sobre la mesa mientras subía a cambiarse de ropa.
-¿ “El País” y “Abc”? Nadie; los he comprado yo en San Sebastián ahora, al coger el bus. ¿Por qué, ama?
Ella le insistía, no quería agobiarle pero había que tomar
ya una decisión, las plazas universitarias eran escasas y no podía dejarlo
mucho más.
En Octubre, Joseba comenzó sus estudios en la capital jienense alternando con las prácticas en la Academia.
El domingo al mediodía decidió bajar a dar una vuelta para airearse un poco, no quedó con nadie; confiaba en que su cuadrilla estuviese por allí, y así escapar, al menos un rato, de la peligrosa monotonía melancólica que se iba adueñando de ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario