Belinda

Rafael se despertó cuando una suave brisa le acarició los parpados. Se deslizó de entre los barrotes que delimitaban su sueño para contemplar nuevamente la mañana. Le gustaba ese juego de luz que avanzaba persiguiéndole hasta inundar la habitación. En ocasiones esperaba despierto calculando su llegada, a veces desesperantemente lenta. Y otras como repentina, en forma de explosión que desvanecía las sombras, esas que le hacían temblar de miedo por la noche. Había dejado hace tiempo de buscar ese exterior  interruptor. Estaba seguro que existía, o quizás fuera un mando a distancia que le estaba vedado, como el del televisor del salón. Era muy posible que Belinda lo guardara en el mandil que siempre llevaba puesto y del que salían los más raros artilugios que imaginarse pueda un niño de apenas dos años. Volvió la vista hacia el ventanal admirándose de la quietud del día. Hoy las hojas de los arboles apenas se mueven- pensó- lo que le hizo recordar, la imagen que su padre tenía en esa especie de caja mágica, que desprendía una dura luz azul sobre las caras cuando se apoyaba en sus rodillas por las noches. Rafael, meditaba en cómo decirle que él veía esa misma imagen mucho más grande a través de la ventana, llegando incluso a percibir el movimiento de las hojas y el ruido que hacían al frotarse entre ellas, llamándose para jugar y reír, en ese idioma que tienen los árboles, y que a él le parecía, tan difícil como el que Belinda le estaba enseñando desde hacía ya un tiempo.

Sopesó reflexivo el peso del pañal, calculando si podría moverse en equilibrio sobre los dos pies, o si sería menos fatigoso arrastrar el mojado accesorio adherido al final de su espalda. Optó por  la antigua técnica, más cómoda, de apoyar las manos en el suelo. Nunca le había fallado a la hora de atravesar grandes distancias, aunque también era cierto que esta técnica empezaba a estar en desuso, por ser poco productiva. Le vino a la mente, con gran pesar, la imagen de una Belinda obligándole a miles de equilibrios, explicándole muy despacio, que si alguna vez pudiera sujetarse sobre las dos piernas, lograría con las manos alcanzar la galleta que ella sostenía, por cierto, cada vez más lejos. Y que le obligaba a dar unos vacilantes pasos, con el consiguiente peligro. No pocas veces había dado ya con los huesos en el suelo, sin que Belinda ni siquiera pestañease, quitándole importancia al trompazo y posterior llorera.

Por el pasillo, en su avance, se asomó por la puerta entreabierta al oír la voz de su madre. Hablaba al aire, como siempre. Rafael ya estaba cansado de buscar por toda la habitación a esa amiga de mamá. Al final había llegado a la conclusión que hay personas que no existen y que simplemente su madre imagina, hasta el punto de hablar con ellas horas y horas. A él siempre le dicen que es muy tonto por jugar con su peluche ¡Lo que hay que oír! ¡Ellos le hablan a un trozo de plástico y se creen muy listos!

-¡Rafael! ¿Cómo has bajado de la cuna?

La voz de su madre saltó de la alarma a la queja, volviendo al dialogo con la interlocutora de turno.

-¡Qué te voy a contar de nuevo que no sepas, chica! Su padre está harto. Este chiquillo no para con los enchufes. No soporta nada encendido. El otro día le reseteó a  Marta  el Iphone XI y la semana pasada le formateó el disco del portátil de bolsillo. Viene una generación preparadísima

- No te enredes en mis pies, Rafa, me harás caer. ¡Este niño!- continuó-  No hacemos carrera con él.

Un peluche voló por los aires y el niño lo recogió con algo de desgana. Sospechaba hacía tiempo que simplemente era un espía traidor. Algo en el  interior del afelpado animal avisaba a Belinda de su localización, cuando salía a explorar, los dominios duramente conquistados de la casa. También era cierto- recordó Rafael- que en ocasiones había evitado la tragedia, cuando La Diligente Celadora aparecía justo un momento antes de la caída, del tropiezo. O simplemente le alejaba de los rincones oscuros, que aún no había colonizado. Altamente peligrosos, dada la ligereza de Belinda en aparecer, para acogerle entre sus brazos.

Ya casi podía ver la rendija semi abierta de la cocina. Un dulce olor a galletas, inconfundible, le animó a atravesar la peligrosa distancia que implicaba aventurarse a pasar por delante de la puerta de Marta La que oficialmente, si había un público receptivo, se presentaba como su amantísima hermana, no era otra cosa que un invento infernal, carente – se lamentó Rafael- de interruptor. Intentaban evitarse por todos los medios, con escaso éxito por ambas partes (Rafael a esas alturas sospechaba  que la antipatía era mutua) Hoy todo parecía tranquilo en los aledaños al Reino de la Santísima Queja como había decidido llamar a ese tramo de la casa. Resultó un espejismo.

-¡Mamá!- clamó Marta- El pigmeo se ha salido otra vez de la cama. ¡Yo no puedo hacerme cargo siempre de él!

Cómo si eso alguna vez hubiera ocurrido- pensó el niño-

-No encuentro desde ayer el mando de la Play- continúo Marta con adolescente furia-¡Seguro que lo ha escondido vete a saber dónde! Qué ganas tengo que se haga mayor, se vaya a la universidad y nos deje tranquilos- repitió en rabiosa letanía - dando vueltas al colchón en busca del aparato

Rafael no se achicó ante la profecía, que en cierto modo también deseaba. Con toda la capacidad de un mimo entrenado la hizo ver, con el anular levantado, lo mucho que apreciaba su comentario, Ella pareció no entender el mensaje. O quizás sí, porque depositó una rosquilla, con gran puntería y una inquietante sonrisa de esfinge, en la base del pequeño dedo infantil. Acompañada de un susurrante  Ya nos veremos las caras, monstruito que no auguraba nada bueno.

Salió a toda prisa de la zona de peligro, rumiando rosquilla y ofensa a partes iguales. En su mente se empezó a fraguar una venganza que incluía las palabras Play, Iphone, Portátil y horarios de recogida de basura. Agrupadas todas en un único pensamiento.

Cuando llegó al soñado destino Belinda (que parecía tener ojos en la nuca) se giró Se había pintado la cara con figuras de chocolate, que incluían un reno y un gnomo con el gorro de color de las fresas que tanto le gustaban Ella era además la única capaz de sujetar con el labio superior a modo de bigote azucarado ese churro rubio y crujiente. Tan caliente, que se podía aún ver una pequeña voluta de humo, debajo de la nariz.

Hizo un puchero Era la manera habitual - ella lo sabía- de darle los buenos días. Belinda contestó a su vez como siempre. Cantando, con la más dulce voz, su canción preferida, mientras le hacía girar en el aire, tan alto como el columpio del jardín.

No lo muevas tanto Belinda- dijo la madre, asomada a la puerta con ojos temerosos-Se mareará.

Con tanta risa le saldrá hipo – replicó el padre, a punto de salir por la puerta al trabajo-

Marta, callada por primera vez en su vida, solo mostraba una pequeña humedad en la mirada, quizás recordando su infancia, no tan lejana, con la misma melodía.

Sonaron los móviles.

-¿Es el tuyo?- preguntó el padre-

- No, tonto, es el tuyo- aclaró la madre

- Quizás sea el mío- concluyó marta- saliendo escopetada hacia su cuarto

Un segundo después Belinda, con un gesto, apagó el dispositivo multillamada que ocultaba hábilmente en el mandil

-Por fin solos Rafael- dijo Belinda-

Dos burbujitas en forma de si se dibujaron en la boca del niño, que admirado, creyó entrever un pequeño parpadeo imposible en la cara de su cuidadora. Rafael, sintiendo el habitual escalofrío que siempre le  recorría la espalda, la estampo un beso húmedo en la acerada mejilla; lamentándose de nuevo para sí.

“Qué lástima que Belinda  sea enteramente de metal”

Autoría: Purificación Mínguez.

3 comentarios:

  1. Creo que ésta ficción será realidad en breve y que acabaremos dejando al cuidado de las máquinas nuestras vidas; ya es así en muchas cosas y cada vez más. Gracias Purificación porque con éste magnífico relato de un día cualquiera en un hogar cualquiera nos adviertes de lo que estamos haciendo.

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  2. Y ese niño, protagonista que con sus pensamientos nos va relatando el entorno familiar... Es bonito tratar de ponerse en la cabeza de alguien tan pequeño.

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  3. Cosas de casa. Una rutinaria escena entre balbuceos.

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