Los suelos de madera son chismosos por
naturaleza. Crujen y crepitan bajo los pasos más ligeros y echan por tierra sin
miramientos cualquier atisbo de discreción. En esta ocasión también ocurrió, y
cada pisada resonó como los truenos en una noche de verano, animados por el
silencio reinante.
Cuando llegó a la puerta, cuatro pares de
ojos se posaron sin delicadeza alguna sobre él. El peso de las miradas le hizo
dudar durante exactamente tres segundos, como si tuviera alternativa alguna. Saludo
con voz apenas perceptible, pero nadie le respondió. Realizó un reconocimiento
rápido de la sala y se decantó por la silla vacía del rincón más alejado de la
puerta.
Era un día cualquiera de octubre, y aunque en
el ambiente se percibía cierto desasosiego, de ese que impulsa a los seres
humanos a estremecerse, la calefacción no estaba puesta. Curiosamente, se había
instalado entre todos ellos una sensación opresiva y sofocante. Junto a la
ventana se hallaba sentado un tipo orondo que adornaba su rostro con un
mostacho impúdico y desmadejado. Estiró
una de sus cortas piernas, la derecha, y, tras meter la mano en el bolsillo del
pantalón, sacó del bolsillo del pantalón un pañuelo blanco y bien plegado que
no dudo en pasear de manera pausada por la frente en un intento vano de acabar
con aquel sudor frío que perlaba su piel y se empeñaba en brotar una y otra
vez.
Un poco más allá, junto a la mesita que
acogía un bodegón desmadejado de viejas revistas faltas de interés, un niño
observaba los movimientos de unos y otros. Era como si alguien le hubiese dicho
antes de entrar allí que tendría que contar hasta el mínimo detalle de lo que
allí sucedería. Con una seriedad mayestática, nada apropiada para sus escasos
nueve años, no quitaba la vista del orondo sudoroso, ni del recién llegado, un
treintañero nervioso que retorcía un folleto de propaganda entre las manos, ni
de la jovencita, una veinteañera modosa, que frente a él mascaba chicle
mientras se dejaba abducir por el teléfono móvil.
Una mosca, perezosa y solitaria, realizaba
vuelos de reconocimiento por la habitación. Tenía una habilidad pasmosa para
aterrizar en cualquier sitio y caminar con una destreza asombrosa, ya fuera en
cabezas, hombros, piernas o brazos, en reposo o en movimiento, convertida así
en protagonista de un sinfín de arriesgadas incursiones en las que peligraba su
vida, ya que su osadía la hacía merecedora de un manotazo mortal.
Sentada junto al chiquillo, su madre ojeaba
con desidia una revista. En realidad no estaba leyendo nada, solo pretendía
refugiarse y pasar desapercibida, por lo que pasaba aquellas páginas
descoloridas, ajadas por el trato de tantos dedos húmedos como habían pasado
por ellas. El susurro de las mismas, suave y animado por una cadencia
sincronizada, ejercía de música de fondo para la escena.
El tipo del mostacho suspiro, aburrido, sin
saber qué hacer con el pañuelo, si guardarlo o volver a restregarlo por su
frente. El recién llegado levantó una ceja y se atrevió a coger entre sus manos
una revista, le pareció, si duda, que era la mejor manera de integrarse en
aquel cuadro. La jovencita sonrío mientras tecleaba con una rapidez que para sí
quisiera una mecanógrafa con treinta años de experiencia. La madre dedicó una
mirada a su retoño, que intentaba cazar la mosca.
Fue en ese instante cuando se oyó el quejido,
un gruñido ahogado con pinceladas de dolor con propició que el torno dental,
cuyo soniquete sordo había sonado hasta entonces, cesase de pronto. Oyeron
palabras atropelladas, atenuadas por la distancia, una puerta que se abrió
seguida de unos pasos rápidos, casi atropellados, un portazo... y todos ellos,
el caballero sudoroso, los dos jóvenes, la madre y el hijo, todos dejaron de
respirar durante unos segundo mientras las miradas danzaban son saber dónde
posarse, en estado de alerta, con los músculos tensos y los oídos atentos. Solo
la mosca siguió con sus incursiones aéreas, todos los demás se olvidaron de lo
que tenían entre manos.
El silencio se instaló en la consulta de
dentista. Es probable que por la mente de todos ellos pasase la idea de
levantarse y marcharse, un pensamiento fugaz acuciado por el miedo. El golpe
seco del certero manotazo que el muchacho le dedicó a la mosca que, ajena a su
destino fatal, se había posado sobre el reposabrazos de la silla propició que
dieran un respingo y su madre le regalara un pescozón raudo, aderezado de
manera automática con el ¡ay! del pequeño.
Retornó entonces el murmullo del torno y no
se oyeron más gruñidos ni quejas. Varios mensajes de whatssap en el teléfono de
la chica atrajeron su atención y regresó a sus conversaciones y tecleos. El tipo
orondo tragó saliva y secó su frente perlada por el sudor con sabor a pánico y
el joven recién llegado recuperó la compostura con un carraspeo nervioso. La
madre, con el ceño fruncido, comenzó a pasar las hojas de su revista sin quitar
la vista de su hijo, quien aún se rascaba la nuca mientras buscaba por la
moqueta su trofeo, el cadáver de la mosca. No lo encontró, porque el insecto,
ágil y experimentado piloto, había salido indemne del ataque y volaba libre por
el pasillo en busca de más humanos a los que sacar de sus casillas.
Autoría: Argiñe Areitio.
¡Que tensión! Estaba pendiente de que se delatara el asesino,me imaginaba una situación de novela de Agatha Christie.
ResponderEliminarBuenísimo. Pobres dentistas, que mala prensa tienen... Ja,ja,ja.
Eskerrik asko, Alberto. De eso se trataba, de generar tensión y que luego desembocara en algo cotidiano. Me alegra que te haya gustado.
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