Sillas vacías IV (continuación)

La noche anterior, la luna asomó sin prisas, como si estuviese enferma de ictericia, amarilla como la cera de una vela de difuntos. El humo del cigarro que se estaba fumando se elevó, en cambio, raudo, al tiempo que ejecutaba una danza alocada y construía espirales sin ton ni son. A pesar de la luz brillante de la luna y de la punta del cigarro, que con cada aspiración ansiosa se encendía incandescente, su rostro permanecía resguardado por las sombras nocturnas.

Las chicharras habían comprendido a la perfección lo que estaba pasando, por lo que el silencio reinante era total, la mortaja perfecta para el soniquete apagado de los murmullos y rezos que por lo bajini entonaban las mujeres mientras los hombres, ajenos a los lloriqueos programados de las plañideras, levantaban el codo y hablaban de sus cosas.

Sentado bajo el árbol había observado sin ser visto las idas y venidas de todos los vecinos desde que descubrieran los dos cuerpos. Menos mal que Josefa había pasado junto al cercado de los cerdos de Ezequiel, porque por un momento había llegado a pensar que nadie los encontraría y que los cerdos terminarían comiéndoselos, convertidos en un insospechado manjar. Hubiera sido una lástima, porque estaba seguro de que los gorrinos no habrían dejado ni el hueso del dedo meñique de aquellos dos mequetrefes, lo que habría estropeado sus planes. Y se había tomado demasiadas molestias como para que eso sucediese.

Los gritos de la Josefa alertaron a los más cercanos a eso de las tres y media, antes de que los chismes entonaran la tarde en las sillas que se resguardaban en el frontón. Ese no fue día de cháchara, pero vendrían otros y habría, sin duda, mucho de qué hablar. Y comenzaron las idas y venidas, las carreras y las voces de asombro. Luego hizo acto de presencia el Braulio, serio y muy puesto en su papel, con el bigote sereno y el tricornio bien calado. Interrogó a Ezequiel, quien  no dejaba de dar vueltas a la boina entre las manos. Le veía negar con la cabeza, juraría que incluso se puso a lloriquear en un momento. Le hubiera gustado estar más cerca para verlo.

El Fino vino enseguida, le avisaron el primero, como no podía ser de otra manera. Él no flaqueó en ningún momento. Lástima. También es verdad que, conociendo como conocía al alcalde, su reacción había sido la que debía ser. No destacaba, precisamente, por su empatía ni por las demostraciones de amor o amistad. Ahora que lo pensaba, no entendía cómo había llegado a ser alcalde. Pero bueno, daba igual, porque el resto del plan urdido por él había salido a la perfección.

El funeral había sido a las 19:00 h, como siempre. Él también había asistido, no quería levantar sospechas contra su persona. Le pareció que el Fino, sentado solo en el primer banco, sudaba más de la cuenta. Lo mejor vino cuando salieron tras la ceremonia y llegó el Braulio acompañado de aquel cabo jovencito a quien no conocía. Se habían llevado detenido al Fino, ni siquiera pudo ir al cementerio a enterrar a su mujer y a su hijo. Los corrillos de vecinos, enmudecidos en un principio, se desbordaron entre cuchicheos y murmullos en cuanto el jeep de la Guardia Civil abandonó la plaza.

Sintió una punzada de placer, casi pudo paladear el sabor de la dulce victoria. Haber usado los cartuchos y la escopeta del alcalde para volarles la cabeza a aquellos dos había sido, sin duda, una decisión acertada. El Fino lo iba a tener difícil para quitarse de encima la acusación de asesinato y él, con un poco de suerte, podría cumplir así su deseo más íntimo: ya que le negaron la entrada en el cuerpo de la Benemérita, iba a ser un asesino en serie. De hecho, ya había elegido a su segunda víctima. don Críspulo. Le pareció del todo irrespetuoso que le lanzara aquella sonrisa lasciva a la María durante el funeral. Ella se había turbado, había desviado la mirada como el perrillo asustado que teme el abuso del macho alfa de la manada. No necesitó más argumentos. Aquel abogaducho de tres al cuarto se iba a enterar de lo que vale un peine.

  Autoría: Argiñe Areitio.

Ciclista absorta IV (continuación)

 Posts previos de Mikel Agirregabiria, Alberto Ereña y Argiñe Areitio.

En Colonia eran ahora las siete de la mañana y el desayuno, ya frio, descansaba sobre la mesita junto con los últimos informes, aún por revisar. Stuart, absorto en sus pensamientos contemplaba desde el ventanal la vista del barrio, con la Catedral al fondo. Ofrecía esta una imagen de cuento irreal a esas horas de la mañana. La explanada permanecía desierta, a la espera de los miles de turistas, que se acercarían dentro de unas horas en nutridos grupos. Con la banderita correspondiente como identificativo para todo el recorrido. Todos los cuellos se mantendrían erguidos para contemplar el imponente reclamo de un Dios dubitativo, que dividió a sus fieles en un cisma de imposible encaje. La Catedral, no obstante, era una superviviente ante los avatares humanos, gracias probablemente a conservar en su interior una de las reliquias (que ambas ramas, por cierto, aún comparten devotamente) en aras de cierto interés consumista. Nada menos – pensó Stuart – que la tumba de los Tres Reyes Magos. Porqué regresaba al mundo este Regio Trío anualmente, a deleitar a los infantes con jugosos regalos, era un relato cada vez más turbio, que muchos evitaban detallar a sus hijos, generando así, la mayor y más mágica historia zombi jamás contada.

Stuart, a su pesar, se descubrió también en el gesto. Con la cabeza alzada ante las altas cumbres de la inmensa Catedral que logró, durante un tiempo, ser considerada el edificio más alto del mundo. La mañana con una bruma densa y fría, acogía la estampa con  reverencia y no tuvo más remedio que admitir la majestuosidad que exhalaba todo el conjunto arquitectónico. Algo de paz mezclada con cierta exaltación le había hecho detenerse en los detalles, llevándole a un punto de ensoñación casi místico.

Esperaba hacía días una llamada. El descanso de estos meses, bien merecido por otra parte- pensó Stuart- se estaba alargando, creándole en el ánimo cierta impaciencia. Había sondeado esa semana a todos los clientes, pero nada parecía moverse en los herméticos despachos de las altas esferas, y todo yacía envuelto en esa calma tramposa, la que presagia cualquier cambio político o económico. Pronto tendría noticias, sin duda. Quizás esas altas esferas encumbradas como las torres de la Catedral, habían decidido descansar de tantos vaivenes políticos. Desechó el pensamiento. Una rueda dentada y bien engrasada seguía funcionando. Avanzando como una apisonadora por Europa, en forma de Quinto Jinete del Apocalipsis. Sí, estaba seguro que el teléfono sonaría de nuevo ante un nuevo proyecto.

Así los llamaba Stuart. Proyectos. Buscar otra definición le llevaba a pensamientos poco edificantes, sin cabida en la laxa moral que se había autoimpuesto.

Posiblemente la atmósfera mística de esa mañana, junto con la bruma logró el sortilegio. Uno de los teléfonos que reposaban junto al ya más que frío café matinal, sonó en ese momento con las primeras notas del Himno a La Alegría.

-¿Stuart Haser?

La voz masculina y algo aflautada surgió del móvil a la par que en el cerebro de Stuart, qué intentaba sin éxito, ponerle cara al interlocutor.

-Al aparato- contestó un Stuart algo escueto.

- Le llamo desde Bruselas. Espero encontrarle libre en estos momentos. Tenemos una nueva proposición para usted. Derivada del último trabajo que realizó para nosotros hace ya  algunos meses. Han surgido algunos imprevistos que….

 -Perdone- cortó Stuart- no me ha dicho su nombre

 - Oh, discúlpeme. Por supuesto. Me llamo Hans Meyer y llamo en relación a su trabajo en Valencia. Supongo que recuerda los pormenores….

 - Perfecto Hans- cortó Stuart de nuevo- Le escucho. Continúe por favor

 - El caso es que – retomó la voz - han surgido algunos flecos después de su visita a España.

 - Creía que el tema, en lo que compete a mi misión, había sido resuelto a satisfacción de todos- replicó Stuart-

 - Sin duda señor Haser-. Estamos muy satisfechos con el dossier que nos hizo llegar y espero que los honorarios le hayan parecido suficientes en esta ocasión..

Stuart creyó notar cierto dolor en esta última frase. Apuntó el dato para sucesivas negociaciones. 

 - La operación, como supongo usted recuerda – continuo Hans – era en extremo delicada.

Esta vez la pausa duró unos breves segundos. Los suficientes para que a Stuart se le  encendieran todas las alarmas, incluidas algunas desconocidas para él hasta entonces.

 El tema – continuó Hans Meyer- ha tomado un nuevo giro, algo inesperado. Nos gustaría que volviera a Valencia para solucionarlo. Nuestros inversores, llevan notando ciertas fluctuaciones extrañas, y aunque todo parece ir por el cauce correcto, nos vemos en la necesidad de prestar atención ante algún cabo suelto, algún fleco, como antes le he comentado, Tenemos entendido que durante sus pesquisas, estableció cierta relación con las personas implicadas, y al hilo de ello, pensamos podría retomar sus actividades desde el punto en que quedaron interrumpidas.

 -Debería- dijo Stuart- quizás ser más explícito señor….

 -Mayer. Hans Meyer- contestó el aludido-

 - Perfecto señor Meyer. Hágame un resumen de sus necesidades

 - Por teléfono no parece la vía más adecuada -el señor Meyer parecía volverse por momentos cada vez más cauteloso- Le estoy haciendo llegar en estos instantes el dossier. Y un contrato de trabajo, si es que llega a la conclusión de poder ayudarnos en esta ocasión. Por el cauce habitual, por supuesto. También, en vista de la urgencia que nos corre el asunto, me he permitido enviarle un pasaje en primera con vuelo directo a Manises, que sale dentro de aproximadamente dos horas  del aeropuerto  Konrad Adenauer.

 Hora y media después un Stuart un poco receloso (el dossier, aun sin leer, descansaba en su portafolios) cumplimentaba los últimos requisitos en la puerta de embarque. Tenía la esperanza de llegar con el tiempo suficiente para poder ponerse al día y enfrentar un nuevo, o no tan nuevo reto. Ya colocado en el asiento y saboreando un café deliciosamente hirviendo, abrió la carpeta de los documentos y se dispuso a leer el contenido. Según avanzaba en el estudio de los datos fue consciente del problema que debería abordar durante las próximas semanas. Se frotó los ojos bajando hasta el puente de la nariz, gesto habitual en él, en momentos de concentración.  La vista viajó hasta un cielo que a través de la ventanilla  ofrecía una promesa de calor. El mar quedaba ya atrás, y el avión enfilaba la pista de aterrizaje con el suave bamboleo de la costumbre

- Bueno- pensó Stuart encendiendo el móvil-ha llegado el momento.

La foto de Noelia le golpeó desde la pantalla. Había improvisado durante el viaje unas pocas palabras para anunciarle su llegada, pero el torrente de emociones no deseadas fue superior a sus fuerzas.

Escribió simplemente He vuelto”.

Autoría: Purificación Mínguez.

Sillas vacías III (continuación)

Post previos de Mikel Agirregabiria y Alberto Ereña.
Serafino Rubiales Garcidueñas estaba limpiando esa mañana la escopeta mientras rumiaba la reciente pérdida. Sobre todo la que tenía que ver con los honorarios de La Aquí Te Espero, funeraria del pueblo, encargada de entierro de la Serapia y el Toño. No era hombre de sentimientos. Serafino sabía de sobra que el mundo era un valle de lágrimas, aunque en el caso de los finados solo hubiera dado como resultado una montaña de problemas. La desaparición, repentina y envuelta en tan extrañas circunstancias estaba bajo investigación. Así, con esas palabras, se lo había comunicado Braulio, el cabo de la Benemérita en el mismo lugar de los hechos.

Serafino no había disfrutado de un buen pasar por lo menos hasta los veinte años. Miseria y soledad cuidando cochinos, que le moldearon el cerebro, más de alcornoque que de bellotero, dejándole un horizonte sin trufas a la vista. Hasta que semana después de la onomástica “El Fino”, como se le conocía en el pueblo, hubo de llevar la tinaja de tinto al Casino. Aquél recado le cambió la vida.

El Casino era ahora, bien hay que decirlo,  un lugar sin lustre. Los cambios políticos después de la muerte de Paquito habían hecho mella en la solera del edificio. Atrás quedaban los tiempos  – recordaba Serafino- en que solo eran aceptadas en su seno las fuerzas vivas del pueblo. Usease - enumeraba para sí, con nostalgia esa mañana,desmontando el gatillo- El sargento, el alcalde, el médico-farmacéutico-practicante (todo junto, perdonen la licencia, pero es que el Estanislao era un compendio de habilidades) y don Apapucio, el cura, que hacía las veces también de maestro “y así poder repartir más hostias” – decía él – porque los demás, no podíamos blasfemar, y solo osábamos pecar, en su presencia, de pensamiento. Ocasionalmente el notario también se sumaba, aunque solo fuera para hacer sombra a Don Críspulo, que se acercaba de vez en cuando para recoger algún mandado legal y así poder matar el hambre, que era mucha.

- ¡Pero si eres abogado y con estudios! Le decían los allí presentes con bastante sorna, día sí y día también.

– ¡Cómo es posible que tengas ese traje más gastado que el trapo del tabernero! Remataba Don Zacarías.

-Ay señorito- se compadecía Don Críspulo- ya sabe que aquí la ley tiene poco afán. Si en vez de usted apalabrar el derecho de pasto al Amancio, hubiese hecho los papeles como dios manda, yo le habría hecho un favor al sastre, y este al carnicero, y este a su mujer, que ya sabemos que el Cosme solo palpa carne en el colmado y todos merecemos alegrías. Y su mujer, la del Cosme digo, a la modista, que es la esposa del sastre y que así, con la alegría, quizás le hubiera hecho un favor al sastre, que es su marido, no sé si se lo he dicho antes. Ya le expliqué el martes el concepto de economía de mercado don Zacarías, tan necesario en estos lares.

-¡A mí no vengas con rojeríos!- tronaba don Zacarías  Aquí todo se ha hecho como lo hacen los hombres de honor. Además de la mujer del Cosme “ni mu te quiero oír”. Ya me encargo yo de cualquier favor que necesite.

-Si señorito, si amable es usted un rato – replicaba el abogado-

-¿Como que un rato?- Zacarías enrojecía de ira por momentos -

- Un rato largo, quería decir, Don Zacarías- despejó por la banda el abogado-

-Así está mejor, Crispulo, Cómo se nota que tienes estudios y cintura fina para los envites.

-Cintura fina sobre todo, Don Zacarías -contestaba el abogado- mientras se acercaba subrepticiamente al plato con jamón.

¡Qué tiempos aquellos! –recordaba el alcalde- mientras echaba mano a la caja de las municiones.

-¡La madre que me fue a pintar ¡ La exclamación salió sin control de un Serafino atónito. Faltaba media caja de cartuchos.

Autoría: Purificación Mínguez.

Sillas vacías II (continuación)

Post primero de Mikel Agirregabiria.

    Golpea la puerta con los puños; insiste una y otra vez, nadie se asoma por la ventana. Desesperada, revuelve en su capazo, repleto de restos de galletas y de otros dulces; nunca tira a la basura las sobras del desayuno de la familia Tejedor. Pero las llaves no aparecen.

Se maldice, las olvidó en Coria, en la casa del ilustre abogado D. Críspulo Tejedor, el señorito. En el último forcejeo con él, cuando ya se disponía a salir, oyó la puerta que anunciaba la entrada de la señora, Doña Virtudes. Las llaves cayeron al suelo, y con los nervios, olvidó recogerlas; se quedarían debajo de la cama o de algún mueble.

No tenía forma de saber si mamá y la tía estaban dentro. Llamando a las casas vecinas tampoco nadie da señales de vida, parece que el pueblo se hubiera vaciado durante su ausencia.

 Corre hacia la iglesia mientras los recuerdos le taladran el corazón; también la conciencia se regodea con ella. Ya le dijeron sus hermanos varones que su sitio era estar en casa, con mamá.

 “Tú con mamá, María, tú con mamá... Eres la única mujer. Te corresponde a ti. No tienes derecho a irte, a dejarla sola. ¿Quién la cuidará? ¿Y si enferma? Nosotros tenemos nuestra vida, nuestra familia, nuestra mujer, nuestros hijos.”

 Falta poco, unos pasos más y habrá llegado.

Dos coches, dos empleados con caras y trajes oscuros esperan charlando con la pareja de guardias; éstos, uniformados de verde. Multitud de flores, ramos y coronas de todo tipo aguardan para ser introducidos en los vehículos.

 La puerta está cerrada, se oyen canciones; muy suaves, de funeral. Accede al interior de forma brusca, casi sin aliento; dos féretros junto al altar presiden la ceremonia. Todas las cabezas se giran hacia ella. Corre por el pasillo hacia los ataúdes; los fieles la observan y cuchichean entre ellos.

 - “¡Chsss! ¡Chsss! Maríaaa, Maríaaa. ¿A dónde vas? Por favor, deja ya de correr. ¿Qué te pasa?”

 - “¡¡Mamá!! ¡¡Tía!! Dios mío, creí...pensaba... que erais vosotras”

 Le acompañan al exterior muy sonrojadas, pidiendo perdón con voz muy queda a sus vecinos asistentes al oficio.

 - “¿Qué pasa mamá? No os he encontrado en casa, las sillas vacías, las campanas… ¡Me he dado un susto tremendo!”

  Y alzando más la voz, prosigue:

 - “¿Y en dónde está la gente? No hay nadie en el pueblo; ni un alma. ¡Ay! ¡Todavía estoy temblando!”

 - “¿En dónde va a estar la gente, hija? ¡Todos ahí! ¡En el funeral!”

 - “¿Quiénes son pues los difuntos, para tanto boato? ¡He visto al menos tres curas celebrando! ”

- “Ya te digo, Angus, que en la ciudad no se enteran de nada de lo que pasa en el pueblo. ¡Ay, señor!”

 - “¡La mujer y el hijo tonto del alcalde! ¡Los dos aparecieron en la piara de Ezequiel, el de la Avelina...! ¡Desnudos…! ¡Sí, María! Como te lo estoy contando.”

 Observa a su tía Angustias sin verla. Ella parece incómoda después de la revelación que acaba de hacerle a su sobrina.

Autoría: Alberto Ereña

Una tarde de otoño en Londres

Había tomado el autobús 38 al inicio de la ruta, en Clapton Pond (¡cómo le gustaban aquellos jardines y su puente de ensueño!) y se dirigía a Green Park con intención de dar un largo paseo. No es que fuese un día soleado, pero había albergado la esperanza de que las nubes fueran magnánimas y le permitiesen disfrutar de la mañana de domingo. El otoño estaba ocupado en su labor de despojar a los árboles de las hojas pero, aun y todo, había tenido tiempo de pedir algo de lluvia, tal vez porque le gustaba la luz tenue y deprimente que el cielo devolvía a sus súplicas, puede que porque las hojas moribundas de colores ocres parecían fantasear con unos segundos de frescura... o a lo mejor porque la luz ambarina de los escaparates y del propio autobús, combinada con todo lo anterior, componía una imagen de una belleza sublime aunque melancólica.

El caso era que había caído una ligera lluvia y no parecía que las nubes hubieran tenido suficiente con ese lloriqueo. Lizbeth miraba por el cristal de la ventanilla al tiempo que valoraba la posibilidad de continuar en ruta hasta Victoria bus station. A lo mejor podría salvar la jornada si iba al centro y tomaba un té con pastas mientras leía sentada en la mesa de algún pequeño establecimiento... Y entonces lo vio mientras caminaba absortó y con prisas. Era Milton, no había la menor duda, vestido con su sempiterna gabardina negra corta (¡aún la tenía!) y las botas de punta. Lo vio doblar la esquina junto a la cabina de teléfonos.

Conocía a Milton desde los años del instituto. Ambos compartían grupo de amigos en los recreos y ella siempre había sido consciente de que él estaba coladito por sus huesos, lo veía en su mirada. Lamentablemente ella no lo miraba con los mismos ojos. Alguna vez lo había llevado a su casa, alguna tarde de domingo tonta en la que no sabían qué hacer y se tumbaban juntos en la cama con una caja de chocolatinas mientras charlaban de esto y de aquello. Él era amable, educado y encantador, y a su madre le encantaba, siempre hablaba bien de Milton. Estaba segura de que la hubiera hecho la mujer más feliz del mundo si le hubiera dicho que era su novio. Pero ella nunca había sentido más que amistad hacia él, y Milton jamás había intentado cruzar la línea que separaba la amistad del amor.

Hacía tiempo que no lo veía. Una vez acabados los estudios, él se marchó a estudiar a Dinamarca.

Llevada por un impulso que no supo de dónde salió, Lizbeth se bajó del autobús en la siguiente parada, que afortunadamente no fue muy lejos de donde lo había visto. Con pasos acelerados, desanduvo parte del trayecto y pronto vislumbró la espalda de Milton, que caminaba solo por la calle. Pensó en llamarlo para que la esperara, pero, con una sonrisa dibujada en el rostro, creyó que sería mejor estar más cerca. Quería ver su cara de sorpresa cuando la viera. Quién sabe, pensó, tal vez este reencuentro sea cosa del destino. Ella estaba libre en aquel momento y a lo mejor podría encenderse en su corazón lo que su madre siempre deseó.

No estaba muy lejos de él, a punto ya de gritar su nombre, cuando otro joven alto y estilizado que venía de frente se paró frente a Milton.  Tenía el cabello rubio como el trigo y aspecto nórdico. Acercó su rostro al de Milton y le plantó un morreo que hizo que Lizbeth se parara en seco. Nunca vio el rostro de Milton. Los dos jóvenes enlazaron sus manos y se perdieron en el horizonte. Ella permaneció unos minutos de pie, inmóvil, sin saber qué hacer. Si hubiera girado su cabeza a la derecha habría visto su cara de asombro en el escaparate de la pequeña tienda de antigüedades: los ojos abiertos como soles, la boca desencajada por la sorpresa. Ni siquiera sintió la fina lluvia que comenzaba a caer de nuevo y empapaba su pelo, mientras el libro adquiría vida propia y a punto estaba de resbalar de entre sus manos.

  Autoría: Argiñe Areitio.

Besos en el aire

Un hilo de luz intenso corta la oscuridad de manera cruel e incide en la pared como si señalara la existencia de un tesoro escondido. La negrura se resiste al impacto y sonríe complacida. Sabe, por experiencia, que ganará la batalla. Hace años que las contraventanas no se abren y que el exterior no se asoma a la habitación, tantos que las bisagras olvidaron su función, engrasadas con silencios y suspiros, lágrimas e hipos.

Elena yace acaracolada, las rodillas casi en la barbilla, los talones plegados bajo la espalda que se arquea impulsada por la melancolía. Los brazos, laxos aunque no lo parezca, rodean las piernas con delicadeza protectora. La envuelve el silencio absoluto, como no puede ser de otra manera, ya que no hay silencios a medias.

Aunque ni un músculo se mueve y la quietud la embarga, Elena no duerme. Observa con detenimiento el haz de luz en el que bailan alocadas las motas de polvo. Hacen gala de una coreografía extraña, etérea y rotunda, con el ritmo que marca no se sabe bien qué corriente de aire. Sus pupilas danzan gustosas junto a las pelusas y ejecutan cabriolas suspendidas en el aire.

Cruje entonces la madera del suelo, añejo y millones de veces pisado. Aunque no los ve, conoce bien sus desgastes y achaques. Es la banda sonora de su vida; crujidos aquí y allá, lamentos sordos que vuelan hacia la nada. La casa, como ella, malvive ante la falta de cuidados, protesta por el abandono. Pero, al igual que a ella, nadie la escucha ni atiende.

Elena se permite un leve suspiro que apenas hace temblar la colcha. Hubo un tiempo en el que vivía con la alegría de sentirse querida y sin saber por qué todo se torció. Hubo un tiempo en el que el sol inundaba la estancia y las sombras huían raudas. Pero lo mejor eran las noches, cuando asomada a aquella ventada hablaba con él mientras el farol alumbraba sus conversaciones nocturnas, sus besos en el aire.

Pero poco a poco todo cambió. Como si su amor ascendiera por unas escaleras sinuosas, un día fue un retraso en la cita, sin razones ni excusas; otro un mal gesto, sin perdones ni disculpas; al siguiente unas palabras incómodas que la golpearon sin piedad; y más tarde un gesto extraño que no supo descifrar y que se convirtió en un adiós. Aquella noche en la que él no apareció fue la última en la que abrió la ventana que, tras años despojada de quehaceres cotidianos, exhibía ahora unas cataratas incipientes, una vista opaca ante la vida que discurría fuera.

Nunca supo por qué. Encogida como una oruga temerosa sobre el lecho, por más vueltas que le daba, no acertaba a comprender por qué su gran amor terminó convertido en una relación TORTUOSA.

Autoría: Argiñe Areitio.

Ciclista absorta III (continuación)

Posts previos de Mikel Agirregabiria y de Alberto Ereña. Prosigue con Purificación Mínguez.

La pantalla se empeñaba en mostrarle el mensaje: "He vuelto". Sucinto y escueto. Eran dos palabras que daban mucho por supuesto. Y a Noelia no le gustaba dar nada por supuesto.

Hacía varios meses que no sabía nada de Stuart. Al principio se habían whassapeado a diario. Luego, no sabía bien por qué, ambos habían ido espaciando los mensajes, como si no tuvieran nada que contarse, como si los lazos inquebrantables que parecían unir sus almas no fueran tan irrompibles como habían pensado.  Hacía tiempo que se había diluido en el aire el eco de aquel "volveré" que él le había depositado con amor infinito en el oído. Tampoco quedaba nada del "te esperaré" que ella había susurrado. La vida continúa, no hay un botón de pausa. Él nunca insistió en su regreso, ella jamás ahondó en sus deseos. Y como un huerto mal cuidado en el que el labrador olvida las más esenciales labores de abonado y riego, crecieron las malas hierbas entre ellos, cardos aquí y espinosas rastreras allá.

Era cierto que no había conocido a nadie en aquel año largo. Ningún otro hombre había entrado en su corazón, ni siquiera en su mirada. Sus clases y el trabajo en el laboratorio llenaban sus días y se sentía satisfecha. Sonreía cada mañana, feliz, si bien sabía a ciencia cierta que en un recodo del alma una puerta cerrada con llave escondía recuerdos y sentimientos dolorosos. Aquel "he vuelto" había abierto la caja de Pandora. Ahora la puerta estaba de abierta de par en par y las sensaciones campaban a sus anchas por doquier. Le había descolocado el día camino de sus clases en la universidad. De pronto pareció que a su alrededor se elevaba una niebla densa, una barrera infranqueable que le impedía ver más allá de la luminosa pantalla. Ni siquiera era consciente de que iba en bicicleta.

No fue un golpe tremendo en sí, pero ensimismada como iba la devolvió a la realidad de manera brusca y violenta. Al llegar al final del puente una sombra se había cruzado en su camino y enredada con ella había caído al suelo. Las cosas que llevaba en el bolso se desparramaron y dieron forma a un mosaico indescriptible de intimidades al descubierto. La sandalia del pie derecho se enganchó en el pedal de la bicicleta mientras la mano derecha se aferraba al teléfono, que no soltó en ningún momento. El pelo le cubrió la cara al igual que el telón de fin de función de un teatro y no se atrevió a moverse ni un ápice, a la espera de que el dolor de una pierna rota o una mano torcida la despertara del trance.

Unos dedos suaves le retiraron el pelo con una suavidad extrema, temerosos, tal vez, de romperla en mil pedazos.

- ¿Estás bien?¿Te has hecho daño? ­–le preguntó la voz de aquel joven.

 No supo qué contestar. Los ojos de Noelia quedaron atrapados en su mirada inquieta. Un silencio extraño se instaló entre ambos, no se produjo ni un pestañeo, ni un sonido, ni un suspiro... Fueron apenas unos segundos, pero para ella fue una eternidad.

Autoría: Argiñe Areitio.

Otoño londinense

  Hace ya varios años que estuve en Londres con mi madre y mi hermana; fue la primera vez que visité la ciudad. Medio año antes, mi padre que no era fumador, bajó de casa a comprar un tinte para su pelo. O eso nos dijo, porque no volvimos a saber de él hasta pasados tres meses, cuando una vecina de vacaciones por Estepona, le reconoció colgado de una mulata.

Un par de meses después llamó a mi madre suplicando que le dejara volver, la mulata se había ido, llevándose consigo la dignidad y el dinero de mi padre. Mi madre le dijo que sí, que volviera, que le estaban esperando en la comisaría para que respondiera de la estafa que había dejado.

 Y no volví a saber nada más de él.

 Cuando visitamos la ciudad, mi madre nos contaba anécdotas y curiosidades de los lugares a los que íbamos, no en vano ella había nacido aquí. Con veintiséis años conoció a mi padre, se enamoraron y se trasladaron a España; mi madre había conseguido un excelente trabajo en una multinacional británica y mi padre al socaire de ella, como siempre. Luego se hizo pintor; no recuerdo que vendiera nunca nada. Sin embargo, se relacionaba en esos mundos bohemios, de calle... en fin, de vivir como Dios gracias a ella.

Caminábamos los tres por Rosebery Avenue cuando se detuvo junto a la cabina telefónica.

 - “Continúa todo igual. Qué recuerdos me trae este lugar”.

 Sus ojos, un poco brillantes, recorrían aquella esquina londinense con el sentimiento de que ya nunca volverá a ser, para siempre será “fué”, lo que mi madre visualizaba en su interior.

 - “Aquí, en este local, Antoni & Alison´s, nos reuníamos mis amigas y yo a tomar café. A veces con pastas, pero sólo los fines de semana porque eran muy caras. Contábamos nuestras confidencias, hablábamos de nuestros estudios, de nuestras cosas, y de muchos planes que se quedaron ahí, en el interior”. - No se si refería al local o a ella. - “Desde esta misma cabina, llamaba a vuestra abuela siempre con alguna disculpa inventada, intentando que me permitiera regresar un poquito más tarde. Ya veis que poco ha cambiado todo”.- Leire sonreía.

 Hoy, en este día lluvioso del frío otoño londinense, he recordado de nuevo a las dos que me esperan en casa.  Mientras abotono mi abrigo, me dirijo a coger el autobús que me llevará al aeropuerto.

He conseguido juntar unos días libres en mi trabajo, aquí, en Antoni & Alison´s, y los voy a aprovechar para ir a Bilbao. Por supuesto, con unas pastas en la maleta para ama.

 Ah! Y una bufanda para Leire.

Autoría: Alberto Ereña

Conversaciones entre sillas

Angustias: ¡Ay, hija, cómo me crujen las juntas! Esta pata izquierda me está matando...

María:  No es de extrañar, siempre estás a la sombra y las humedades hacen estragos.

Julia: Ya te digo... Yo tengo tu misma edad y estoy como una rosa, no me cruje ni el mimbre.

Angustias: Sí, pero a ti no te ha castigado la vida como a mí. Fíjate en la mujerona que se sienta cada tarde sobre mí. Es ancha como un roble y pesada como una encina. En cambio la que toma el sol sobre tus mimbres es fina como un junco. Digo yo que eso también hay que tenerlo en cuenta, ¿no?

Julia: Será fina de cuerpo, pero pesada como ella sola. ¡No calla ni debajo del agua! Como se nota que tiene una vida sexual intensa. Yo creo que su cama no está en tan buenas condiciones como yo.

Pía: ¡Jesús, María y José! No sé por qué tienes que hablar de esas cosas. Eres una vulgar deslenguada, como esas mujeres que cada tarde se sientan aquí.

Carmela: Ja,ja,ja,ja,ja... Cómo se te notan los años que pasaste como silla de iglesia, Pía. Te escandalizas por cualquier tontería.

Angelines: ¿Pues no sueles ver cómo se pone cuando las seis mujeres cotorrean de sus cosas? Un día de estos le va a dar un colapso.

Pía: Es que no sé por qué hay que entrar en tantos detalles, ni elegir esos temas tan íntimos. Como si no hubiera otras cosas sobre las que hablar.

María:  Ayer sin ir más lejos, cuando charlaron sobre las noches y lo que sus hombres les hacen, creí que Pía se iba a romper en mil astillas.  Le temblaban las patas de lo ofuscada que estaba.

Carmela: Pues fue muy divertido. No puedo imaginar esas cuestiones de las que hablan, sexo le dicen, pero suena tan fascinante...

Angelines: Pues yo sí que lo he visto, no en vano durante unos años fui silla de alcoba.

Carmela: ¡Ah, pillina!¡Qué suerte la tuya! Yo siempre fui asiento de comedor, mi único viaje fue cuando me sacaron aquí fuera... Anda, cuenta, cuenta... ¿cómo es eso del sexo?

Pía: ¡Ah, no! Haced el favor de dejar el tema, no seáis indecentes, que bastante aguanto yo con esas y sus chismes.

Julia: ¡Calla, Pía! Si no quieres oír tápate los agujeros de la carcoma, pero déjanos charlar a las demás. Cuenta, Angelines, que la cosa tiene su interés.

Angelines: Pues se retuercen entre las sábanas como la hierba alta en el campo cuando el viento la azota sin piedad. Y suspiran mientras se hablan en susurros con voces extrañas, como si en el lecho no hubiera dos sino muchos otros. Y tiemblan, agitados, igual que lo hacen las hojas de los olmos animadas por las brisas de otoño...

Pía: Calla ya, Angelines, por favor...  

Angustias: Lo que daría yo por cimbrear de esa manera mis ajadas maderas...

María: ¡Callad, callad, que ahí vienen! A ver con qué historias nos deleitan esta soleada tarde. Seguro que el fin de semana las ha dejado con ganas de hablar. ¡Resiste, Pía! ja,ja,ja,ja...

Julia, Angelines, Carmela, Angustias: ja,ja,ja,ja...

Autoría: Argiñe Areitio.

Sillas vacías

Se sorprendió María al observar la extraña estampa del rincón donde todas las tardes las comadres se reunían para tejer y charlar. Pensó que algo raro debía haber sucedido, mientras subía la cuesta desde la estación del tren que, como todos los viernes, le había traído de la capital donde servía. 

Siempre se sentaban allí, en el mismo orden, prefiriendo el sol o la sombra. Su madre, su tía y otras cuatro vecinas,... Tras haber criado a su prole, que se había alejado de aquel pueblo de Extremadura, era el modo en el que pasaban el rato desde la siesta hasta el atardecer mientras el sol caía.

¿Por qué no había nadie? De pronto lo comprendió y aceleró el paso hacia su casa. ¡Que no sea mamá, ni la tía,...! Era obvio,... incluso antes de haber oído el toque de difuntos del campanario que anunciaba el fallecimiento de una mujer.  

Autoría: Mikel Agirregabiria.

Continuaciones de Alberto Ereña Purificación Mínguez.

Ciclista absorta II (continuación)

Post primero de Mikel Agirregabiria, y una tercera secuela de Argiñe Areitio.

Recuerdos muy vívidos se agolpaban en su cabeza. Había transcurrido un año ya desde que acudió al aeropuerto de Manises a despedirle.

Una vez más le pidió que le acompañara, pero ella, agarrada a su mano, le suplicó que no lo hiciera. Volverían a verse en breve, le esperaría.

No pudo ser tal y como esperaba, un brusco cambio de destino laboral a Stuart lo truncó todo.

Impartía clases en la Universidad de Valencia alternando con sus trabajos de analista en el laboratorio; le costó mucho esfuerzo acceder allí, un mundo casi copado por hombres y además tan joven. Ahora estaba encantada pero el principio fue duro, la consideraban casi una intrusa; con su carácter alegre y colaborativo se hizo poco a poco un hueco y ahora era querida y respetada entre sus colegas. Sus conocimientos científicos eran muy sólidos y los que antes la miraban con gesto displicente, ahora recurrían a ella con frecuencia para conocer su punto de vista y no se tomaban decisiones sin su aprobación.

Como sucedió en aquella reunión a la que fue invitada por el rector de la Universidad; acudieron a la misma el director del laboratorio en el que ella trabajaba, el consejero de la Generalitat Valenciana de Innovación y Universidades además de una representante del Ministerio de Ciencia y Tecnología del gobierno español.  Estaba impresionada, con un sentimiento de orgullo no exento de cierto temor; era científica, y estos concilios con políticos le ponían un poco nerviosa; por experiencia sabía que eran dos campos no siempre compatibles.

Debatieron sobre la necesidad de modernizar las instalaciones, la tecnología avanzaba a velocidad de vértigo y en otros laboratorios, no sólo de Europa sino también del Estado, se había invertido con fuerza para acceder a los mejores recursos. Por videoconferencia, el jefe de la unidad de investigación de la policía autónoma vasca se sumó a la reunión; le habían pedido, como favor, que asistiera. Disponían ya de medios que hoy se valorarían en la reunión, y el conocer de primera mano su opinión era importante. Colaboraban habitualmente con ellos y Noelia sabía que eran modernos y eficaces.

La reunión fue distendida y se adoptaron al final de la misma decisiones de inversión muy importantes; entre ellas, la aprobación de compra de un potente microscopio electrónico a una empresa norteamericana con sede en Nueva York.

Los trámites burocráticos fluyeron con rapidez, y transcurridos sólo dos meses de aquella reunión,  arribaba al Puerto de Valencia el contenedor con la preciada y delicada mercancía.

Avisada la empresa adjudicataria de la llegada, ésta procedió a enviar a su equipo técnico para la supervisión y montaje del equipo. Al día siguiente de la descarga en el recinto universitario, Noelia se ofreció para recoger en Manises a los tres responsables de la instalación del microscopio.

La sala de llegadas estaba muy concurrida; yendo de un lado hacia otro trataba de que el cartel que portaba en su mano con el nombre de la compañía yanqui fuera visible.

Hasta ella se acercó un espigado muchacho; muy alto, pelo castaño abundante, sus ojos claros y ligeramente rasgados dulcificaban su rostro, levemente salpicado de antiguas marcas de viruela.

 - “Mi nombre es Stuart Haser, mis compañeros llegarán en breve, están recogiendo su equipaje.

Ha sido usted muy amable al venir a recogernos” - Aguantó un poco de más su mirada, a ella no le pasó desapercibido.

 - “Soy Noelia Bastet, encantada de conocerle. Espero que el viaje les haya resultado cómodo. Les acompañaré a su hotel” .

Autoría: Alberto Ereña

El juego de las sillas

 

Algunos subíamos por San Lorenzo, hasta la esquina, evitando el túnel de La Pedreña, siempre abarrotado. Con las aceras tan estrechas, que nos obligaban a la fila única, sin posibilidad de dialogo. Samuel nos alcanzaba al rato, sudoroso. Él llegaba desde el Canto del Morro, el arrabal de las afueras pegado a la autopista.

Éramos una procesión vectorial, nervuda, que dibujaba invisibles líneas en el mapa de la ciudad, derramándonos por sus calles. Camino del mar que se divisaba a lo lejos. Un imán de retazos con olor a sal en el aire, nos guiaba como a perros perdigueros siguiendo el rastro del salitre.

Soraya llegaba la primera casi siempre. Ella vivía en El Barrio Alto y todo era cuesta abajo en más de un sentido. Nos consolaba que a la vuelta tuviese que ascender hasta el Olimpo. Era nuestra venganza, nunca dicha en voz alta, por no desequilibrar el tono del grupo, siempre tan delicado.

En el muelle, donde el espigón pegaba una pequeña vuelta para detener la ola, golpeando con el envés al entrar a puerto, justo allí nos esperábamos. Fumando un piti que el viento avivaba o apagaba al albur del día.

A mí el sitio no me gustaba. Mis largos cabellos, más allá de la cintura, revoloteaban al alcanzar el recodo. Hasta el flequillo, cortado a cuchillo, se amontonaba al igual que la ola insumisa, haciendo fracasar los esfuerzos de horas antes por domarlo. Me daba envidia ver como eso a Sergio le traía sin cuidado. La humedad, que como un aspersor pulverizaba el aire, impregnaba sus rizos. Dándole el aspecto de un dios griego purgando con los trabajos de Hércules.

Ese día yo corría por el muelle, procurando que ninguno a lo lejos notara mi prisa, hasta ese malecón que habíamos conquistado a base de tiempo, constancia y cierta melancolía

Esther y Javi llegaron juntos. Eran hermanos y aunque Javier tenía un año y meses menos de calendario siempre avanzaba un paso por delante. Esther le seguía con una sonrisa condescendiente, perdonándole la ofensa. Arrebolada y feliz de volver a vernos.

Ese día el silencio aburrido, que provoca una libertad desperdiciada y sin límites, caía sobre el grupo. La tarde languidecía. Las noches eran ya más cortas ocultando el mar, despojándonos del paisaje

Podíamos pensar en algo- dije acercándome a Sergio-

Llevaba días esquivando su mirada, cada vez más oscura. Algún tipo de transformación, que todos los demás ignorábamos, se estaba produciendo en él, volviéndole los gestos arcanos y misteriosos

Sergio se volvió al oír su nombre, un poco ruborizado. Estaba en esos momentos intentando esconder el tirachinas que asomaba por los pantalones. Me pregunté dónde estaría mi blanca goma de saltar. Quizás habitaba ya en algún calzón de mi padre. La imagen me hizo estremecer

Sergio aún olía al pan recién hecho de la tahona familiar. A miga sumergida en leche. La que ardía en la boca con el apremio que urge a toque de campana la  llamada del colegio. Olía aun a niño, y me habría gustado comentárselo. Pero ya en su voz y en su bozo asomaban pequeños estragos y se me hizo tardío el comentario. Con Sergio siempre llegaba tarde, como un poco a destiempo.

Afortunadamente, en el grupo no todo era cambiante- pensé- Ahí teníamos a Samuel embutido en sus impenitentes pantalones cortos, incluso cuando despuntaba el frio primero de otoño. Él decía que su madre se los obligaba, para así ventilar las costras de las rodillas. Javier era un poco torpe y torcía el pie, poniéndose la zancadilla a sí mismo. Los demás admitíamos la historia como algo natural, congratulándonos por los cuidados de la madre. Disimulando lo que intuíamos. Hasta Soraya llevó un día una mantita esponjosa y aterciopelada y se sentó junto a él, tapándose innecesariamente. Reímos ese día porque nos parecían dos jubilados adolescentes, dispuestos a contemplar el mundo arropados con gestos cómplices. Creando una estampa, que al pasar los años resultó premonitoria.

Que os parece- dijo Sergio- Si hoy volvemos por la Ronda.

Todos callamos. Él nos miraba expectante, un poco retador y a la vez suplicante

-Me parece bien- dijo Samuel- A mí de vuelta me pilla más cerca de casa

No supe muy bien si el comentario era egoísta o simplemente una manera de disipar la tensión creada. Ester y Javi asintieron, no sin antes mirarse. Javier con cara preocupada.

Esther dijo con la voz temblorosa

-Me parece bien. Hace siglos que no pasamos por allí.

Llegando al túnel nos separamos. Seguramente todos ya un poco ausentes, ensimismados en nuestros recuerdos. En el angosto pasadizo, ese día dos luces yacían rotas, probablemente a pedradas de los niños del barrio jugando a la puntería.

Sentí en algún momento, sumergida en la oscuridad, el roce de una mano. Quizás fuera la de ella, siempre tan juguetona. Invitándome a pensar en fantasmas. La luz del túnel se mostraba como un oasis a lo lejos, desdibujada. Creando un espejismo en el que el tiempo y el espacio formaban sombras reconocibles,

Salimos por fin a la luz, jadeantes de miedo, Todos de alguna manera habíamos atravesado el túnel con premura, quizás espantados ante la oscuridad o los roces imprevistos

Torcimos nuevamente en silencio hasta la Ronda. La ciudad allí se multiplicaba entre calles angostas, con los suelos aún pegajosos del vino y serrín que dejaban las huellas de los parroquianos a la salida de alguna taberna. Íbamos recuperando poco a poco nuestros antiguos dominios. El estanco donde me vendían a duro los cigarros, porque mi padre fumaba y el estanquero me conocía, el quiosco de los chicles con los ajados tebeos que ya no se vendían y habían encontrado una nueva utilidad, resguardando el puesto de las inclemencias del tórrido verano. Aún seguía viva, aunque de un azul pálido, la revista en la que un galán y una bella e inocente hembra se besaban, ajenos al paso del tiempo que desteñiría tanto amor impostado.

El pasadizo se me hizo más pequeño, más viejo, sin la magia, perdida ya, de su secreto tesoro que ocultaba nuestras escapadas y nos alejaba de un mundo que intuíamos hostil.

Ahí estaba el patio, oculto, cerrado a los ojos adultos, paraíso de juegos inventados. Y allí seguían las seis sillas. Se nos hizo extraño ver, como al paso del tiempo, ese juego nos había marcado a fuego y hielo. Haciéndonos huir en busca del mar, hacia el recodo que golpea la ola insumisa. Donde la madre depositó las cenizas de la amiga. Y donde nosotros, en continuo peregrinaje, habíamos fundado otro universo, sin poder desprendernos de la pérdida.

Allí donde reposas Elena. Siempre en nuestra memoria.

Autoría: Purificación Mínguez.

Ciclista absorta

Ciclista absorta

Ensimismada, mirando fijamente su móvil. Así bajaba la cuesta, sin pedalear porque la rampa descendía. Nada del exterior ocupaba su atención. Ni la esplendorosa la luz de Valencia. Ni el inmenso escenario de la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Había automatizado el viaje. Solamente podía leer y releer aquel mensaje. Lo demás había perdido cualquier interés.

La melena al viento. La brisa en el rostro. La bicicleta que silenciosa avanzaba. La mirada en aquellas letras. La respiración contenida. Los ojos sin parpadear. Aquel teléfono aferrado por su mano derecha. ¡Ah, y aquellas pocas letras, en una frase inmensa,... de dos palabras!  Todo sonaba distinto, el cielo se había abierto, el sabor del aire marino lo cantaba,... Aquel texto del WhatsApp transformaba el universo, en ocho letras que susurraban,... "He vuelto".

Autoría: Mikel Agirregabiria.

Continuaciones de Alberto Ereña, Argiñe Areitio y Purificación Mínguez.

Imágenes para el primer reto de Foto-Relatos

Imagen 1ª: Sillas vacías. Remitida por Argiñe Areitio.
Imagen 2ª: Calle Tortuosa. Remitida por Argiñe Areitio.


Imagen 3ª: Otoño londinense. Remitida por Jan Tilkut.

Ciclista con móvil
Imagen 4ª: Ciclista absorta. Remitida por Mikel Agirregabiria.

Tres

Two men and woman 1928. Pravoslav Kotík (Czech, 1889 - 1970) 

Formaban el grupo perfecto. 

Iban al cine los tres juntos. Si salían de excursión al campo, las viandas que separadamente aportaban para el picnic se complementaban sin necesidad de haberse puesto antes de acuerdo. Cuando hacían turismo, uno sacaba la foto a los otros dos, que posaban con muecas divertidas, o bien sonreían felices a la cámara los tres a la vez para una selfie. 

Pero los ojos de Lucas se clavaban constantemente sobre Mónica, los labios de Mónica solo ansiaban los de Mario y el corazón de Mario se aceleraba cuando se acercaba a Lucas. Mientras pudiera disfrutar cada uno de ellos de la compañía del amado, el trío funcionaba, siendo cada uno un eslabón necesario de la cadena que los unía. 

El equilibrio lo rompió Mónica el día que, llorando, comprendió que nunca recibiría los besos ansiados, que nunca lograría los favores que esperaba. Y al quedarse solos ellos, casi llegaron a las manos cuando Lucas le espetó a Mario “no me persigas, maricón de mierda”. 

Y entonces la pirámide se desmoronó para siempre.

Autoría: Elena Mateos