Simón, el ratón novicio de Lodève

Mi relación con el abad había comenzado una tarde soleada de primavera, de esas en las que corre una brisa ligera con tendencias a agitar las ramas de los sauces. Yo devoraba una avellana recostado al amparo de un grupo de piedras y un agujero del murete del pozo que abre su bocaza en el centro del claustro. Me contemplaban con cierto deseo los gigantescos arcos y las columnas del monasterio. Mientras masticaba el último trozo del fruto, pensando ya en salir corriendo de allí en busca de algo más que llevarme al hocico, oí el rumor callado de los guijarros del camino. La figura enorme del abad, represada en el hábito oscuro, se balanceaba ociosa al tiempo que avanzaba hacia mí.

No soy un ratón miedoso, lo justo y necesario diría yo, pero opté por seguir agazapado en vez de huir a la carrera. Me pareció en ese instante que el riesgo era menor. Tal vez, me dije, si no me muevo ni siquiera me verá. Así que solo mis bigotes exaltados siguieron danzando, tanteando el aire con el fin de alertarme de cualquier peligro. Espié desde mi escondrijo a aquel humano.

Estos bípedos extraños siempre han atraído mi atención de manera poderosa. Son sucios y malcarados desde bien pequeños, sus crías suelen hacer gala de terribles tendencias sádicas. Las hembras tienen por costumbre gritar y correr dando saltos, mientras que los machos son agresivos y pendencieros, tendentes al pisoteo. Podría relatar cientos de encuentros desagradables en los que he tenido que salir por patas y a punto he estado de perder la vida. Más de un amigo mío ha terminado sus días en esos horribles artilugios que, no tengo ninguna duda, colocan los humanos con intenciones malévolas en rincones y agujeros. ¡Líbreme la Madre Tierra de dejarme engatusar por esos pedazos de queso luctuosos!

En fin, que estaba yo aquel día observando al abad. Pasará de largo, me dije, es lo habitual. Van de una lado a otro continuamente, veo cada día el trasiego de sus enormes pezuñas enfundadas en esos artilugios de cuero. Las vigilias de madrugada, laudes tras el desayuno, nonas por la tarde, las vísperas… pasos aderezados con oraciones en voz baja y cantos gregorianos… Pero el abad lanzó un hondo suspiro y se sentó en el borde del pozo a escasos centímetros de donde yo me encontraba. Le oí murmurar, como si hablara con alguien, mas estaba solo. “Otro loco, cuídate de él”, me dije. Lo mejor será irse de manera silenciosa, un mutis por el foro más pronto que tarde. Y a ello me disponía cuando llamó mi atención el movimiento de sus patas delanteras, esas que no usan para caminar. Las introdujo bajo el hábito y, como por arte de birlibirloque, apareció una suculenta galleta que comenzó a degustar.

No pude evitarlo. Así como el queso de las trampas malignas no me atrae lo más mínimo, las galletas son mi perdición. Soy un amante incondicional de los dulces, lo confieso. Tanto es así que mis pequeños ojitos oscuros no podían separarse de aquella deliciosa vista, y, sin darme cuenta, me expuse de manera peligrosa a su mirada. Yo embobado, miraba como caían suculentas miguitas y el abad me vio al punto. Primero levantó una ceja, luego se dibujó una sonrisa torcida, nada malévola, en su rostro.

–Bon soir, mon petit amie ! –tronó su voz. Dicho lo cual pellizcó el dulce manjar y sostuvo ante mis ojos el trocito en mudo ofrecimiento.

El deseo me impulsaba a cogerlo, la prudencia anclaba mis pies al suelo. Se dio cuenta de mi desconfianza, claro está, así que lanzó a mis pies la migaja. Todo un festín para mí. La devoré allí mismo bajo su atenta mirada. Una risa grave y socarrona estremeció su cuerpo. Me tentó con otra miga y esta vez la tome con tiento de entre sus dedos. Fue el inicio de una estrecha amistad.

A partir de aquel momento nos encontrábamos cada día. Yo llevaba a cabo piruetas, elaboradas coreografías y saltitos cargados de gracia para su deleite, mientras él me premiaba con trocitos de galleta o pan. Se empeñó en llamarme Simón, por más que le decía que mi nombre era Baldomero. Incluso hicimos algún truco de magia, como cuando a punto estuvo de descubrirnos fray Michel. No sé cómo, pero el abad me hizo desaparecer y terminé en el bolsillo de su sotana.

Pasaron los meses y tal fue la confianza que tomé que, cuando el abad estaba ocupado en sus tareas, comencé a adentrarme en las estancias del monasterio, convertido en un aventurero aguerrido sabedor de que contaba con el beneplácito del regidor.

Fue en una de estas cuando me sorprendieron subido al altar de la capilla. Era un grupito encabezado por un tipo que no conocía, grueso y pesado, cruzada su cara con un gesto insolente que elevaba su ceja izquierda y torcía el gesto de su boca. Pero puesto que el abad estaba a su lado no di muestras de arredrarme.

Hablaron entre ellos. Mi amigo me presentó como a un novicio y me pareció que aquel desconocido se enfadaba ante tal afirmación. Luego el abad me dio una galleta que no había probado hasta entonces, blanca y crujiente, un tanto sosa. Yo le habría añadido a la masa un poco más de azúcar. El caso es que según la comía me pareció que iba a golpearme de manera fatal, pero en realidad me sentí, como aquella otra vez, transportado al interior del bolsillo de su hábito. Me quedé quieto y esperé.

El bamboleo de sus andares, el calor que despedía y el reconfortante olor a galleta del habitáculo consiguieron que me adormeciera, así que no sabría decir cuánto tiempo pasé allí dentro. Cuando su amigable mano que tomó con delicadeza era ya de noche. Estábamos en su celda, austera donde las hubiera, con un catre desvencijado, una mesa carcomida y una silla coja. Me colocó en la almohada con suavidad y fijó sus grandes ojos marrones en mí.

–Estimado amigo, creo que nuestra relación ha de llevarse en el más estricto de los secretos. A partir de ahora compartiremos catre y comida.

Y con él he vivido los últimos dos años, toda una vida. Juntos estudiamos manuscritos y soñamos con ángeles. Cada noche me relata historias y andanzas inventadas, ilusiones y tristezas varias. Ahora, en el cenit de mi vida, recuerdo aquella ocurrencia de la que me hizo partícipe hace años. Me dijo que por haber comido aquella sosa galleta, habían erigido una estatua a mi figura y la veneraban como si de un santo se tratara. ¡Qué supina tontería! Me reí hasta que me dolió la barriga porque la historia, inventada, no me cabe la menor duda, era graciosa hasta decir basta.


Autoría: Argiñe Areitio.

3 comentarios:

  1. Preciosa historia y de las que enganchan. Lees hasta el final sin perder un ápice de interés.

    ResponderEliminar
  2. Purificacion Minguez Losua28 de octubre de 2020, 22:14

    Me gusta muchísimo este cuento
    Me parece una historia tierna, graciosa, con una idea muy original y muy bien escrita y estructurada.

    ResponderEliminar
  3. A mi tb me ha gustado. Todo el tiempo he estado viendo lo que contabas. El abad dando comida, el ratoncillo haciendo piruetas o tranquilo en el bolsillo de su amigo... Hubiera podido seguir leyendo del tirón un rato más. Gracias.

    ResponderEliminar