Una buena vida

El contraluz esculpía con precisión el perfil de Imanol. Leía con atención el periódico junto a la ventana, con la cabeza un poco agachada. Lucía lo espiaba arropada por la seguridad que otorgaba saber que él no se daba cuenta. A pesar de su edad, 65 años, Imanol conservaba el mismo pelo vigoroso de su juventud, adornado por las canas bien situadas sobre las sienes, algunas en la zona del flequillo, como mechas colocadas de manera estratégica y con profesionalidad por la mano inexistente de un peluquero.

La frente despejada se arrugaba de vez en cuando, animada por los gestos quela lectura de las noticias le imprimían. La nariz, con la personalidad justa, acaparaba sombras y luces mientras que los labios carnosos auguraban silenciosos sonrisas venideras.

Sus manos de dedos largos y palmas anchas y fuertes, sujetaban el periódico con suma delicadeza. Había sido un hombre guapo, reconoció Lucía, que, además, había llamado la atención por su altura y buena planta.

A pesar de todo, ella sabía que nunca lo había amado, no con la intensidad que siempre soñó que viviría. Ni siquiera al principio. Se había sentido halagada cuando se puso a su lado, cuando la eligió entre todas las demás. Había aceptado sus caricias y sus besos, había compartido las tardes de los sábados y los domingos, los paseos silenciosos, las risas veraniegas, las nieblas invernales. Se había dejado llevar por la comodidad, por la inercia que la propia vida había imprimido, la misma que había escrito la historia de sus cuarenta años juntos.

Había sido una buena vida, no podía negarlo, pero era consciente, siempre lo había sido, de que no lo amaba, de que nunca había sentido mariposas en el estómago, ni su corazón se había desbocado cuando sus manos se entrelazaban, ni había rozado el cielo cuando la besaba. Lucía suspiro en silencio, tan suave fue que ni ella misma fue consciente, y volvió a la lectura del libro que tenía entre manos.

Imanol, sin mover un ápice la cabeza, dirigió la mirada a su mujer. Por el rabillo del ojo había visto como Lucía lo miraba con atención, obnubilada. No había querido romper el hechizo. Ahora era él quien miraba sin ser visto. Sentada en su sillón preferido con libro entre las manos, Lucía era aún a sus ojos la joven que le enamoró aquel verano del 83.  Espigada y de sonrisa fácil, sus ojos castaños brillaban animados como saltimbanquis circenses. El pelo era largo, sedoso, de un negro intenso como el sabor del café. Un día se puso a su lado y cuando sus miradas se cruzaron el corazón comenzó a galopar desbocado. Su sonrisa cálida no consiguió apaciguarlo, todo lo contrario.

Junto a ella todo eran sensaciones intensas, descargas eléctricas, subidas de tensión, luces de colores y destellos. Fue inevitable enamorarse y se sintió el hombre más afortunado del mundo cuando ella aceptó sus abrazos, cuando ella lo eligió entre todos los demás. Cada beso fue una fiesta, cada mirada una cerilla que había encendido su corazón. Los paseos fueron cada vez más largos, cada vez más íntimos, y así, casi sin darse cuenta, habían firmado cuarenta años de convivencia. Y le había parecido un suspiro, como si aquellas arrugas junto a los ojos hubieran llegado de golpe y sin avisar.

Había sido una buena vida, sin duda. Él seguía enamorado como el primer día y su viejo corazón pretendía trotar como lo hacía antes. Suspiró con suavidad, no quería romper la escena y llamar su atención. Una sonrisa comedida, apenas dibujada, se instaló en sus labios mientras seguía leyendo el periódico del domingo.

Autoría: Argiñe Areitio.

2 comentarios:

  1. Purificacion Minguez Losua2 de marzo de 2021, 22:08

    Siempre es más feliz quien ama
    Es un relato muy un interesante
    Y también algo inquietante. Parece una historia sencilla, pero tiene truco. O trato. ¡Qué sabe nadie ¡

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  2. Has captado una situación que se repetirá en infinidad de hogares. La costumbre, el aprecio, el respeto y en muchos casos la seguridad vital, frente a algo mucho más profundo como el amor oculto y mantenido como el primer día. Da para pensar.

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