La carta olvidada

Muchos años después, frente el pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo.

                            Cien años de soledad

                                                                       Gabriel García Márquez

 Hace unos días, al recoger el escritorio donde se apilan cientos de folios (restos de anotaciones que en mi etapa de corresponsal se han  ido acumulando) he tropezado con la carta del amigo. Olvidada entre cientos de crónicas y reseñas. Es curioso como las cosas que consideras banales, porque discurren con el mismo “tempo”, toman años después fuerza e importancia. Golpeándote con la melodía dolorosa del recuerdo.

He tardado en tocar el sobre rasgado que contiene estas líneas, pesaroso ante el destrozo. Abrí esta carta en su día con la urgencia y la indolencia propia de la juventud, en ese paréntesis que tú y yo vivimos antes de que cuajara nuestra amistad. Entonces no le di mayor importancia a lo que en ella expresabas, pareciéndome simplemente una contestación a esa última conversación que sostuvimos. Y en la que  yo,  pobre bisoño periodista, hurgaba  por los  entresijos que mueven la maquinaria creativa del novelista emplazándole a escribir fecundo.  Convirtiendo la noticia en historia y esta en crónica. Y esta, finalmente, en novela eterna.

Querido Gabo, te imagino no muy madrugado, despeinado y  vestido apenas en cucos. En la piel, aun prendida el olor de la noche. Con la resaca de ideas que surgen y te hacen sudar fino sobre el olvido de las sabanas.

Muchas veces- te comenté en ese último encuentro- me había preguntado en qué contexto el escritor encuentra el principio de una historia. ¿Sabemos acaso, más allá del habitualmente almibarado discurso que construimos después, como conseguimos dibujar el primer párrafo?

Quizás Gabriel, me atrevo a imaginar, estabas sufriendo en esa estancia donde te escondías, un tórrido calor. Y tu mirada viajó hasta al poster, que a través del espejo, retrataba la nieve sobre  las cumbres de Santa Marta.  Y después, en la febril atmosfera, conociéndote como te conozco, te vino de seguido a la cabeza fusilar a un coronel. Pero no lo hiciste, por miedo a que el personaje no tuviera recorrido. Y lo endulzaste, adornando el recuerdo de un niño que desconocía su negro futuro.

O tardaste un mes, llenaste cinco folios, y aburrido, lo echaste a suertes. Confiando. Como solo pueden confiar los genios.

¿Sabías, al elegirlo, que inaugurabas un género? Qué habría pasado si siquiera hubieras intuido el recorrido vital y el efecto que tendría sobre nosotros, tus lectores.

¿Alguna vez sentiste el cosquilleo premonitorio que ataca al escritor al contemplar la obra perfeccionada y rotunda?

Sería entonces seguro que la hubieras perfilado vestido de domingo. Con traje, corbata y las manos limpias. Sobre folios de cien gramos, no de ochenta, que es donde escribimos los redactores blandos, en blandas hojas, midiendo un tiempo blando, para   así  poder evitar la persistencia de la memoria saldando el artículo. Sin la magia del relato y un poco como de oficio. No Gabriel, tú habrías hecho de ese momento un ritual adecuado. Quizás fue así, y tu humildad, evita recordármelo en esta carta que hoy leo con otros ojos.

Que hubiera ocurrido- vuelvo a preguntarme- si  ese poster  hubiera sido del Nevado del Ruiz y el padre del coronel hubiese preferido llevar al niño,  al hijo, a conocer el fuego.

Vuelvo a releer esta vez, con la reverencia que traen los años, tu carta. Y recobro al amigo y al genio, Uniendo mi vida a ese pequeño momento, con las hebras  irrompibles del dolor y el recuerdo, que unen la amistad y las letras.

 (…………) Abrirás esta carta, amigo, cuando todo este concluido. Bien conoces mis miedos ante la letra escrita, que a veces alcanza un grado de meticulosidad insoportable. Todo está escrito, excepto el principio y el final.

No me decido a completarlos, ante el vértigo de las hojas ya consumadas. Me gustaría que el lector, en su misericordia, encontrase una razón para continuar leyendo. Una coartada para cuando concluyera, que sirviera para cerrar el libro,  y con ella, la historia. Sin que pareciese atrevido por mi parte, pobre escritor como soy y condenado, por tanto, a un relato continúo. Decirle que aquí termina, que no busque más. Que este viaje que comenzamos juntos, ha llegado a fin. Para ello necesito que el principio sea un impulso, y el final, un descanso. Y así quedar en paz hasta ese otro encuentro cómplice, que a veces une al lector y al escritor con hebras invisibles.

De esta manera, querido amigo. Así me encuentro. Atribulado y confuso en mi casa. En la estancia donde me refugio a masticar y digerir mis miedos, ante las  mil erratas que una y otra vez bailan ante mis ojos. Y que no retocaré de nuevo, por miedo a duplicarlas.

Y te escribo. Un poco haciéndolo también para mí mismo. Recordando la charla que mantuvimos y  aún conservo en la memoria.

Cuando llegue esta carta a tus manos, quizás halles contestación a esa pregunta que me hiciste, y que yo, ese día, fui incapaz de contestarte.

                                                                                                 Gabriel García Márquez

Autoría: Purificación Mínguez.

3 comentarios:

  1. Preciosa y profunda carta. Para pensar y para releer. Muy bonito.

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  2. Es curiosa la cercanía que se recoge en un carta, es una relación muy personal entre dos, muy íntima, a pesar de la distancia, ya sea física o en el tiempo, a pesar del papel, un vehículo ajeno, a pesar de la tinta que fluye lenta, a pesar de la falta de contacto visual y de respuestas inmediatas. O tal vez debido a todo eso son tan íntimas, porque son como pensamientos extraídos en la soledad compartida... Bueno, que estoy convirtiendo el comentario en una carta... íntima, Purificación, muy cercana.

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