El caso era que había caído una ligera lluvia y no parecía que las nubes hubieran tenido suficiente con ese lloriqueo. Lizbeth miraba por el cristal de la ventanilla al tiempo que valoraba la posibilidad de continuar en ruta hasta Victoria bus station. A lo mejor podría salvar la jornada si iba al centro y tomaba un té con pastas mientras leía sentada en la mesa de algún pequeño establecimiento... Y entonces lo vio mientras caminaba absortó y con prisas. Era Milton, no había la menor duda, vestido con su sempiterna gabardina negra corta (¡aún la tenía!) y las botas de punta. Lo vio doblar la esquina junto a la cabina de teléfonos.
Conocía a Milton desde los años del instituto. Ambos compartían grupo de amigos en los recreos y ella siempre había sido consciente de que él estaba coladito por sus huesos, lo veía en su mirada. Lamentablemente ella no lo miraba con los mismos ojos. Alguna vez lo había llevado a su casa, alguna tarde de domingo tonta en la que no sabían qué hacer y se tumbaban juntos en la cama con una caja de chocolatinas mientras charlaban de esto y de aquello. Él era amable, educado y encantador, y a su madre le encantaba, siempre hablaba bien de Milton. Estaba segura de que la hubiera hecho la mujer más feliz del mundo si le hubiera dicho que era su novio. Pero ella nunca había sentido más que amistad hacia él, y Milton jamás había intentado cruzar la línea que separaba la amistad del amor.
Hacía tiempo que no lo veía. Una vez acabados los estudios, él se marchó a estudiar a Dinamarca.
Llevada por un impulso que no supo de dónde salió, Lizbeth se bajó del autobús en la siguiente parada, que afortunadamente no fue muy lejos de donde lo había visto. Con pasos acelerados, desanduvo parte del trayecto y pronto vislumbró la espalda de Milton, que caminaba solo por la calle. Pensó en llamarlo para que la esperara, pero, con una sonrisa dibujada en el rostro, creyó que sería mejor estar más cerca. Quería ver su cara de sorpresa cuando la viera. Quién sabe, pensó, tal vez este reencuentro sea cosa del destino. Ella estaba libre en aquel momento y a lo mejor podría encenderse en su corazón lo que su madre siempre deseó.
No estaba muy lejos de él, a punto ya de gritar su nombre, cuando otro joven alto y estilizado que venía de frente se paró frente a Milton. Tenía el cabello rubio como el trigo y aspecto nórdico. Acercó su rostro al de Milton y le plantó un morreo que hizo que Lizbeth se parara en seco. Nunca vio el rostro de Milton. Los dos jóvenes enlazaron sus manos y se perdieron en el horizonte. Ella permaneció unos minutos de pie, inmóvil, sin saber qué hacer. Si hubiera girado su cabeza a la derecha habría visto su cara de asombro en el escaparate de la pequeña tienda de antigüedades: los ojos abiertos como soles, la boca desencajada por la sorpresa. Ni siquiera sintió la fina lluvia que comenzaba a caer de nuevo y empapaba su pelo, mientras el libro adquiría vida propia y a punto estaba de resbalar de entre sus manos.
Autoría: Argiñe Areitio.
Muy bueno! Vaya chasco!
ResponderEliminarNos has llevado hasta el final con una historia elegante y luego se cambia todo, de repente. La cara de ella es un poema, la veo. Casi como la nuestra. Ja,ja,ja,
Muy logrado el texto Aparte de la historia la narración me ha encantado
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