Elena yace acaracolada, las rodillas casi en la barbilla, los talones plegados bajo la espalda que se arquea impulsada por la melancolía. Los brazos, laxos aunque no lo parezca, rodean las piernas con delicadeza protectora. La envuelve el silencio absoluto, como no puede ser de otra manera, ya que no hay silencios a medias.
Aunque ni un músculo se mueve y la quietud la embarga, Elena no duerme. Observa con detenimiento el haz de luz en el que bailan alocadas las motas de polvo. Hacen gala de una coreografía extraña, etérea y rotunda, con el ritmo que marca no se sabe bien qué corriente de aire. Sus pupilas danzan gustosas junto a las pelusas y ejecutan cabriolas suspendidas en el aire.
Cruje entonces la madera del suelo, añejo y millones de veces pisado. Aunque no los ve, conoce bien sus desgastes y achaques. Es la banda sonora de su vida; crujidos aquí y allá, lamentos sordos que vuelan hacia la nada. La casa, como ella, malvive ante la falta de cuidados, protesta por el abandono. Pero, al igual que a ella, nadie la escucha ni atiende.
Elena se permite un leve suspiro que apenas hace temblar la colcha. Hubo un tiempo en el que vivía con la alegría de sentirse querida y sin saber por qué todo se torció. Hubo un tiempo en el que el sol inundaba la estancia y las sombras huían raudas. Pero lo mejor eran las noches, cuando asomada a aquella ventada hablaba con él mientras el farol alumbraba sus conversaciones nocturnas, sus besos en el aire.
Pero poco a poco todo cambió. Como si su amor ascendiera por unas escaleras sinuosas, un día fue un retraso en la cita, sin razones ni excusas; otro un mal gesto, sin perdones ni disculpas; al siguiente unas palabras incómodas que la golpearon sin piedad; y más tarde un gesto extraño que no supo descifrar y que se convirtió en un adiós. Aquella noche en la que él no apareció fue la última en la que abrió la ventana que, tras años despojada de quehaceres cotidianos, exhibía ahora unas cataratas incipientes, una vista opaca ante la vida que discurría fuera.
Nunca supo por qué. Encogida como una oruga temerosa sobre el lecho, por más vueltas que le daba, no acertaba a comprender por qué su gran amor terminó convertido en una relación TORTUOSA.
Autoría: Argiñe Areitio.
Magnífico nexo Elena-casa.
ResponderEliminarDos vidas que se han fundido sólo en una. Y dos vidas malgastadas quizás sólo a falta de una conversación. Elegante exposición!!