Recuerdo una mañana de agosto. El día
amaneció en silencio, tan solo el gallo se atrevió a cantar ante un cielo gris
amenazante de lluvia. Un calor pegajoso humedecía mi vestido raído pegado al
cuerpo. Unas alpargatas de esparto calzaban mis pies lacerados de tanto caminar
por senderos empedrados.
El reloj de la iglesia acababa de dar las
once y me dispuse a ir andando, desde la Gran Vía de Sestao a la plaza del
mercado de Abastos en Baracaldo. Único medio de transporte en aquellos tiempos.
Iba caminando ligera hacia Urbinaga; un barrio habitado por gente obrera. Un
paso de entrada para miles de trabajadores que se dirigían diariamente, hacia
las fábricas.
Crucé Simondrogas; un barrio muy populoso, en
los arrabales, por donde se accedía entre atajos al mercado más próspero y más
asequible, para el deficitario bolsillo de una gran mayoría de las familias de
la época. Pasé la pasarela sobre el río Galindo y llegué a Lasesarre, dispuesta
a comprar varios alimentos inexistentes en los ultramarinos de nuestra zona.
De vuelta a casa, cargada con mi bolsa de
tela llena de productos adquiridos a buen precio, me sentía pletóricamente
feliz, deseando llegar a mi buhardilla donde me esperaban tres luceros que la
vida me había regalado. Al cruzar una de las calles que me acercaría de nuevo
al río, dos guardias civiles me echaron el alto, y sin ningún respeto ni
educación, irónicamente, uno de ellos me ordenó secamente:
-Venga con nosotros al cuartel, señora.
Sentí que mis piernas temblaban, un sudor
frío recorrió mi cuerpo, atónita y presa por el miedo pregunté en voz baja:
-¿Por qué?
-Señora
¿No se da cuenta de que va medio desnuda?
-¿Yo?
respondí a punto de llorar. Mis ojos recorrieron mi cuerpo rápidamente, mi
vestido de manga larga y abotonado hasta el cuello estaba intacto, mis pies
calzados, en la mano, el pañuelo que hasta horas antes había recogido mi
cabello y el calor me había obligado a quitar. No entendía y miré tímidamente a
uno de los polis.
-Si señora, va usted sin medias. Existe un
decreto donde las mujeres han de ir decentemente vestidas y eso implica también
a llevar medias. Por lo tanto, ha de pagar una multa de dos pesetas.
-Haga el favor de acompañarnos.
Mi voz se ahogaba en la garganta. Lentamente
con la cabeza gacha me vi conducida hacia el cuartelillo, escoltada por la
guardia civil. En aquellos momentos, fui incapaz de pensar en nada que no fuera
en mis tres hijas, solas en la casa, sin comer y ya iba a dar la una; llevaba
una hora raptada y no tenían intención de soltarme si no pagaba la multa.
-Dios mío, por favor, suplique llorando: no
tengo ese dinero, he venido hasta aquí para ahorrarme unas perras, tengo a mis
niñas solas, tengan compasión de mí. Hacía mucho calor, tenía las medias rotas,
solo he venido a la plaza.
-Se lo ruego déjenme salir.
Lloré desesperadamente, no podía entender que
me tuvieran allí sin que nadie me escuchase, ni entrase en razón. Eran las tres
menos cuarto cuando un alto cargo vestido de calle, harto de oírme llorar, entró
en la celda y ordenó a los guardias que me dejaran marchar sin más.
Gaztelaniazko Prosa 1. 1º Premio Prosa Castellano 2019
Volver a leerte Pilar es un regalo para la vida.
ResponderEliminarRecuerdo el premio tan merecido y tu sonrisa.
Gracias por el relato.....y por todo lo demas.
Muy agradable lectura. Nostálgica. Nos lleva a tiempos pretéritos muy tristes pero que estuvieron ahí. Y fantásticamente relatado.
ResponderEliminarAquellos tiempos en los que la dignidad iba siempre arrastrada, tal vez por ello era tan fácil pisotearla, sobre todo para quienes tenían gruesas botas en vez de alpargatas... Parece algo lejano y sin embargo no fue hace tanto tiempo... Nos has traído muchos recuerdos, Pilar
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