Su carita de piel blanca virgen reluce bajo la intensidad de la luz de la lamparita de la mesilla. Los ojos no se apartan ni un milímetro del libro que sujeta firme con ambas manos. La frente muestra unas pequeñas arrugas, una expresión en el ceño fruncido que no deja lugar a dudas de la concentración que le concede a la lectura. Los labios, también prietos, remarcan lo importante del momento.
El pequeño, no tendrá más de cuatro años, está sentado en la cama absorto en las imágenes que le regalan las páginas de un cuento. Con destreza y sin prisa, pasa de página. Se deja llevar por los colores suaves, por los personajes estridentes, por las historias que le cuentan las ilustraciones. Al texto no le hace caso, es un jeroglífico que aún no puede descifrar. Pero no le hace falta. Su viaje a ninguna parte está propiciado por lo que ve.
Espera a su amatxu con paciencia, ella es la traductora especializada en textos, la que con su voz suave y acompasada, leerá y completará la historia que él ya está construyendo en su cabecita. Al pasar las páginas sus cejas, como si tuvieran vida propia, se levantan raudas; la boca pierde rigidez y se abre unos milímetros, algo le ha causado sorpresa. Otra página más, y otra, y llega al final del cuento. ¡Vaya!, se dice a sí mismo, absolutamente embarcado en el mundo de las fantasías, extasiado antes los personajes que le miran desde el papel.
Se abre entonces la puerta de la habitación. Llega la amatxu, presurosa, con las manos húmedas aún tras el fregado nocturno. El niño sonríe gozoso, ahora sabrá si la historia que ha construido en su cabeza es la misma que le relatara su ama. A veces le sorprende.
Ella sonríe; ha visto la alegría en su
mirada, el disfrute que, antes de comenzar, ya le está carcomiendo por dentro.
Sentada a su lado, toma con delicadeza el libro de tapas duras e ilustraciones
vivas. Comienza a leer y es entonces cuando los personajes le hacen llegar sus
voces. Se presentan, charlan con él, le cuentan sus secretos, sus historias, le
hacen reír con sus ocurrencias, como si mil dedos recorrieran por su tripa, le
sorprenden con un final inesperado. Nunca se lo habría imaginado...
– ¿Te ha gustado? –le pregunta amatxu
cuando cierra la tapa del libro.
– Sí, mucho. ¿Me lo leerás mañana otra vez?–le
dice con pasión.
– ¿Otra vez? –dice ella sin atisbo de
extrañeza. Un mismo libro puede ser el protagonista varios días, como si él
tuviera la necesidad de memorizar cada rincón, cada palabra, cada color... Él
asiente con la cabeza–. Vale, mañana lo leeré otra vez. Es hora de dormir,
mañana hay que madrugar.
– Amatxu, ¿me enciendes las estrellas?
Ella deposita un beso en su mejilla, lo
arropa y pulsa un interruptor. Luego, apaga la luz de la mesilla. El techo de
la habitación se convierte entonces en un universo paralelo, un oscuro cajón en
el que lucen millones de luces que rotan sin pausa con una cadencia estudiada.
El niño ni siquiera se da cuenta de que la amatxu ha salido de la habitación. Durante
unos minutos ni siquiera parpadea, atrapado por la magia del universo. Poco a
poco, se deja acunar por el sueño y sus ojos cansados, envueltos en polvo de
estrellas, se cierran despacio, muy despacio. Cada noche su amatxu le enciende
las estrellas y él es el rey del universo.
Autoría: Argiñe Areitio.
Que bonito...
ResponderEliminarGracias, Alberto
ResponderEliminar