El lenguaje de los ojos

La cola para entrar en la pastelería daba la vuelta a la esquina. Había un metro y medio entre cada persona, el rostro casi oculto tras la mascarilla, las miradas atrapadas en la pantalla del teléfono. Era toda una declaración de intenciones en estos tiempos en los que el individualismo copaba protagonismo y ganaba puntos. El maldito virus no hacía sino potenciarlo.

Ander no pudo evitar un suspiro largo y profundo. Delante de él una chica joven y muy menuda se afanaba en escribir a toda velocidad en la pantalla del móvil. Él no acababa de entender aquellas relaciones sin voces ni miradas, solo textos, palabras nunca dichas que escapaban por las yemas de los dedos como el agua de un manantial corre sin pararse a mirar las rocas que pule o las plantas que ahoga. 

Aquel virus maldito había agudizado los males de la sociedad. Iba más allá de la fiebre y los dolores musculares. El dichoso virus había infectado las relaciones había desterrado las sonrisas, las facciones, la cercanía de los abrazos, el calor de los besos.

Solo quedaban los ojos, las ventanas del alma.  Él había aprendido a deletrear lo que las pupilas le decían, las formas de mirar, las maneras de reír, como las cejas le contaban lo que la voz, mutilada en matices por la mascarilla, escondía entre las comas, vocales y consonantes.

Con su trozo de turrón entre manos y las compras del súper, Ander caminaba cabizbajo hacia su casa. Había estado tentado de olvidar que era 24 de diciembre, a punto de dejar que pasara de largo la Navidad de aquel 2020. Iba a estar solo. Había enviudado hacía un par de años y sus hijos, Maider y Xabier, habían construido sus vidas lejos del nido. No podrían estar con él. El terrible virus se había empeñado en destrozar las pocas cosas que aún le aportaban la ilusión suficiente para seguir adelante. La Navidad era el momento de los reencuentros, de ver a sus hijos y a sus nietos.

Habían quedado, sí, vía Skype, claro, nos veremos las caras, aita, le habían dicho, brindaremos juntos y pronto podremos volver a los abrazos, ya verás... Sí, había dicho él, claro, no importa, otro año será, se atrevió a decir con una sonrisa melancólica instalada en su rostro...

La cita era a las 21:00 h, antes de sentarse a cenar, como si estuviéramos todos juntos, le habían dicho.  Al  menos se verían la cara sin mascarillas, con sonrisas y besos catódicos. Preparó la mesa, colocó la cena frugal, más por mostrar a sus hijos que todo iba bien que por otra cosa. Lo más probable fuese que no cenará. Y se sintió ridículo sentado allí frente al plato con langostinos mientras esperaba que el ordenador, su único acompañante, se dignara a abrir una pequeña ventana en la que disfrutar de su familia. Pero a pesar de que era la hora estipulada no apareció ninguna invitación a unirse a la llamada.

Curiosamente, en ese momento sonó el timbre de la puerta. Durante unos segundos, desconcertado, permaneció sentado, se negó a abandonar su ventana. El timbre sonó de nuevo y el ordenador permaneció mudo, como si le diera permiso para ocuparse de aquella inesperada intromisión.

Se puso la maldita mascarilla y fue rápido hasta la puerta y de manera brusca, casi enfadado, abrió la puerta, a punto de mandar al carajo a quien quiera que estuviera en el rellano. Las cejas no pudieron evitar expresarse, los ojos se empeñaron en empañarse y, por una vez, aquel trapo sobre la boca hizo algo bueno: tapó su gesto de desconcierto y retuvo las palabras balbuceantes que, de lo contrario, se hubieran caído sin remedio.

Allí estaban todos. Maider y Kepa, Xabier y Mirentxu, los chiquillos, Lier, Naiara, Unax y Ohian. Todos con su mascarilla puesta.

- Gabon, aita. ¡Al final hemos podido venir! He conseguido que... –comenzó a parlotear Xabier, a explicar sin necesidad. No escuchó nada más, no le importaba qué era lo que habían tenido que hacer para estar allí. Lo único que le importaba era que, a pesar de que no veía sus rostros, podía ver sus sonrisas enormes, anchas y francas. Estaban dibujadas en las arrugas de la frente, alrededor de los ojos, en el entrecejo, en las cejas, y en las pupilas alegres y saltarinas. Menos mal, se dijo, que he aprendido el lenguaje de los ojos. No quiso perderse ni una sola palabra de lo que le decían.

  Autoría: Argiñe Areitio.

2 comentarios:

  1. Purificacion Minguez Losua9 de diciembre de 2020, 14:26

    Es complicado calcular las ausencias y los encuentros. Pero es tierna la historia Y tan humana, que te obliga a aceptar el final, a pesar del riesgo que se intuye.

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  2. Preciosa historia. El lenguaje de los ojos, algo que hemos aprendido.
    Y a valorar los encuentros; que bien lo has definido.

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