Terry me acompaña a pasear, como todas las tardes.
Corretea juguetón, y olisquea todo lo que se pone por delante, a la vez que
levanta su pata trasera y deja infinitos recados para el que venga detrás. Si
es macho, le advierte: “por aquí he pasado yo, para que te enteres”. Sin
embargo, cuando se trata de una perrita, o perra grande, le da lo mismo, el
mensaje es muy diferente: “¿a que te gusta cómo huelo?”.
Terry es pequeño pero él no lo sabe; así lo aseguran los
manuales veterinarios para estas razas chicas.
No tengo por qué dudarlo si de esta forma lo asevera la
ciencia; ahora bien, que sí se da cuenta de que hay otras marcas más altas que
las suya, es indudable. Y no le hace ninguna gracia.
En esta tesitura, la solución es sencilla; se apoya en sus
dos patas delanteras en el suelo y “hace el pino”, manteniendo las dos traseras
bien arriba, en la pared. En ese momento, suelta el chorrito a una altura
superior y me mira como pidiéndome que no desvele su secreto. “Entre vosotros
los que andáis a dos patas hay quien se pone calzas en los zapatos o tacones
¿no?”, parece decirme.
Avanza y para en seco; algún efluvio le ha llegado de
repente y vuelve hacia atrás; se queda mirando al árbol que, resignado, se
prepara para recibir “una agüita amarilla cálida y tibia” como bien loaron
“Los Toreros Muertos” hace demasiados años.
Con la satisfacción del deber cumplido sigue adelante,
hasta el próximo objetivo, una barandilla de hormigón blanca. Delimita con un
terreno repleto de flores silvestres: margaritas, amapolas, anémonas y lavandas
que pugnan entre sí para destacar del resto, y ser la efímera reina primaveral.
Pero no llega hasta allí; algo le distrae. Se detiene en
el paso de cebra; hoy ha variado su ruta, él sabrá lo que tiene en su peluda
cabecita. Le insto a cruzar al otro lado tirando suavemente de su correa pero
no se mueve, se ha sentado y me observa. Insisto. Sigue sentado.
Le pregunto qué le pasa, a qué se debe ese parón
repentino, y su actitud me desconcierta. Obstinado en no moverse y muy erguido,
clavada su mirada al frente, se vuelve de nuevo hacia mí pasados unos segundos,
dedicándome un sonoro ladrido.
¡Ahora me doy cuenta lo que quiere decirme! Una vista
preciosa e incomparable se muestra ante mis ojos.
Una hilera de circes cargados con sus flores rosas, marcan
el sendero que desciende suavemente. El fondo de la imagen, como un decorado de
película, se completa con una suave colina hoyada por la niebla, presagiando
para mañana un día radiante. Tras ella, escondido como tímida jovencita, el
monte Eretza. Las farolas del atardecer rematan una estampa bellísima, la cual
tengo delante todos los días y no me he enterado. Es Terry el que me lo tiene
que recordar.
- ¡Deja el móvil! Jamás te dará lo que yo te muestro
ahora. Qué pena me dais los de dos patas, no os enteráis de nada que de verdad
merezca la pena.
Autoría: Alberto Ereña
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