Él es un camión.
Pero
no uno cualquiera; llevaba atracciones a las ferias de los pueblos, y ello le
distingue de los demás. Transportaba alegría, felicidad; sabía que los lugareños
le esperaban cada año. Cuando le veían aparecer por la carretera aproximándose
a la plaza, le saludaban sonriendo. “En breve comenzarán las fiestas”,
decían alborozados, “ya llegan los barraqueros”.
Antonino, el conductor, y su sobrino, Isaac, se apresuraban a sacar los seis autos de choque que acarreaba, para colocarlos en la pista rápidamente. Poco antes, Ezequiel, hermano pequeño de Antonino, había llegado con el tráiler y ya lo tenía todo a punto; solo a la espera de los coches.
- Muy bien Conguito, - le decía Antonino entre chanzas al mismo tiempo que le acariciaba el foco derecho-, ya estás vacío y cómodo. Estaremos aquí hasta el domingo por la tarde; después, ¡a Briviesca! ¡Pedazo de feria la que allí se prepara…! Ganaremos un buen dinero este mes, ¡sí señor!
Y allí se quedaba esperando al final de las fiestas; el bullicio de la música y la sirena entre viaje y viaje le arrullaban. Sonaba “Camela” continuamente, todas sus canciones eran parecidas, decía Antonino que si no estaban Ángeles y Dioni en el playlist, se perdía la esencia de los autos de choque. Le aburría tanta repetición, pero si a él le gustaba, no había más que hablar; a Isaac y Ezequiel no les importaba, de hecho, les cautivaba la pareja madrileña tanto como a Nino.
Algunos jovencitos aprovechaban para esconderse detrás y fumar; no le gustaba. Tenía pánico a que una chispa acabara con él. Igualmente se ocultaban parejitas de enamorados, hechas un ovillo; ahí también saltaban chispas, pero no era lo mismo.
Ahora todo es distinto. Le cuesta recordar el tiempo que lleva ahí aparcado, junto a la pista de tenis. Siente que se está marchitando; hasta Pegaso quiere huir de su compañía. Siempre estuvieron unidos pero ya no lo soporta más, y le ha contado que utilizará sus alas para escapar del tufo de la decadencia.
De igual forma siente el ocaso de Antonino. Sólo viene lo justo para arrancar el motor y evitar que la batería se descargue. Ya no es como antaño, está triste. Lo ve en su cara, en su ropa, en su ácido olor a derrota.
Era vigoroso y cantaba continuamente; en la actualidad es otra persona. Taciturno y preocupado, así es hoy Antonino; suspira y no le dice ni una palabra. Luego baja pesadamente por la escalerilla, aparta de una patada a un perro pequeño, que ha hecho de la rueda su urinario particular, y se va.
Conguito le sigue con la mirada, también él se pregunta hasta cuando, y no puede evitar que de nuevo fluyan las lágrimas a través de los ejes de sus limpiaparabrisas.
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