El Toyota Hilux pick up cuatro por cuatro blanco circulaba
seguro por la carretera nevada; lo que empezó con un ligero aguanieve se había
convertido en una fuerte tormenta en cuestión de unas horas, las suficientes
para que Maite demorase la salida hacia Estella confiando en una mejoría del
tiempo.
La noche cayó antes de llegar al mirador de Lizarraga, aún eran las seis de la tarde pero la luz solar desapareció del todo. Los copos grandes caían lentamente en gran cantidad, el limpiaparabrisas mostró en algún momento signos de agotamiento y Maite hubo de parar en un par de ocasiones para limpiar el cristal con sus manos. Miró de reojo su teléfono y observó que no había cobertura. Las curvas de la carretera de Andia terminaron por dormir a Javier en su sillita trasera.
El Toyota se empotró sobre un mojón de la carretera, provocando que la muchacha se golpeara fuertemente contra el espejo retrovisor y perdiera el conocimiento; el cinturón de seguridad estaba suelto desde la última vez que bajó para limpiar el cristal. Javier se despertó sobresaltado y al ver que su madre no reaccionaba, se soltó de la silla y salió al exterior en busca de ayuda.
La oscuridad casi total, solo aclarada por el suave resplandor de la nieve producido por una lánguida Luna, acompañó al niño. Deambuló sin rumbo junto a la carretera durante casi un kilómetro hasta que cayó de costado por una pequeña oquedad, torciéndose con violencia el tobillo. El dolor le impedía levantarse, su pie quedó enganchado entre las ramas que ocultaban el agujero y quedó tendido sobre la nieve bajo un pequeño promontorio que hacía de pared natural junto a la grieta. La temperatura, cuatro grados bajo cero, no impidió que Javier se durmiera agotado y exhausto por el dolor y el llanto.
El lobo apareció por allí cuando el pequeño aún dormía, habría pasado más de una hora desde que se precipitó por la ladera. Le olfateó despacio, con detenimiento, explorando cada poro de su piel; su cara sonrojada, su pelo, el cuello... lamió su mano repleta de olores de cachorro humano y tras dar un par de vueltas se tumbó junto a él. El resto de la manada se acercó despacio pero dio la vuelta cuando el macho les enseño los colmillos, advirtió con un gruñido que allí era solo él quien decidía.
Javier despertó al sentir en su herida un calor inusual; descubrió al lobo tendido junto a él protegiéndolo del aire helador a la vez que su lengua pasaba con suavidad por ella. Creyéndose en un sueño, volvió a caer en un duerme vela presa de la fiebre que anunciaba su presencia con suaves latidos en la pierna herida. Soñaba que no tenía frio, el calor del animal muy pegado a él le recordaba a su peluda mantita de ver la tele.
Un ruido de motores sobresaltó a la fiera haciendo que se incorporara rápidamente mirando hacia arriba, a la carretera. Su aullido rajó el aire entre las laderas nevadas y esperó a que las luces intermitentes de color azul se aproximaran hasta allí.
Se detuvieron muy próximas y tres hombres vestidos de rojo comenzaron a descender; llevaban en sus manos algo que él conocía y sabía que vomitaban fuego, aún así aguardó tumbado junto al pequeño. Ellos se aproximaron con linternas y apuntaron hacia el con aquel trueno mortífero, a la vez que se hacían gestos indicando que el chiquillo estaba muy próximo, debatiendo como acabar con la bestia sin herirle.
El lobo esperó tumbado de nuevo junto a Javier, no se movería. Arriba aparece una mujer que grita:
- “¡No! ¡No disparen, por favor! ¡Quietos!”
Ellos la miran asombrados y tratan de pararla en su
carrera hacia donde se encuentra el niño, pero sólo consiguen que el parche que
cubre su herida en la frente caiga al suelo.
El pequeño la ve y le hace señas para que se acerque y le
dice que está bien. Los guardias forales no intervienen, sólo apuntan con sus
armas, indecisos.
Maite se arrodilla junto al lobo y le acaricia; a la vez, él frota su cabeza en su regazo. Los policías, testigos mudos de la simbiosis, han bajado sus pistolas y enfocan sus reflectores hacia el lugar.
Recuerda cuando de niña encontró a un joven cachorro de lobo preso en una trampa de cazadores, y como le ayudó a liberar su pata herida. No llegó a romperse, pero un gran desgarro impedía que pudiera valerse por si sólo; era cuestión de horas que fuera pasto de cualquier depredador. Le cogió en brazos ante la atenta mirada del padre del lobezno; cercano pero desconfiado, y le trasladó a la cabaña de aperos que su padre tenía por los alrededores, sintiendo cómo el lobo mayor seguía sus pasos. Allí estuvo dos semanas durante las cuales cada día se acercaba con gasas, yodo y comida, hasta que una mañana no le encontró. Maite supuso que ya estaba curado y así fue. Siempre, en cada visita, encontraba cercano al gran lobo muy erguido, observando al pequeño y a ella; el día que desapareció el cachorro también lo hizo el padre y no supo más de ellos.
Maite se incorpora a la vez que el viejo lobo; éste camina hacia su manada que le espera próxima. Un joven animal, precioso, con una cojera casi imperceptible, sale a su encuentro; ambos se vuelven y miran hacia ella y a Javier ya en sus brazos. A continuación, dan la vuelta y desaparecen en la noche junto al resto de la manada.
Muy bonito relato, Alberto. Lo dicho, ellos suelen ser más fieles y tienen mejor memoria que nosotros. Sin duda.
ResponderEliminarSin duda.
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