Sillas vacías III (continuación)

Post previos de Mikel Agirregabiria y Alberto Ereña.
Serafino Rubiales Garcidueñas estaba limpiando esa mañana la escopeta mientras rumiaba la reciente pérdida. Sobre todo la que tenía que ver con los honorarios de La Aquí Te Espero, funeraria del pueblo, encargada de entierro de la Serapia y el Toño. No era hombre de sentimientos. Serafino sabía de sobra que el mundo era un valle de lágrimas, aunque en el caso de los finados solo hubiera dado como resultado una montaña de problemas. La desaparición, repentina y envuelta en tan extrañas circunstancias estaba bajo investigación. Así, con esas palabras, se lo había comunicado Braulio, el cabo de la Benemérita en el mismo lugar de los hechos.

Serafino no había disfrutado de un buen pasar por lo menos hasta los veinte años. Miseria y soledad cuidando cochinos, que le moldearon el cerebro, más de alcornoque que de bellotero, dejándole un horizonte sin trufas a la vista. Hasta que semana después de la onomástica “El Fino”, como se le conocía en el pueblo, hubo de llevar la tinaja de tinto al Casino. Aquél recado le cambió la vida.

El Casino era ahora, bien hay que decirlo,  un lugar sin lustre. Los cambios políticos después de la muerte de Paquito habían hecho mella en la solera del edificio. Atrás quedaban los tiempos  – recordaba Serafino- en que solo eran aceptadas en su seno las fuerzas vivas del pueblo. Usease - enumeraba para sí, con nostalgia esa mañana,desmontando el gatillo- El sargento, el alcalde, el médico-farmacéutico-practicante (todo junto, perdonen la licencia, pero es que el Estanislao era un compendio de habilidades) y don Apapucio, el cura, que hacía las veces también de maestro “y así poder repartir más hostias” – decía él – porque los demás, no podíamos blasfemar, y solo osábamos pecar, en su presencia, de pensamiento. Ocasionalmente el notario también se sumaba, aunque solo fuera para hacer sombra a Don Críspulo, que se acercaba de vez en cuando para recoger algún mandado legal y así poder matar el hambre, que era mucha.

- ¡Pero si eres abogado y con estudios! Le decían los allí presentes con bastante sorna, día sí y día también.

– ¡Cómo es posible que tengas ese traje más gastado que el trapo del tabernero! Remataba Don Zacarías.

-Ay señorito- se compadecía Don Críspulo- ya sabe que aquí la ley tiene poco afán. Si en vez de usted apalabrar el derecho de pasto al Amancio, hubiese hecho los papeles como dios manda, yo le habría hecho un favor al sastre, y este al carnicero, y este a su mujer, que ya sabemos que el Cosme solo palpa carne en el colmado y todos merecemos alegrías. Y su mujer, la del Cosme digo, a la modista, que es la esposa del sastre y que así, con la alegría, quizás le hubiera hecho un favor al sastre, que es su marido, no sé si se lo he dicho antes. Ya le expliqué el martes el concepto de economía de mercado don Zacarías, tan necesario en estos lares.

-¡A mí no vengas con rojeríos!- tronaba don Zacarías  Aquí todo se ha hecho como lo hacen los hombres de honor. Además de la mujer del Cosme “ni mu te quiero oír”. Ya me encargo yo de cualquier favor que necesite.

-Si señorito, si amable es usted un rato – replicaba el abogado-

-¿Como que un rato?- Zacarías enrojecía de ira por momentos -

- Un rato largo, quería decir, Don Zacarías- despejó por la banda el abogado-

-Así está mejor, Crispulo, Cómo se nota que tienes estudios y cintura fina para los envites.

-Cintura fina sobre todo, Don Zacarías -contestaba el abogado- mientras se acercaba subrepticiamente al plato con jamón.

¡Qué tiempos aquellos! –recordaba el alcalde- mientras echaba mano a la caja de las municiones.

-¡La madre que me fue a pintar ¡ La exclamación salió sin control de un Serafino atónito. Faltaba media caja de cartuchos.

Autoría: Purificación Mínguez.

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