El juego de las sillas

 

Algunos subíamos por San Lorenzo, hasta la esquina, evitando el túnel de La Pedreña, siempre abarrotado. Con las aceras tan estrechas, que nos obligaban a la fila única, sin posibilidad de dialogo. Samuel nos alcanzaba al rato, sudoroso. Él llegaba desde el Canto del Morro, el arrabal de las afueras pegado a la autopista.

Éramos una procesión vectorial, nervuda, que dibujaba invisibles líneas en el mapa de la ciudad, derramándonos por sus calles. Camino del mar que se divisaba a lo lejos. Un imán de retazos con olor a sal en el aire, nos guiaba como a perros perdigueros siguiendo el rastro del salitre.

Soraya llegaba la primera casi siempre. Ella vivía en El Barrio Alto y todo era cuesta abajo en más de un sentido. Nos consolaba que a la vuelta tuviese que ascender hasta el Olimpo. Era nuestra venganza, nunca dicha en voz alta, por no desequilibrar el tono del grupo, siempre tan delicado.

En el muelle, donde el espigón pegaba una pequeña vuelta para detener la ola, golpeando con el envés al entrar a puerto, justo allí nos esperábamos. Fumando un piti que el viento avivaba o apagaba al albur del día.

A mí el sitio no me gustaba. Mis largos cabellos, más allá de la cintura, revoloteaban al alcanzar el recodo. Hasta el flequillo, cortado a cuchillo, se amontonaba al igual que la ola insumisa, haciendo fracasar los esfuerzos de horas antes por domarlo. Me daba envidia ver como eso a Sergio le traía sin cuidado. La humedad, que como un aspersor pulverizaba el aire, impregnaba sus rizos. Dándole el aspecto de un dios griego purgando con los trabajos de Hércules.

Ese día yo corría por el muelle, procurando que ninguno a lo lejos notara mi prisa, hasta ese malecón que habíamos conquistado a base de tiempo, constancia y cierta melancolía

Esther y Javi llegaron juntos. Eran hermanos y aunque Javier tenía un año y meses menos de calendario siempre avanzaba un paso por delante. Esther le seguía con una sonrisa condescendiente, perdonándole la ofensa. Arrebolada y feliz de volver a vernos.

Ese día el silencio aburrido, que provoca una libertad desperdiciada y sin límites, caía sobre el grupo. La tarde languidecía. Las noches eran ya más cortas ocultando el mar, despojándonos del paisaje

Podíamos pensar en algo- dije acercándome a Sergio-

Llevaba días esquivando su mirada, cada vez más oscura. Algún tipo de transformación, que todos los demás ignorábamos, se estaba produciendo en él, volviéndole los gestos arcanos y misteriosos

Sergio se volvió al oír su nombre, un poco ruborizado. Estaba en esos momentos intentando esconder el tirachinas que asomaba por los pantalones. Me pregunté dónde estaría mi blanca goma de saltar. Quizás habitaba ya en algún calzón de mi padre. La imagen me hizo estremecer

Sergio aún olía al pan recién hecho de la tahona familiar. A miga sumergida en leche. La que ardía en la boca con el apremio que urge a toque de campana la  llamada del colegio. Olía aun a niño, y me habría gustado comentárselo. Pero ya en su voz y en su bozo asomaban pequeños estragos y se me hizo tardío el comentario. Con Sergio siempre llegaba tarde, como un poco a destiempo.

Afortunadamente, en el grupo no todo era cambiante- pensé- Ahí teníamos a Samuel embutido en sus impenitentes pantalones cortos, incluso cuando despuntaba el frio primero de otoño. Él decía que su madre se los obligaba, para así ventilar las costras de las rodillas. Javier era un poco torpe y torcía el pie, poniéndose la zancadilla a sí mismo. Los demás admitíamos la historia como algo natural, congratulándonos por los cuidados de la madre. Disimulando lo que intuíamos. Hasta Soraya llevó un día una mantita esponjosa y aterciopelada y se sentó junto a él, tapándose innecesariamente. Reímos ese día porque nos parecían dos jubilados adolescentes, dispuestos a contemplar el mundo arropados con gestos cómplices. Creando una estampa, que al pasar los años resultó premonitoria.

Que os parece- dijo Sergio- Si hoy volvemos por la Ronda.

Todos callamos. Él nos miraba expectante, un poco retador y a la vez suplicante

-Me parece bien- dijo Samuel- A mí de vuelta me pilla más cerca de casa

No supe muy bien si el comentario era egoísta o simplemente una manera de disipar la tensión creada. Ester y Javi asintieron, no sin antes mirarse. Javier con cara preocupada.

Esther dijo con la voz temblorosa

-Me parece bien. Hace siglos que no pasamos por allí.

Llegando al túnel nos separamos. Seguramente todos ya un poco ausentes, ensimismados en nuestros recuerdos. En el angosto pasadizo, ese día dos luces yacían rotas, probablemente a pedradas de los niños del barrio jugando a la puntería.

Sentí en algún momento, sumergida en la oscuridad, el roce de una mano. Quizás fuera la de ella, siempre tan juguetona. Invitándome a pensar en fantasmas. La luz del túnel se mostraba como un oasis a lo lejos, desdibujada. Creando un espejismo en el que el tiempo y el espacio formaban sombras reconocibles,

Salimos por fin a la luz, jadeantes de miedo, Todos de alguna manera habíamos atravesado el túnel con premura, quizás espantados ante la oscuridad o los roces imprevistos

Torcimos nuevamente en silencio hasta la Ronda. La ciudad allí se multiplicaba entre calles angostas, con los suelos aún pegajosos del vino y serrín que dejaban las huellas de los parroquianos a la salida de alguna taberna. Íbamos recuperando poco a poco nuestros antiguos dominios. El estanco donde me vendían a duro los cigarros, porque mi padre fumaba y el estanquero me conocía, el quiosco de los chicles con los ajados tebeos que ya no se vendían y habían encontrado una nueva utilidad, resguardando el puesto de las inclemencias del tórrido verano. Aún seguía viva, aunque de un azul pálido, la revista en la que un galán y una bella e inocente hembra se besaban, ajenos al paso del tiempo que desteñiría tanto amor impostado.

El pasadizo se me hizo más pequeño, más viejo, sin la magia, perdida ya, de su secreto tesoro que ocultaba nuestras escapadas y nos alejaba de un mundo que intuíamos hostil.

Ahí estaba el patio, oculto, cerrado a los ojos adultos, paraíso de juegos inventados. Y allí seguían las seis sillas. Se nos hizo extraño ver, como al paso del tiempo, ese juego nos había marcado a fuego y hielo. Haciéndonos huir en busca del mar, hacia el recodo que golpea la ola insumisa. Donde la madre depositó las cenizas de la amiga. Y donde nosotros, en continuo peregrinaje, habíamos fundado otro universo, sin poder desprendernos de la pérdida.

Allí donde reposas Elena. Siempre en nuestra memoria.

Autoría: Purificación Mínguez.

2 comentarios:

  1. Que elegancia, Puri.
    Que descripción de lugares,personas y vidas,...
    Leerte es una gozada.

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  2. Es curioso como los objetos pueden impregnarse de cosas tan humanas como los recuerdos. Hay veces que adquieren otra dimensión y esa es la que has atrapado tú, Purificación. Una historia profunda y cargada de matices y silencios.

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